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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Histórico,

Brazofuerte (2 page)

BOOK: Brazofuerte
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Se detuvieron, por tanto, junto al ancho tronco de una ceiba que parecía marcar la frontera entre el pasado y el futuro de la isla, y hasta el que llegaban las voces de los borrachos que alborotaban en las tabernas del puerto, e incluso los ronquidos de un durmiente en la más próxima de las cabañas, puesto que la mayoría de las edificaciones de la flamante capital no eran más que simples tinglados de adobe y paja, aunque una docena de casitas de piedra y dos iglesias de anchos muros y rojas tejas evocaban en cierto modo a los villorrios del sur de España.

—No deberías pasar de aquí —señaló Cien fuegos aferrando a su amigo por el brazo—. Todo el mundo te relaciona con Ingrid.

—De poca ayuda te serviría si me escondo.

—De menos si te atrapan.

—¿Pero qué puedes hacer solo?

—Lo que he hecho siempre —puntualizó el cabrero—. Observar, escuchar y actuar en el momento oportuno. Si confías en Sixto Vizcaíno quédate en su casa y cuida de los chicos. Yo me ocuparé del resto.

Se abrazaron con afecto, pero cuando estaban ya á punto de separarse, el renco señaló:

—Recuerda que si te tropiezas con el Capitán De Luna eres hombre muerto. Con esa melena roja te reconocerá pese al tiempo que ha pasado desde que te vio por última vez.

—Lo tendré en cuenta. ¡Adiós y suerte!

Minutos más tarde el gomero se había perdido de vista entre las solitarias callejuelas de la ciudad dormida, puesto que salvo los sempiternos trasnochadores que frecuentaban tabernas y lenocinios, la mayoría de sus habitantes preferían retirarse pronto, levantarse al alba y hacer los trabajos más duros antes de que hiciese su aparición el insoportable bochorno del mediodía.

El clima de La Española, húmedo, caliente y pegajoso, agobiaba a unos castellanos más habituados al intenso frío de la alta meseta peninsular, o los secos veranos asfixiantes, y debido a ello, se habían visto obligados a abandonar gradualmente la amada costumbre de mantener largas tertulias hasta altas horas de la noche, por lo que no se distinguían ya más luces que las de dos tímidas farolas en la Plaza de Armas y un par de abiertas ventanas en el mayor de los prostíbulos, ni se advertía más movimiento que el de una pareja de perros vagabundos que olisqueaban altas pilas de basura.

El gomero descubrió, sin embargo, que un centinela dormitaba apoyado en el quicio de la puerta de la casa de Ingrid, por lo que se vio obligado a dar un amplio rodeo para saltar ágilmente la tapia del jardín posterior y permanecer largo rato inmóvil junto al frondoso «flamboyán» bajo el que ella solía leer a la caída de la tarde.

Rozó apenas el brazo del alto sillón de mimbre, murmuró su nombre como si en verdad confiara en obtener respuesta, y alejó de su mente la idea de que pudieran haberle causado daño alguno, prefiriendo suponer que se encontraba a salvo, esperando que fuera a rescatarla, pues tenía plena conciencia de que el simple hecho de imaginar que alguien la había tocado le nublaba la mente y necesitaba más que nunca tener muy claras las ideas.

Penetró en la casa por la ventana del cuarto de Haitiké, y recorrió como una sombra más de las tinieblas los familiares salones y pasillos, con la misma calma y economía de gestos con que solía moverse cuando acechaba a una bestia en la jungla, o trataba de hacerse invisible a los ojos de sus perseguidores.

Cienfuegos
sabía ser silencio en el silencio, y el silencio era el único dueño de la casa a aquellas horas, por lo que ni siquiera crujió una tabla bajo su pie, chirrió una puerta, o se percibió el más leve rumor a su paso, llegando de ese modo al amplio dormitorio sobre cuya ancha cama tantas veces amó a la más perfecta mujer que nunca había existido, y donde una cálida noche ella le confesó que esperaban un hijo.

Se embriagó del perfume de las sábanas y tanteó el punto en que ella apoyaba la cabeza, para tenderse luego cara al cielo y soñar por un instante que aún soñaba a su lado.

Los largos años de separación y el convencimiento de que jamás volvería a verla habían conseguido hibernar su amor como semilla enterrada bajo metros de nieve, pero el simple calor de su presencia había permitido que esa semilla germinara con más fuerza que antaño, hasta el punto de que en aquellos momentos se le antojaba inconcebible la vida en solitario.

Tumbado en la oscuridad meditó durante toda la noche, rechazando una tras otra las mil disparatadas ideas que acudieron a su mente, puesto que la lógica desesperación le impulsaba a aferrarse a ilusiones que carecían por completo del más mínimo fundamento, y no cabía confiar en que ningún cerril misacantano de cerebro de mosquito se aviniera a aceptar el hecho de que en un mundo desconocido de allende el océano existiese un líquido negro y maloliente que tenía la virtud de flotar sobre las aguas, y que en determinadas circunstancias era capaz de arder convirtiendo el universo en un infierno.

