Breve historia de la Argentina (13 page)

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Authors: José Luis Romero

Tags: #Historia

BOOK: Breve historia de la Argentina
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En ochenta años se constituyeron y organizaron universidades, academias y sociedades científicas que estimularon la investigación y el saber. El país ha tenido filósofos profundos como José Ingenieros, Alejandro Korn y Francisco Romero; investigadores científicos como Florentino Ameghino, Miguel Lillo y Bernardo Houssay; pintores y escultores ilustres como Martín Malharro, Rogelio Yrurtia, Lino Spilimbergo y Miguel Victorica; escritores insignes como Leopoldo Lugones, Roberto Payró, Enrique Banchs, Ezequiel Martínez Estrada y Jorge Luis Borges. En el seno de una sociedad heterogénea y entre el fragor de la lucha entre los opuestos, se hace poco a poco una Argentina que busca su ordenamiento económico social y una fisonomía que exprese su espíritu.

Capítulo X
L
A
R
EPÚBLICA LIBERAL (1880-1916)

Desde que Julio A. Roca llegó al poder en 1880 las minorías dominantes dieron por terminadas sus rencillas internas y aceptaron el plan que el presidente consignó en dos palabras: «Paz y administración». De acuerdo con él evitaron los conflictos políticos mediante prudentes arreglos y se dedicaron a promover la riqueza pública y privada. Las ocasiones fueron tantas que desataron en muchos una inmoderada codicia y muy pronto las minorías adquirieron el aire de una oligarquía preocupada tan sólo por sus intereses y privilegios.

A medida que se hibridaba la población del país con los aportes inmigratorios, la oligarquía estrechaba sus filas. El censo de 1895 acusó un 25% de extranjeros y el de 1914 un 30%; de ellos, la inmensa mayoría eran los inmigrantes de los últimos tiempos que llegaban en gruesos contingentes: más de 1.000.000 en el decenio 1880-1890, 800.000 en el decenio siguiente y 1.200,000 sólo en los cinco años anteriores a 1910. En esta situación celebraría el país el centenario de su independencia. La oligarquía se sentía patricia —aun sin serlo demasiado— frente a esta masa heterogénea que se iba constituyendo a su alrededor, subdividida en colectividades que procuraban mantener su lengua y sus costumbres con escuelas y asociaciones y, en conjunto, ajena a los viejos problemas del país excepto en aquello que lindaba con sus intereses inmediatos. Ese espectáculo parecía justificar que la oligarquía se preocupara por sí misma y cada uno de sus, por su propia existencia, desenvuelta en el ámbito de los clubes aristocráticos y volcada hacia la política o hacia el goce estético. Pero mientras ella estrechaba sus filas el país crecía. De 3.995.000 habitantes que acusaba el censo de 1895 había pasado en 1914 a 7.885.000. Este crecimiento acusaba ciertos rasgos singularísimos. Las zonas del Este del país, fértiles llanuras próximas a los puertos, acogieron más del 70% del aumento de la población; Rosario, que apenas tenía 23.000 habitantes en 1869 alcanzaba a 91.000 en 1895 y a 222.592 en 1914; y Buenos Aires pasó de 663.000 en 1895 a 1.575.000 en 1914.

Esta transformación demográfica del país respondía a los intensos cambios económicos que se habían producido desde que comenzaron a refinarse los ganados vacuno y ovino y a extenderse las áreas de cultivos de cereales. En 1883 se instalaron los primeros frigoríficos argentinos, que al cabo de poco tiempo fueron sobrepasados por los que se crearon con capitales británicos y norteamericanos para servir a las demandas del mercado inglés. A las exportaciones de ganado en pie se agregaron entonces las de carnes congeladas, cuyo volumen se intensificó considerablemente en poco tiempo. Por la misma época la producción de cereales comenzó a exceder los niveles del consumo interno y se pudo empezar a exportarlos con tal intensidad que, en el quinquenio comprendido entre 1900 y 1904, las cifras del comercio exterior revelaron una equivalencia entre la exportación de productos ganaderos y de productos agrícolas, cuando veinte años antes la ganadería superaba trece veces el volumen de la agricultura. Este vasto desarrollo de la producción agropecuaria se cumplió en las viejas estancias que se modernizaron utilizando reproductores de raza, pero también en las chacras, generalmente arrendadas, que explotaban agricultores italianos o españoles en las provincias litorales. La cría de la oveja, entre tanto, retrocedía hacia las tierras recientemente incorporadas a la producción en los territorios de La Pampa y Río Negro, donde, como en el resto del país, se constituyeron grandes latifundios.

El intenso trajín que se advertía en los puertos —en Buenos Aires, en Rosario, en La Plata, todos de aire cosmopolita—, obligó a emprender las obras que los capacitara para soportar su creciente movimiento. En 1890 se inauguraron los trabajos del puerto de La Plata y de una sección del de Buenos Aires, quedando concluido este último siete años después. Continuó, entre tanto, la prolongación de la red ferroviaria, que comenzó a caer dentro del monopolio de los capitales ingleses por la deliberada decisión del gobierno, según el principio de que sólo las rutas improductivas debían ser explotadas por el Estado, en tanto que las productivas debían quedar libradas al capital privado. Esa opinión correspondía a la política económica liberal que defendieron, sobre todo, Roca y su sucesor Juárez Celman, en virtud de la cual convenía a la nación ofrecer a los inversores extranjeros las más amplias facilidades con el objeto de que acudieran a estimular el desarrollo de las posibilidades económicas que el país no podía encarar con sus propios recursos. Garantizadas las inversiones, los grupos financieros extranjeros ofrecieron al Estado argentino sucesivos empréstitos: 12 millones entre 1880 y 1885, 23 millones entre 1886 y 1890, 34 millones entre 1891 y 1900, y realizaron cuantiosas inversiones en explotaciones bastante productivas cuya vigilancia ponía en manos de los inversores un decisivo control sobre la vida nacional. Quedaron en su poder los dos grandes sistemas industriales de carácter moderno que se habían organizado hasta entonces: los ferrocarriles y los frigoríficos; pero al mismo tiempo surgieron entre 1880 y 1890, especialmente en Buenos Aires, otras industrias menores desarrolladas con capitales medianos, especialmente en el campo de las artes gráficas, de la alimentación, de la construcción y del vestido. En unas y en otras comenzaron a crearse condiciones distintas de las tradicionales para los obreros asalariados que trabajaban en ellas. Largas jornadas y, sobre todo, salarios que disminuían en su poder adquisitivo a medida que crecía la inflación provocada por la crisis financiera que culminó en 1890, determinaron el desencadenamiento de los primeros conflictos sociales y la aparición de nuevas e inusitadas tensiones en la vida argentina.

