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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Histórico,

Brazofuerte (6 page)

BOOK: Brazofuerte
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Pedirle por tanto a Fray Bernardino de Sigüenza, o a cualquier otro religioso de su época que aceptase que la mano de «El Maligno» nada tenía que ver con todo aquel turbio negocio, era, sin duda alguna, exigir demasiado.

De hecho, y con respecto al discutido proceso de
Doña Mariana Montenegro
, los pobladores de la recién nacida capital de La Española se hallaban divididos en dos facciones: la de los que opinaban que era víctima de una sucia maquinación detrás de la cual se encontraba el Capitán León de Luna, y la de quienes consideraban que no era más que una bruja extranjera a la que convenía flambear antes de que atrajera nuevas desgracias sobre sus cabezas.

El innegable interés con que la princesa Anacaona intercedió en defensa de su consejera y amiga, en nada cambió el fiel de la balanza, dado que si bien un buen número de los más antiguos miembros de la comunidad continuaban admirando y respetando a la hermosa viuda del temido cacique Canoabó, para la mayoría de los recién llegados la mítica
Flor de Oro
no era más que una «salvaje» de licenciosas costumbres, miembro demasiado destacado de una raza inferior y despreciable.

Muchos incluso se preguntaban cómo era posible que se le permitiera continuar gobernando la rica provincia de Xaraguá, y el propio Gobernador Bobadilla sufría continuas presiones por parte de sus más intransigentes «asesores» para que le despojase de todos sus privilegios reduciéndola a su auténtica condición de «sucia indica» sin derechos.

Las severas «Ordenanzas Reales» que especificaban que los aborígenes debían disfrutar de idéntico trato que los castellanos, con la explícita obligación por parte de las autoridades de respetar su vida, honor y hacienda, seguían convirtiéndose en papel mojado en cuanto quedaban atrás las costas de Cádiz, y si bien Bobadilla no se atrevió nunca a imitar a los Colón enviándolos como esclavos a la Corte, aceptó sin recato que en la propia isla fueran utilizados como siervos, siempre que ello le reportara beneficios económicos.

Habían transcurrido poco más de nueve años desde el día en que los vigías de la
Santa María
avistaran la hermosa isla, y ya podía considerarse que sus antaño numerosos y pacíficos habitantes estaban irremisiblemente condenados a la desaparición y el olvido.

Guerras justificadas, injustificables razzias y desoladoras epidemias habían diezmado de tal forma a los desconcertados «haitianos», que los pocos que aún mantenían un ápice de orgullo habían optado por huir a las montañas, mientras los más débiles se conformaban con convertirse en perros falderos de los recién llegados.

Al igual que sus sufridos antepasados aceptaban que cuando caían en manos de los caribes su destino era el de ser cebados para acabar sirviendo de banquete en una orgía de sangre y muerte, la mayoría de los pacíficos arawaks se resignaba al nuevo destino de transformarse en forzados peones de las minas, criados para todo, u objetos sexuales con destino a prostíbulos de tercera categoría.

Y es que incluso en el concretísimo marco de las casas de lenocinio se había establecido ya una escala racista a lo largo de aquel primer decenio de agitada vida dominicana, dado que en la más selecta, la regentada por Leonor Banderas, no se admitían pupilas indígenas, judías o moriscas, mientras los burdeles del puerto aparecían dominados casi en exclusiva por estas últimas, dejando para las hediondas aborígenes, los abiertos bohíos del final de la playa, hacia poniente.

Casos como el ex Alcaide Miguel Díaz, que tenía a orgullo el hecho de haberse casado legalmente con la
India Isabel
, resultaban cada día menos frecuentes, pues con la llegada de las primeras «damas», esposas o hermanas, la mayoría de ellas de militares y funcionarios de poca monta, comenzó a tomar cuerpo una nueva forma de «moralidad» que traía de Europa todo lo falso y lo retrógrado, habiendo olvidado en la orilla opuesta del océano cuanto hubiera podido resultar beneficioso.

Para una mujer vieja, gorda y sucia, que apestaba a entrepierna sudando a mares dentro de un grueso corsé de paño pensado para los fríos de la meseta castellana, contemplar a una voluptuosa criatura veinteañera corretear desnuda y libre por las abiertas playas del mar de los Caribes, constituía no ya el más terrible de los pecados, sino, sobre todo, la más insoportable de las ofensas personales.

Tales «damas» necesitaban expulsar cuanto antes a aquellas «Evas» del paraíso, y para conseguirlo se aliaron de inmediato con unos frailes ansiosos de alzar su espada vengadora contra todo lo que significase fornicación y libertinaje, que era, a decir verdad, lo que buscaban muchos de los recién llegados.

Santo Domingo, anárquica, desorganizada, ambiciosa y explosiva, crecía como un tumor incontrolable sin que nadie tuviese muy claras las razones de su existencia o su futuro, pues si bien resultaba evidente que se había convertido en la auténtica cabeza de puente de España en «Las Indias», la Corona aún no había decidido cuál tenía que ser su misión en el Nuevo Mundo, limitándose a ir a remolque de los acontecimientos, y a beneficiarse lo más posible de sus innegables riquezas.

