Se escuchó un leve murmullo de admiración, e incluso un claro suspiro por parte de una de las escasas mozas de fortuna que habían tenido la suerte de haber sido invitadas al evento, mientras
Cienfuegos
giraba muy despacio en torno al animal que resopló como si presintiera que tanta curiosidad no presagiaba nada bueno, y poco a poco se fueron acallando las voces hasta alcanzar un silencio casi palpable en el momento en que el hombre se encaró decidido a la bestia.
El canario la estudió con profundo detenimiento, mirándola a los ojos, y tras cerrar con fuerza el puño derecho se frotó con él la palma de la mano opuesta, como si estuviera intentando calentárselo.
—¡Recordad que tenéis un sólo golpe! —le hizo notar el Alférez Pedraza—. ¡Sólo uno!
—¡Lo sé! —fue la seca respuesta—. Y por ello os agradecería que guardarais silencio, y me dierais la oportunidad de asestarlo a gusto. Si no inclina la testuz, no conseguiré derribarla.
—¡Perdonad!
De nuevo se hizo el silencio y todos los ojos se clavaron en el puño que comenzaba a alzarse muy despacio al tiempo que su dueño musitaba frases afectuosas y continuos chasquidos en un vano intento por conseguir que la mula olvidase sus recelos dejando de apartar la cara y mirarle de reojo.
—¡Tranquila, bonita! —mascullaba—. Baja el morro o nos pasaremos aquí el día.
Con la mano libre le acariciaba la frente haciendo de tanto en tanto una ligera presión sobre el hocico en un esfuerzo por conseguir que le ofreciera un blanco claro, pero al ver que no obtenía resultado, optó por aferrarla por los belfos y tirar ligeramente hacia abajo venciendo su tenaz resistencia.
El animal inclinó la testuz sólo un instante, pero que bastó para que el gomero disparara un puño que restalló secamente para acertarle entre los ojos.
Por unas décimas de segundo el mundo pareció detenerse, nadie se atrevió a respirar siquiera, todo fue expectación y miedo, hasta que de improviso y cuando podría creerse que nada digno de mención había sucedido, la gigantesca bestia dobló bruscamente las patas para caer fulminada a los pies del gomero.
Este se limitó a abrir y cerrar una y otra vez la mano con gesto dolorido para encaminarse tranquilamente a la mesa del escribano al tiempo que comentaba agitando repetidamente la cabeza.
—¡Era fuerte, la condenada! A poco más me rompe el brazo. —Se volvió al boquiabierto Alférez Pedraza que aún se negaba a dar crédito a sus ojos—. ¿Entendéis ahora por qué no puedo bajar los precios?
Muy despacio, como si temieran que en cualquier momento podía alzarse de un golpe y comenzar a dar coces, la mayor parte de los presentes se aproximaron a la mula para que los más audaces se arrodillasen a cerciorarse de que, efectivamente, estaba ya más muerta que el caballo de Atila, y no se trataba en absoluto de un fácil truco de prestidigitación.
—¡Santo Cielo! ¡Qué bestia!
—Si no lo veo, no lo creo.
—Es que la ha dejado seca.
La pata estirada, la lengua colgante y los ojos vidriosos, daban fe de que el pobre bicho pastaba ya en las verdes praderas del «Edén de los Équidos», y lo único que se podía hacer con ella era trocearla y convertirla en rancho al día siguiente.
—¿Cómo es posible? Nadie es tan fuerte.
Todos los ojos se volvieron a observar al hercúleo gigante que concluía de anudarse la camisa disponiéndose a recoger tranquilamente sus ganancias, y que replicó a modo de sencilla explicación:
—La fuerza es importante. Pero más lo es saber dar el golpe en el punto exacto.
—¿Y nunca habéis fallado?
La pícara sonrisa deslumbró a cuantos no acababan de perder todos sus ahorros en una estúpida apuesta.
—¡Una vez! —admitió—. Cuando tenía trece años. —El canario recuperó su amplio chambergo y se inclinó en una graciosa reverencia antes de colocárselo—. ¡Señores; caballeros! —saludó—. Ha sido un placer.
Se encaminó a la salida seguido por las furibundas miradas de quienes confiaban en ser a aquellas horas doblemente ricos pero se habían quedado a las puertas de la indigencia, sin que la mayoría de ellos hubiesen asimilado aún que lo que nunca imaginaron que pudiera ocurrir, había ocurrido.
El Alférez Pedraza y tres o cuatro de los que en principio se mostraron más entusiastas se preguntaban ahora cómo se las arreglarían para hacer frente a la inesperada deuda que habían contraído, mientras el sargento ronco continuaba examinando el cadáver del animal buscando una respuesta lógica a un hecho que continuaba antojándosele inaudito.
—¡Brujería! —masculló al fin—. No puede tratarse más que de brujería.
—¡Contened la lengua! —se enfureció un viejo capitán de belfo caído—. Hay que saber perder cuando se pierde. Aquí no hay más misterio que maña y fuerza en un pícaro que ha sabido engatusarnos limpiamente. Se llevó mi dinero y ojalá se le atragante, pero a quien se le ocurra acusarle de artes malignas le arranco el hígado. ¿Está claro?
