—Traed el dinero entonces…
Cienfuegos
lo dijo en tono displicente, convencido como estaba de que el monto de la cifra impresionaba a unos hombres tan escasos siempre de recursos y que a la hora de arriesgarlos preferirían hacerlo apostando por la dureza del cráneo de una mula.
—Se me antoja que no sois más que un fanfarrón de tres al cuarto.
El gomero lanzó una larga mirada de soslayo al esmirriado y barbilampiño muchachito que había lanzado tan alegremente semejante acusación, y sin perder en absoluto una calma que constituía en esos momentos su única arma, replicó sonriente:
—Con alguien como Vos podría arriesgarme a una pequeña demostración, ya que me bastaría la mano izquierda para romperos la cabeza, y si recuperáis el conocimiento antes de cinco horas, invito a cenar a toda la guarnición.
La tez del lechuguino tomó un tinte cerúleo e hizo ademán de echar mano a su espada, pero pareció pensárselo mejor puesto que a primera vista aquella especie de impasible gigante de ojos gélidos parecía en condiciones de cumplir su promesa.
—¿Nadie os ha advertido que esa forma de hablar os puede acarrear graves problemas? —inquirió al fin, esforzándose por evitar que la voz le temblara.
—A diario.
—¿Y…?
—Jamás he tenido problemas. —El gomero sonrió como un niño—. Ni los busco —añadió—. Me limito ha ofrecer un trato a quien quiera aceptarlo. Si reúne la cantidad convenida, seguimos adelante. En caso contrario… ¡Tan amigos!
—Reuniremos ese dinero.
—Me alegra oírlo. El mío se impacienta.
—En verdad que estás loco —fue el lógico comentario del renco Bonifacio cuando esa misma noche
Cienfuegos
acudió a verle a casa de Sixto Vizcaíno para contarle sus progresos—. ¿Cómo se te ocurre provocar a toda una guarnición? —Lanzó un sonoro bufido—. ¡Nunca lograré entenderte! —añadió—. En lugar de buscar su colaboración para salvar a Ingrid, te enfrentas a ellos… ¿Qué diablos persigues con semejante actitud?
—Intrigarlos —fue la sincera respuesta.
—¿Intrigarlos? —se asombró el otro—. ¿Con qué fin?
—Con el de conseguir que me franqueen las puertas de «La Fortaleza». Si intentara ganar su amistad, lo más probable es que me las cerraran a cal y canto, pero no lo harán si sólo creen que trato de estafarles. —Hizo una corta pausa—. Y ten por seguro que ninguno de ellos me ayudará a salvar a Ingrid. Eso tengo que hacerlo a mi manera. Y mi manera es ésta.
—La más estúpida.
—Quizá no —puntualizó—. Quienes están tan acostumbrados a sospechar de todos, no suelen sospechar de quien llama demasiado su atención. Ahora su mayor preocupación estriba en despojarme de esos mil maravedíes.
—¿Y qué harás cuando te los ganen, aparte del ridículo…?
—Pagar, si es que pierdo.
—¿Lo dudas? —se asombró el renco—. ¿Es que acaso alguna vez has intentado matar una mula de un puñetazo?
—No —fue la burlona respuesta del cabrero—. Y por eso mis posibilidades siguen intactas; puedo conseguirlo, o no conseguirlo. —Rió divertido—. ¡Las apuestas están a la par!
—¡No me hace gracia! —masculló el otro malhumorado—. Lo que está en juego es la vida de Ingrid, y se diría que no te lo tomas en serio.
—Me lo tomo mucho más en serio de lo que imaginas —le hizo notar el gomero—. Y puedes creerme si te digo que no veo otro camino que el que estoy siguiendo… —Le apretó con afecto el antebrazo—. ¡Confía en mí! —pidió—. De momento he conseguido averiguar que está bien, y que no piensan tocarla hasta que nazca el niño. Por lo visto para la Inquisición es mucho más importante la vida de un feto que la de un ser humano.
—Para ellos cualquier cosa es más importante que la vida de un ser humano, y si te descubren acabarás en la hoguera.
—Si morir en la hoguera es el precio que tengo que pagar por la vida de Ingrid, estoy dispuesto —replicó su amigo con absoluta naturalidad—. Pero antes de llegar a eso pienso dar mucha guerra. Aún sé cosas que ellos ignoran.
—¿Como qué?
—Como que en determinadas circunstancias, incluso un niño puede matar a una mula de un puñetazo. Es sólo cuestión de astucia… ¡Y mucha fe!
Fray Bernardino de Sigüenza, comisionado por el Gobernador Don Francisco de Bobadilla para llevar a cabo las primeras investigaciones en torno a la grave acusación de brujería que pesaba sobre la alemana Ingrid Grass, a la que en La Española nadie conocía más que como
Doña Mariana Montenegro
, era un rezongante y minúsculo hombrecillo cuyo enclenque esqueleto bailaba dentro de un astroso hábito de franciscano que más bien parecía hacer las veces de tienda de campaña, pues tanta era la mugre que lo cubría, que su rigidez obligaba a pensar que su dueño podía entrar y salir de él dejándolo en pie en mitad de la calle.