Las iniciativas tenían que partir de grupos económicos o individuos aislados, y los Reyes las autorizaban o no sin arriesgar ni un maravedí en la empresa, como si lo único que continuara interesándoles fuese la posibilidad de encontrar la ruta hacia el Cipango y sin reparar en el hecho de que la colonización de un continente virgen podía resultar a la larga mucho más beneficiosa para todos.

El Gobernador Francisco de Bobadilla había venido a poner orden, no a «organizar», puesto que aunque muchos pudieran pensar que ambos conceptos eran en cierto modo similares, nada tenían en común en este caso, dado que las actuaciones se referían siempre a situaciones ya existentes sin decidirse jamás a plantear nuevas acciones.

Cabría afirmar que tras el tremendo esfuerzo militar que había significado la conquista de Granada, y el desastre social y político que acarreó la posterior expulsión de los judíos, Isabel y Fernando se habían vuelto conservadores, puesto que al haber quedado tan escuálidas las arcas reales, a la hora de mirar hacia el otro lado del océano era lógico pensar más en lo que de allí pudiera llegar en forma de oro y especias, que lo que allí había que enviar en forma de armas y alimentos.

Por todo ello, el asalto al Nuevo Mundo, y los planes de conquista de lo que habría de ser un gigantesco imperio, no tenían lugar en las salas de armas de palacios o fortalezas, ni aun en las antecámaras reales, sino en los burdeles y tabernas de aquel recién fundado villorrio que se movía más y más aprisa, entre vasos de vino y barraganas, que entre uniformes y legajos.

Quien quisiera tomarle el pulso a la «ciudad» o tener una leve idea de cuál sería el próximo paso a dar en la «Conquista», debía olvidarse por completo del Alcázar del gobernador o los despachos oficiales, para centrar su atención en «La Taberna de los Cuatro Vientos» o en los animados salones del lupanar de Leonor Banderas, donde se hablaba del ansiado regreso de Alonso de Ojeda, la arriesgada expedición de Rodrigo de Basodas, las nuevas rutas descubiertas por Pinzón, el magnífico mapa que acababa de perfilar «Maese» Juan de la Cosa, la fantástica mina de oro que alguien había creído descubrir en alguna isla perdida en alguna parte, y la ingente cantidad de perlas que se estaban pescando en Cubagua y Margarita.

Se vendían al propio tiempo misteriosos planos de tesoros indígenas, «derroteros» secretos que llevaban hasta las puertas mismas del palacio del Gran Khan, o cargamentos de especias que estaban aguardando a que alguien quisiera ir a buscarlos, a la par que se ofrecía la espada al servicio de cualquier causa productiva, una fidelidad a toda prueba, e incluso el alma si fuera necesario, con tal de conseguir una oportunidad de abandonar para siempre el hambre y la miseria.

Tanta era la necesidad por la que solían pasar los capitanes de fortuna que algún día llegarían a conquistar imperios, que era cosa sabida que el dueño de «La Taberna de los Cuatro Vientos», un cordobés grasiento que respondía al inapropiado nombre de Justo Camejo, guardaba en un sótano tal cantidad de espadas, dagas, arcabuces, y armaduras, que a lo largo de su dilatada vida podría haber armado por sí solo un ejército más poderoso que el de los propios reyes.

Las armas de Balboa, Cortés, Orellana, Pizarro o Valdivia, pasaron más de una noche en aquella oscura caverna como prenda de pago de una escuálida cena o un par de jarras del vino más barato, y a la vista de una penuria que en ocasiones rozaba los límites de la más negra miseria, no resultaba en absoluto sorprendente el hecho de que la avaricia de los miembros de la guarnición de «La Fortaleza» se hubiese disparado de improviso ante la posibilidad de repartirse los mil maravedíes de un loco absurdo que aseguraba estar en condiciones de acabar con una mula de un solo puñetazo.

Acudieron a pedir su experto consejo a un herrero que tenía fama de ser el hombre más fuerte de la isla pese a tener menos luces que su fragua en domingo, y el buen hombre fue de la opinión de que quien intentase partirle el cráneo a una mula con el puño desnudo, podría darse por manco hasta el fin de los tiempos.

—Pues él jura que lo ha hecho —argumentó el Alférez Pedraza.

—Jurar cuesta muy poco —gruñó el herrero entre dientes, puesto que podría creerse que ni a abrir del todo la boca había aprendido—. Me gustaría ser testigo de semejante hazaña. —Y contribuyó con veinte maravedíes a cubrir esa apuesta.

Ya eran más de seiscientos los que habían conseguido reunir entre oficialidad y tropa, y el propio Alférez Pedraza, que era uno de los más interesados en conseguir que el singular negocio fuera adelante, intentó vanamente que el acaudalado Capitán De Luna aportase la suma que aún faltaba para enfrentarse al gomero.

—¿Quién decís?

—Guzmán Galeón, un alcarreño nuevo en la isla que parece dispuesto a jugarse cuanto tiene.