Semejante fenómeno no constaba desde luego en las Sagradas Escrituras, ni mucho menos en las «Reales Ordenanzas», mientras que por el contrario Fray Tomás de Torquemada se había apresurado a advertir muy seriamente en sus temidas «Instrucciones a los Inquisidores», del peligro que corrían quienes se esforzaban por achacar a la inocente Naturaleza actos que había que atribuir sin duda alguna a la maligna intervención del astuto «Angel Negro».

Había que descartar toda opción al diálogo y al convencimiento racional de que el incendio del navío y el consecuente fallecimiento de algunos de sus tripulantes había sido fruto de la astucia y no de inconfesables pactos demoníacos, sin que quedara más opción que el uso de la fuerza para salvar de la hoguera a una mujer que no había cometido otro delito que amar desesperadamente a un hombre.

¿Pero cómo conseguiría sacar a Ingrid del interior de una prisión guardada por medio centenar de centinelas?

Se esforzó por recordar punto por punto el emplazamiento y distribución de la temida «Fortaleza» en la que tantos hombres habían sido ejecutados en los últimos tiempos, pero llegó a la conclusión de que necesitaba encontrar la forma de penetrar en ella y conocerla a fondo, por lo que el alba le sorprendió en el coqueto gabinete de Ingrid, dedicado a la labor de cortarse la larga melena roja para teñírsela luego con aquel mismo extraño producto que la alemana usara tiempo atrás tan a menudo.

Cuándo se miró en el espejo le costó trabajo reconocerse, y pese a lo amargo de su situación no pudo por menos que sonreír burlonamente al desconocido caballero de acusado mentón recién afeitado, estirada melena azabache y blanco blusón de encajes que le observaba cejijunto, pues pocos rasgos descubría en él que pudieran relacionarle con el salvaje cabrero que solía vagar semidesnudo por las montañas de La Gomera o las selvas del continente.

Sabía dónde
Doña Mariana Montenegro
solía ocultar el dinero, aprovisionándose de una buena cantidad de monedas de oro, y sin hacer el más mínimo ruido, atravesó la casa, salió al solitario jardín, y saltó de nuevo el muro cayendo como un gato en el callejón posterior, para encaminarse a la Plaza de Armas, donde al poco no era más que uno de los innumerables desocupados que se buscaban la vida.

«La Fortaleza», un antiestético mazacote de piedra y barro que no soportaría el paso del tiempo y cuyos cimientos pasarían un siglo más tarde a formar parte de los tinglados del ensanche del puerto, constituía sin embargo por aquel entonces un impresionante edificio de gruesos muros, enrejadas puertas y dos altas torres de madera desde las que los centinelas parecían no perder detalle de cuanto acontecía en una legua a la redonda.

Pasó largas horas sentado en el porche de una hedionda taberna, atento a las idas y venidas de oficiales y soldados, vio llegar a dos dominicos y un franciscano que volvieron a salir poco más tarde, y aunque estuvo tentado de seguirles desistió al comprender que, por más que cualquiera de ellos fuera el temido Inquisidor, escasa información obtendría de él de grado o por la fuerza.

Pasado el mediodía advirtió, sin embargo, cómo tres alegres guardianes se encaminaban bromeando a la taberna para tomar asiento y solicitar a gritos el almuerzo, por lo que se las ingenió para conseguir que le animaran a unirse a ellos en una agitada partida de dados en la que se dejó vencer dando muestras de una notable esplendidez a la hora de invitarles generosamente con el mejor «cariñena» de la casa.

—Extraño resulta encontrar a un recién llegado a la isla que pague en lugar de andar buscando beber gratis —comentó con intención el Alférez de más edad del grupo, un hombrecillo de afilada nariz al que faltaban cuatro dientes, lo que le confería el curioso aspecto de un tucán—. ¿Acaso no sois uno de esos aventureros llegados en busca de fortuna?

—Buscar mayor fortuna, no tiene por qué significar necesariamente andar hambriento —replicó con cierto énfasis el gomero—. Por suerte, dispongo de recursos suficientes como para mantener una posición decorosa, e incluso diría que holgada—. ¿Otra ronda?

—¡De acuerdo! Pero al menos decidnos cómo os llamáis, ya que siempre es mejor beber con amigos que con desconocidos.

—Guzmán Galeón.

—¿Galeón? —se sorprendió otro de los militares—. ¿De los Galeón de Cartagena? ¿Los molineros?

—¡No, por Dios! —replicó el cabrero en un tono levemente despectivo, para añadir a continuación con el más absoluto desparpajo—: De los Galeón de Guadalajara…: Terratenientes.

—No tenéis el más mínimo acento alcarreño.

—Es que tuve que salir de allí muy joven. —Sonrió con cierta malicia—. Ya sabéis lo que ocurre, cuando un padre furibundo pretende que carguéis con una gordita embarazada.

—¡Pies para que os quiero…!