Fray Bernardino de Sigüenza tenía sarna, pulgas y piojos, olía a sudor y ajo a diez metros de distancia y se limpiaba insistentemente el moquillo que le goteaba como un grifo de la enorme nariz con un hediondo trapajo que guardaba en la manga, y cuya sola visión obligaba a volver la vista hacia otra parte o se corría el riesgo de sentir arcadas.
Para ser aún más concretos a la hora de describirle, bastaría con asegurar que Fray Bernardino de Sigüenza produciría náuseas a los sapos de una ciénaga, pero, como compensación a su repelente aspecto físico, poseía una privilegiada mente analítica y, lo que era aún más importante, un generoso corazón rebosante de fe en Dios y en los seres humanos.
Fue por ello su odiosa apariencia, más que sus apreciables virtudes, lo que empujó al Gobernador Bobadilla a confiarle el desagradable menester de improvisado Inquisidor, influido quizá por el hecho innegable de que aún no había en la isla ningún auténtico representante de la Santa Inquisición, y el fétido mocoso era a todas luces el fraile de más siniestro aspecto de cuantos habían atravesado hasta el presente el tenebroso océano.
En un principio Fray Bernardino de Sigüenza se sintió profundamente molesto y casi ofendido por tan injusta y caprichosa designación, pero en cuanto estudió el caso y mantuvo una primera entrevista con la acusada dio gracias a Dios por que se le brindase la oportunidad de llegar al fondo de unos hechos que cualquier otro inquisidor, especialmente si se hubiera tratado de un dominico, habría despachado por el expeditivo procedimiento de enviar sin mayor dilación a su víctima a la hoguera.
Y es que Fray Bernardino de Sigüenza no tenía necesidad de que le demostraran la existencia de Dios, puesto que veía su mano en cada árbol, cada río o cada criatura de este mundo, pero si buscaba ansiosamente pruebas de la existencia del demonio, puesto que su tan aireada maldad tan sólo era visible en el execrable comportamiento de algunos seres humanos.
Si era cierto que el temido «Angel Negro» tenía el poder de hacer arder las aguas de un lago y apoderarse de la voluntad de una hermosa dama de dulce apariencia convirtiéndola en bruja y asesina, el buen fraile se sentía en la obligación de descubrir qué tortuosos métodos utilizaba «El Maligno» para llevar a cabo tan nefandos prodigios.
—Si en verdad creéis que lleváis al demonio en vuestro interior, decídmelo y lucharemos juntos por expulsarlo —fue, por tanto, lo primero que dijo al tomar asiento en la agobiante estancia de gruesos muros y enrejadas ventanas en que mantenían incomunicada a la prisionera—. En caso contrario, quiero escuchar vuestra versión de los hechos.
—En mi interior no llevo más que un hijo, y un profundo amor a Dios que me ayudará a sobrellevar esta dolorosa prueba —fue la serena respuesta—. En cuanto al demonio, siento por él tanto horror y desprecio como podáis sentir Vos mismo.
—Sin embargo, conseguisteis que las aguas de un lago ardieran, destruyendo un navío y abrasando a sus tripulantes. ¿Qué podéis decir ante la evidencia de semejante prodigio?
—Tan sólo puedo corroborar que cuando se le prendió fuego, el agua ardió, aunque ignoro la razón.
—Pero eso va contra las más elementales leyes de la Naturaleza —señaló el franciscano—. Y si no podéis darle una explicación convincente deberá ser tachado de brujería.
—¿Tacharíais de brujería el hecho de que cayera un rayo que hiciera arder un árbol matando a diez personas? Sin embargo suele ocurrir, y ni tengo explicación, ni culpa alguna en ello.
Fray Bernardino de Sigüenza se agitó en su incómodo asiento y dirigió una distraída mirada al impasible escribano, que, parapetado tras una desvencijada mesa, iba anotando cuidadosamente preguntas y respuestas, y abrigó tal vez una mínima esperanza de que se hubiese olvidado de registrar esta última.
—Un rayo es algo que viene del cielo, como la lluvia, el día o la noche; un fenómeno atmosférico natural en el que no interviene la mano del hombre. —El enclenque hombrecillo sacó una vez más el empapado trapajo y se secó la punta de la nariz tras sorber repetidas veces—. Pero en este caso, fuisteis Vos quien prendió fuego al agua.
—No. No fui yo.
—Es de ello de lo que se os acusa.
—¿Quién me acusa?
—Eso no puedo decíroslo —fue la seca respuesta.
Doña Mariana Montenegro
permaneció largos minutos pensativa, tratando por un lado de vencer la visceral repugnancia que le producía el hediondo frailecillo que no cesaba ahora de rascarse unos sarnosos brazos que eran como oscuros y peludos palillos cubiertos de mugre, al tiempo que se esforzaba por mantener la calma y la claridad de ideas, pues tenía plena conciencia de que cuanto dijera de allí en adelante dependería su futuro y el de la criatura que llevaba en su seno.