—Jamás oí hablar de él, ni de nadie que arriesgase tal suma en tal empeño, pero si no es capaz de hacerlo, no creo que haya venido tan lejos para perder su dinero, y si en verdad lo hace, no he venido yo hasta aquí para perder el mío.

—Pero es dinero fácil —protestó Pedraza—. ¿Cómo podéis imaginar que alguien triunfe en tan absurdo intento?

—Siempre aprendí a desconfiar del dinero fácil, pues acostumbra a transformarse en fácil para otros —puntualizó el Vizconde de Teguise, dando por concluida la charla—. He sido testigo de tantas cosas absurdas por estos pagos, que prefiero mantenerme al margen de ganancias fantasiosas y negocios poco claros.

Se continuó la búsqueda de capital por otra parte, pero podría creerse que no había forma humana de reunir los últimos trescientos maravedíes, y los más convencidos comenzaban a desesperarse ante la posibilidad de dejar escapar un oro que ya casi les quemaba las manos.

—Podríais reducir la apuesta a setecientos —argumentaron, intentando convencer en vano a
Cienfuegos
—. Es todo cuanto tenemos.

—Mil es mi precio —insistió inflexible el gomero—. Me juego el brazo.

—Lo que ocurre es que no queréis intentarlo —insinuó el Sargento ronco que parecía a punto de atragantarse por la ira—. ¿Qué más da setecientos que mil?

—Da trescientos —fue la burlona respuesta de
Cienfuegos
, que observó uno por uno los ansiosos rostros de sus contertulios, y por último añadió como quien hace una generosísima oferta—; pero podría fiaros.

—¿Fiarnos?

—¡Exactamente!

—¿Queréis decir que confiaríais en nuestra palabra?

—En vuestra firma, más bien —especificó el otro muy claramente—. Yo abonaría mis pérdidas al contado, pero a la hora de cobrar, si es que gano, me conformaría con esos setecientos maravedíes, y el resto en pagarés a un mes vista.

—¡Bromeáis!

—Ya os advertí que jamás bromeo en asuntos de dinero. Traed a un escribano y puntualizaremos los términos.

Tantas facilidades dieron que pensar a más de uno, que comenzó a preguntarse si no estaría cayendo en la trampa de un superhombre habituado a resolver a su favor tan arriesgados lances, y cuando tres soldados y un sargento insinuaron la posibilidad de retirar su parte del dinero, con lo cual las cosas se ponían aún más difíciles, el Alférez Pedraza condujo al grupo a las cuadras de «La Fortaleza», invitándoles a que golpeasen, uno por uno, a la más enclenque de las mulas.

Lo único que consiguieron fue enfurecer al animal que comenzó a lanzar coces y dentelladas, sin que la docena larga de puñetazos que recibiera en la testuz parecieran levantarle apenas algo más que un ligero dolor de cabeza.

Aunque para dolor, el que experimentaron sus agresores en los nudillos, ya que concluyeron por tomar asiento sobre la paja de un rincón de la cuadra, a soplarse los dedos y convencerse los unos a los otros de que golpear un hueso de aquel grosor significaba tanto como patear un muro de piedra.

—¿De acuerdo, entonces? —insistió Pedraza.

—De acuerdo.

—¿Cuándo?

—El sábado.

—¿Dónde?

—Aquí mismo.

El canario
Cienfuegos
aceptó de buen grado el lugar y la fecha, presentándose a media mañana del sábado siguiente, con su bolsa de oro y su mejor sonrisa, ante una amazacotada «Fortaleza», en cuya puerta le aguardaban una treintena de nerviosos apostantes, un escribano cargado de legajos y un pequeño grupo de impacientes curiosos que se las habían ingeniado para presenciar gratis el insólito espectáculo.

El gomero recorrió con aire distraído el ancho patio aunque procurando grabarse en la memoria todo y cada uno de sus detalles, intentando adivinar tras cuál de aquellos enrejados ventanucos encerrarían a la mujer que tanto amaba.

Se mostraba tranquilo y relajado, como si se encaminase a una amistosa partida de dados, charlando y bromeando con Pedraza con tal sencillez y naturalidad, que nuevamente a más de uno se le encogió el corazón ante la idea de que sus escasos ahorros pudieran volatilizarse en cuestión de minutos.

La cuadra era muy amplia, y se habían abatido además cuatro mamparos para acondicionar un espacio en el que todos pudieran sentirse a gusto sin perder detalle de cuanto pudiera ocurrirle al robusto animal que permanecía amarrado a una estaca.

—¡Hermosa bestia! —exclamó
Cienfuegos
al verla—. ¡Lástima!

Depositó la bolsa sobre una pequeña mesa tras la que se sentaba el escribano que había colocado ante él los setecientos maravedíes y los correspondientes pagarés que avalaban el resto, y una vez concluidas las comprobaciones llegándose al acuerdo de que las cuentas estaban en perfecto orden, el cabrero se despojó de la camisa dejando al descubierto su fibroso cuerpo de atleta.

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