Concluyó allí toda protesta, y cuando los cabizbajos perdedores abandonaron por último la cuadra fue para encontrar a su enemigo cómodamente apoltronado en un banco del amplio patio de «La Fortaleza», recorriendo con ojos de aburrimiento las ventanas, como si tuviera auténticos deseos de abandonar cuanto antes el tétrico recinto.
—Se me ocurrió de pronto que era mi deber invitar a un buen almuerzo en la taberna —dijo—. ¡Vino y comida para todos!
—Se agradece teniendo en cuenta que será el último en mucho tiempo.
—¡Oh, vamos! —rió el canario—. ¡No es para tanto! ¿Y quién sabe…? Tal vez la próxima vez tengáis más suerte.
—¡No habrá próxima vez,
Maese Brazofuerte
! ¡Podéis jurarlo!
Fue una voz surgida de forma anónima de entre el grupo de perdedores, la que proporcionó por tanto al gomero
Cienfuegos
el apodado por el que sería conocido en adelante, puesto que el sonoro sobrenombre gozó de inmediato de una unánime acogida, dado que parecía que no pudiese encontrarse otro mejor para quien había llevado a feliz término tan prodigiosa hazaña.
—¿Cómo lo hiciste? —fue lo primero que quiso saber el renco Bonifacio Cabrera cuando esa noche se reunieron como solían, a espaldas del astillero.
—De un puñetazo.
—¡Eso ya lo sé! ¿Pero dónde está el truco?
—¿Por qué tiene que haber un truco? —protestó
Cienfuegos
fingiendo ofenderse—. Ahora soy Guzmán Galeón, alias
Brazofuerte
; el hombre más admirado de Santo Domingo.
—¡A otro perro con ese hueso! —rió el cojo—. Te conozco, y, aunque me consta que puedes llegar a ser el más bestia del mundo, ni aun siendo gomero se mata a un mulo de un puñetazo. ¿Dónde está el truco?
—No es truco. Es sabiduría.
—¿Qué clase de sabiduría?
—La que he ido aprendiendo aquí y allá… —El cabrero cambió el tono de voz, y le aferró el antebrazo con afecto—. ¿Recuerdas que te hablé de una negra con la que pasé una larga temporada en Maracaibo…?
—¿La que desapareció en el «Gran Blanco»?
—La misma. —Sonrió con amargura a sus recuerdos—. Había nacido en Dahomey, que es un país africano en el que se adora a las serpientes y donde se rinde culto a los venenos. Ella lo sabía casi todo sobre venenos.
—¿Pretendes hacerme creer que envenenaste a la mula?
—¡No, exactamente!
—¡Explícate!
Azabache
lo sabía casi todo sobre venenos —continuó
Cienfuegos
sin inmutarse—. Pero al llegar al continente descubrió algo de lo que jamás había oído hablar: el «curare»; una pasta espesa con la que los indígenas de las selvas del interior embadurnan sus flechas y que mata instantáneamente.
—Me hablaste de él, pero creí que exagerabas.
—No exageraba en absoluto. El «curare» no es exactamente un veneno, sino una especie de ponzoña, inicua cuando se ingiere, pero que paraliza y mata en cuanto penetra en la sangre. Presionada por los «cuprigueri» del lago,
Azabache
practicó mucho hasta encontrar una sustancia semejante y me enseñó cómo hacerla.
—Entiendo —admitió el otro—. Lo que no entiendo es cómo lograste herir con ella a la mula.
Cienfuegos
pareció muy orgulloso de su astucia al señalar:
—Recordé que una vieja bruja de la que fui esclavo entre los motilones, solía ponerse «curare» bajo las uñas, y cuando la atacaban mataba a sus enemigos arañándoles. ¡Eso me dio la idea!
—¿Te pusiste «curare» en las uñas? —se espantó el cojo—. ¿No te dio miedo?
—Procuré no rascarme —rió el gomero—. Luego, cuando agarré a la mula por los belfos, le clavé las uñas por dentro, aguardé un instante y le arreé el puñetazo. ¡Hija de puta! Casi me rompe la mano, pero cayó como una piedra.
—¿Y si no llega a caer?
—Hubiera perdido mil maravedíes, pero hubiera conseguido de igual modo penetrar en «La Fortaleza» y hacer «amistad» con sus guardianes.
—Imagina lo que habría ocurrido si llegan a descubrirte.
—Hubiese perdido los mil maravedíes y la vida. —
Cienfuegos
negó convencido—. Pero nunca me preocupó ese punto. Nadie en esta isla ha oído hablar aún del «curare» y sus efectos.
El renco Bonifacio Cabrera permaneció largo rato pensativo, como si en verdad necesitase tomarse un tiempo para asimilar cuanto su amigo le había relatado, para concluir por encogerse de hombros con gesto fatalista.
—Aún no tengo muy claro si eres un loco, o el tipo más listo que he conocido nunca —sentenció.