Era cosa harto sabida que el método seguido por los inquisidores para quebrar la resistencia de los interrogados, obteniendo así la confesión que deseaban sin recurrir a la tortura, solía pasar por el maquiavélico procedimiento de tejer una tupida tela de araña a base de secretos, medias verdades, veladas amenazas, o amables invitaciones a inculparse a sí mismos prometiéndoles perdón para sus supuestos delitos, y, por tanto, meditó mucho sus palabras sin permitirse caer en la trampa de la precipitación, antes de señalar con firmeza:
—Quien de tal iniquidad me acuse gratuitamente, lo hará sin duda por odio o enemistad hacia mi persona, y admitiréis que en ese caso, su testimonio carece de toda validez a los ojos de Dios y de la Iglesia.
—¿Se trata pues de un conocido vuestro?
—No necesariamente.
—¡Sí «necesariamente»! —puntualizó Fray Bernardino de Sigüenza—. Puesto que dentro de la razón no se explica la enemistad de un desconocido. Un término anula el otro.
—Jugáis con las palabras —le hizo notar la alemana entrecruzando las manos para no delatar que le temblaban, pues comenzaba a darse cuenta de la peligrosidad de la batalla dialéctica a la que su interlocutor parecía dispuesto a conducirla—. Alguien que me envidie, que desee algo que yo tengo, o que considere, injustamente, que le causé algún daño, puede ser mi acusador sin que resulte imprescindible que yo le conozca.
—¿Como por ejemplo…?
—Los frailes dominicos, que pretenden apoderarse de mi casa, pues es la única forma que tienen de ampliar su convento.
Resultó evidente que al franciscano no le desagradaba en absoluto la idea de que se lanzara tamaña acusación contra sus más directos competidores, y pareció querer asegurarse de que en esta ocasión el escribano anotaba cuidadosamente la respuesta.
—Nada tienen que ver los dominicos con todo esto —replicó por último—. Y peligroso resulta por vuestra parte acusar a hombres santos de semejantes maquinaciones.
—Yo no les he acusado —se apresuró a puntualizar
Doña Mariana
—. Tan sólo he respondido a vuestra pregunta poniendo un ejemplo… —Hizo una nueva pausa—. También podría mencionaros a mi esposo, el Vizconde de Teguise, Capitán León de Luna, que juró matarme porque le abandoné, y de hecho me ha perseguido ferozmente todos estos años.
—Prometió no volver a molestaros… —El improvisado Inquisidor se apoderó de un piojo que corría sobre su hábito y lo aplastó entre las uñas de los pulgares con la habilidad de quien dedica a tal deporte largas horas—. Y me consta que ha cumplido su promesa. —Negó convencido—. No es él quien os acusa.
—¿Quién entonces?
—Quizás alguien que, de buena fe, desea ayudar a la Santa Madre Iglesia a librarse de quienes pretenden destruirla aliándose con «El Maligno». —Ahora fue él quien hizo una larga pausa observando con ojillos pitiñosos a la mujer que hacía ímprobos esfuerzos por fingir que mantenía su entereza—. Decidme: ¿Cómo conseguisteis hacer arder el agua de aquel lago?
—No fui yo.
—¿Quién entonces…?
—Alguien de la tripulación.
—¿Su nombre?
—Lo ignoro. Pudo ser cualquiera.
—Incluso Vos. Y quien acusa, os acusa a Vos, no a cualquier otro.
—¿Acaso se encontraba a bordo? —fue la rápida pregunta—. Porque si se encontraba sabe muy bien que miente y es a él a quien deberíais interrogar.
—No se encontraba a bordo.
—¿Cómo puede asegurar entonces que fui yo?
—¿Por qué no? Y es únicamente a Vos a quien acusa. No ha presentado cargos contra nadie más.
—¿Acaso no comprendéis que la armadora de un buque sería la última en realizar semejante tarea cuando hay más de cuarenta hombres en él?
—A no ser que sea la única que tiene poderes para hacerlo… —fue la desconcertante respuesta del franciscano—. Conozco docenas de marinos y ninguno de ellos sería capaz de hacer arder el agua de un lago. Solamente una mujer; una bruja que mantenga relaciones con «El Maligno» está capacitada para llevar a cabo tamaño prodigio.
—¿Se me juzga entonces por mi sexo? ¿Por ser la única mujer a bordo? ¿Tan sólo en eso se nos considera superiores a los hombres: en nuestra capacidad de aliarnos con el demonio?
—Aún no se os juzga —especificó puntilloso Fray Bernardino de Sigüenza—. Eso lleva tiempo y requiere la presencia de mentes mucho más preclaras que la mía. Yo tan sólo estoy aquí para tratar de dilucidar si existen pruebas suficientes como para dudar de vuestra fe en Dios y admitir que tal vez tengáis efectivamente tratos con el demonio.
—Pero actuáis como si ya me consideraseis culpable.
—
Inquisitio
, no
acusatio
—puntualizó el otro alzando el dedo a modo de advertencia—. Si os considerase culpable aplicaría el tormento para acabar de una vez.
—¿Seríais capaz de hacerlo?