—¡Exactamente! Desde entonces he andado dando tumbos hasta que oí decir que aquí en La Española había un futuro prometedor para gente con agallas.

—¿Vos las tenéis?

—Como cualquier otro.

—¿Qué tal con la espada?

—Regular.

—¿Buen jinete?

—No.

—¿Alguna habilidad especial?

—Puedo matar a una mula de un puñetazo.

—¡Caray…!

Resultaba evidente que la firmeza de la aseveración había impresionado a sus contertulios que le observaron con un cierto respeto y por último, un sargento que de tan ronco casi no se le entendía lo que decía, carraspeó trabajosamente:

—Fuerte sí que parecéis —admitió—. ¡Pero tanto como para matar a una mula…!

—O a un caballo… Para el caso es lo mismo.

—¿Estáis seguro?

—Por mil maravedíes suelo estarlo.

—¿Qué pretendéis decir con eso?

—Que es la apuesta mínima que acepto. —Hizo un gesto con el que parecía querer disculparse por no ser más comprensivo—. No lo puedo hacer por menos, ya que a veces se me resiente la mano y luego tengo que estar un par de meses inactivo.

—¿Acaso intentáis hacernos creer que ésa es vuestra forma de ganaros la vida? ¿Apostando a que matáis mulas a puñetazos?

—O caballos… —El gomero chasqueó la lengua con gesto de fastidio—. Con los toros resulta más difícil. Caen redondos, pero al rato vuelven a levantarse.

—¡Qué bestia!

—Yo creo más bien que se está burlando de nosotros.

Cienfuegos
los observó uno por uno, y cuando habló lo hizo como quien está cerrando un negocio que ya ha tratado infinidad de veces.

—Una burla que se respalda con mil maravedíes no debe serlo tanto —señaló—. Y por lo que a mí respecta dentro de una semana puedo disponer de ellos. —Exhibió una pesada bolsa—. Aquí hay cien a modo de señal…

Desparramó las monedas sobre la mesa, y la vista del oro tuvo la virtud de hacer relampaguear los ojillos del Alférez de cara de tucán, que extendió las ávidas manos como si por un momento considerara que era suyo.

—¡Por todos los demonios! —exclamó estupefacto—. ¿Habláis en serio?

—Cuando se trata de dinero siempre hablo en serio —fue la seca respuesta—. Decidme: ¿Estaríais en condiciones de reunir idéntica cantidad?

Los tres hombres se miraron, y no cabía duda de que la codicia había hecho presa en ellos hasta el punto de que su atención fue luego alternativamente del dinero al puño del cabrero como si estuvieran intentando calibrar hasta qué punto estaba en condiciones de conseguir su propósito de matar a una mula de un sólo golpe.

—Podría intentarse… —carraspeó de nuevo el ronco—. ¿Elegiríamos nosotros al animal?

—¡Desde luego!

—¿Y lo haríais con el puño desnudo?

—Naturalmente.

Cuando poco más tarde observó cómo se alejaban hacia el puesto de guardia, el gomero se sintió satisfecho de sí mismo, pues resultaba evidente que había conseguido sembrar en su ánimo la duda de si sería o no cierto que podía realizar tan brutal hazaña.

Se contempló el puño y sonrió; aún recordaba cuando en La Gomera era capaz de tumbar patas arriba a un cerdo de un cabezazo, pero le constaba que ni un cerdo era una mula, ni un puño la frente, y lo que no sabía era si alguna vez se había dado el caso de que existiese un tipo tan desmesuradamente bestia como él había alardeado ser.

Su absurda bravuconería comenzó no obstante a rendir frutos al mediodía siguiente, cuando fueron ya cinco los oficiales de la guarnición que acudieron a la taberna a cerciorarse de que en verdad existía un pedante alcarreño dispuesto a arriesgar una fortuna en tan disparatada apuesta.

—No dudo… —admitió el bigotudo Alférez Pedraza, el mismo que un día persiguiera inútilmente a
Doña Mariana Montenegro
y su tripulación hasta las playas de Samaná— …que puede existir, en algún lugar del mundo, un Hércules capaz de llevar a cabo semejante proeza, pero a fe que incluso yo me atrevería a venceros a la hora de «echar un pulso», por lo que no entiendo que afirméis que podéis matar a una mula.

—Si de «echar un pulso» se trata… —comentó el cabrero con tanto aplomo que obligaba a tomar en consideración sus palabras— podéis contar con ello en cuanto pongáis sobre la mesa los mil maravedíes correspondientes. Esa es, de igual modo, la apuesta mínima que acepto.

—¿Os habéis vuelto loco?

—En absoluto —fue la tranquila respuesta—. Loco estaría si arriesgara mi brazo, que es hoy por hoy mi única fuente de ingresos, por menos de ese precio.

—¡Dejadme verlo!

Se subió la manga y lo mostró a la curiosidad de los militares.

—No es más que un brazo… —señaló uno de ellos—. No le veo nada de extraordinario.

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