—Sólo soy alguien que ha tenido que aprender a defenderse usando lo poco que le han dado.
—¿Qué piensas hacer ahora?
—Presionar a los que me deben dinero —fue la segura respuesta.
—¿Y qué esperas obtener con eso? ¿Trescientos maravedíes?
—¡En absoluto! Muchísimo más que trescientos maravedíes. Ten muy presente que hay quien no se deja corromper por algo que nunca ha tenido, pero sería capaz de todo con tal de no perder lo que es suyo.
—Creo que te entiendo.
—¡Está muy claro! Cosas que no se hacen por dinero, pueden hacerse, no obstante, por no pagar una deuda. Es la diferencia que existe entre el tener, y el no tener.
Fray Bernardino de Sigüenza buscó en el ayuno y la meditación la ayuda que tanto necesitaba, confiando en que a los oídos del Señor llegasen al fin sus insistentes plegarias, reparase en la compleja naturaleza de sus tribulaciones, y tuviera a bien marcarle el camino a seguir en tan difícil trance; el más duro y amargo para quien, como él, servía fielmente a la Santa Madre Iglesia aunque en ocasiones rechazara en lo más íntimo de su ser la validez de sus métodos.
Tenía conciencia de que el Gobernador Don Francisco de Bobadilla le había elegido con el exclusivo fin de que se convirtiera en punta de lanza del Santo Oficio en «Las Indias», franqueándoles las puertas a los auténticos inquisidores por el sencillo método de admitir que existían «indicios suficientes» como para abrir un proceso por presunto delito de brujería a la alemana Ingrid Grass, más conocida por
Doña Mariana Montenegro
.
Una extranjera de vida turbulenta, que había abandonado a su noble esposo, pariente lejano del cristianísimo Rey Fernando, para seguir a un mísero pastor de cabras del que se murmuraba que había sobrevivido misteriosamente a la masacre del «Fuerte de La Natividad», constituía a todas luces un bocado de lo más apetitoso para quienes amaban el fascinante deporte de achicharrar mujeres indefensas —en especial si eran hermosas— y el pulguiento frailecillo se resistía con todas sus fuerzas a convertirse en el primer eslabón de lo que podía llegar a convertirse en una interminable cadena de sufrimientos y desgracias.
Inteligente, culto y analítico, era quizá de los pocos no soñadores de su tiempo que entendían la grandeza y dificultad de la labor que se avecinaba, y aunque no solía tomar parte en discusiones de aventureros, marinos o cartógrafos, aceptaba sin reservas la teoría de que las mal llamadas Indias Occidentales no consistían en un simple reguero de islillas que se desparramaban por el océano como antesala del Cipango, sino más bien una auténtica barrera de selvas, ríos y altísimas montañas, lo que proyectaba un tipo de luz muy diferente sobre los conceptos que se habían mantenido hasta el presente sobre el planeta Tierra.
El diminuto franciscano fue en su día uno de los primeros en aceptar que la Iglesia y la Corona tenían ante sí una ingente labor de conquista y evangelización, y temía, no sin razón, que la intervención de un tercer elemento, el Santo Oficio, que era parte de ambos sin ser en realidad ninguno de ellos, tan sólo condujera a enrarecer el ambiente complicando las cosas.
La configuración de un Nuevo Mundo acarrearía sin lugar a dudas el nacimiento de una nueva raza por cuyas venas correría sangre aborigen, cristiana, judía e incluso musulmana, y resultaba absurdo pretender que el resultado de la unión de tantas creencias pudiese ajustarse a las estrictas y ortodoxas reglas morales de la Santa Inquisición.
Para Corvado de Marburgo, Raimundo de Peñafort o Bernardo Guí, el simple hecho de vivir tan desahogadamente como se vivía en La Española, con salvajes semidesnudos, casas de lenocinio abiertas al público, y mujeres antaño irreprochables que no dudaban en lavarse casi cada semana, hubiese constituido tal piedra de escándalo que a buen seguro no hubiesen dudado a la hora de purificar con fuego a más de la mitad de tan impenitentes pecadores, pero Fray Bernardino de Sigüenza se sentía perfectamente capaz de admitir que las rígidas normas de la austera y fría Castilla no podían aplicarse con idéntico rigor en aquella bochornosa y exuberante isla.
—«A distintos países, distintas costumbres. Y lo primero que tenemos que aprender es a dejar atrás lo más nefasto de las nuestras.»
Pero por otro lado se encontraban Don Francisco de Bobadilla y los que con él preferían ver procesada y condenada a
Doña Mariana Montenegro
, convencidos como estaban —siempre lo habían estado y siempre lo estarían— de que cuanto se refería a su tradicional forma de encarar la vida era perfecto —incluida la Santa Inquisición— y cuanto antes plantara ésta sus reales en la isla, mejor sería para todos.
—Si tenéis alguna duda, dejad las cosas en manos de quienes nunca dudan —le había aconsejado su confesor al conocer su estado de ánimo, sin tener en cuenta el hecho evidente de que quienes nunca dudan, suelen ser los que con mayor frecuencia se equivocan.