A través de estos fenómenos comenzaron a advertirse las primeras consecuencias del intenso cambio provocado por la política económico-social que habían adoptado las minorías dirigentes. Julio A. Roca, presidente desde 1880 hasta 1886, se propuso acelerar el proceso, apoyado en la opinión de las clases tradicionales del país, cada vez más definidas en sus tendencias y cada vez más claramente enfrentadas con la masa heterogénea que las rodeaba, mezcla de inmigrantes y de criollos. Los partidos porteños —el liberal y el autonomista— quedaron reducidos a la impotencia frente a la organización del vasto e informe Partido Autonomista Nacional, que se constituyó con las oligarquías provincianas, cuya indiscutida jefatura asumió el propio Roca, y al que se fueron incorporando los grupos que desertaban de los viejos partidos faltos de perspectivas de poder. Disminuida con la falta de su capital tradicional, la provincia de Buenos Aires perdió buena parte de su influencia, y desde La Plata, fundada en 1882 por el gobernador Dardo Rocha, contemplaba impotente el predominio de la alianza provinciana en el gobierno nacional.

Los ingentes gastos fiscales que demandaba la aceleración del cambio económico, la construcción de los puertos, de los ferrocarriles, de los edificios públicos, alteraron la estabilidad monetaria del país; comenzó una incontenible inflación que, sumada a la arbitrariedad con que se manejaron los créditos bancarios y al creciente desarrollo de la especulación con los valores de la tierra, provocó una difícil situación que Roca quiso resolver con la ley monetaria de 1881. Pero no por eso cesó la emisión de papel moneda y la crisis siguió avanzando. El gobierno, sin embargo, confiaba en el libre juego de las fuerzas económicas, de acuerdo con su doctrina liberal. Precisamente, fue esa misma doctrina la que inspiró otras medidas que entrañaron otros cambios no menos importantes en la organización del país.

En medio de las mayores dificultades financieras, el gobierno resolvió transformar ciertos aspectos del régimen institucional. Después de apasionadas polémicas y de violentos debates parlamentarios, fue aprobada en 1884 la ley de creación del Registro Civil, por la cual se encomendaba al Estado el registro de las personas, confiado antes a la institución eclesiástica; la Iglesia y los sectores católicos se opusieron enérgicamente, pero la ley fue sancionada por la nación y adoptada luego por todas las provincias. Ese mismo año se enfrentó un problema de mayor trascendencia aún: el de la educación popular, que también originó largas controversias; los sectores católicos se levantaron violentamente contra el principio del laicismo que inspiraba el proyecto oficial, pero la ley 1420 de educación obligatoria y gratuita fue aprobada. No menos trascendental fue la sanción de la ley proyectada por Nicolás Avellaneda, que consagró en 1885 el principio de la autonomía de las universidades. Y cuando algunos años más tarde se estableció el matrimonio civil, quedó concluido el proceso de renovación institucional. Pero desde entonces también quedaron divididas las clases tradicionales en sectores ideológicos: liberales por una parte y católicos por la otra, división que se proyectaría al cabo de poco tiempo en las luchas políticas.

Roca mantuvo sin embargo su autoridad y, sobre todo, el manejo de los hilos que movían la política electoral. Para las elecciones de 1886 logró imponer la candidatura de Miguel Juárez Celman, con quien estaba estrechamente vinculado y al que sabía partícipe de sus ideas. Pero Juárez Celman estaba decidido a ejercer también él a su turno no sólo la presidencia de la Nación, sino también la jefatura del Partido Autonomista Nacional. Llegado al poder, exigió el incondicionalismo de sus partidarios y promovió con ello la formación de un frente político cuyos miembros aprovecharon impúdicamente las difíciles circunstancias del momento para obtener ventajas con el crédito y la especulación. El naciente proletariado industrial comenzaba por entonces a exigir mejoras y manifestaba su inquietud a través de huelgas reiteradas que sacudían la aparente paz. Eran generalmente obreros extranjeros quienes las desencadenaban, y la política comenzó lentamente a variar de contenidos gracias a las ideas y al lenguaje que introdujeron esos inmigrantes urbanos que habían adquirido en sus países de origen cierta preparación revolucionaria. En las clases tradicionales no se advirtió respecto de ellos, al principio, sino indiferencia, o acaso desprecio, juzgándolos desagradecidos frente a la hospitalidad que les había ofrecido el país; pero la inquietud obrera creció hasta transformarse en un problema inocultable al calor de la inflación que provocaba la disminución de los salarios reales, y coincidió con la inquietud de los grupos políticos que disentían con el «unicato» presidencial y se preparaban para abrir el fuego contra el gobierno.

A principios de 1890 un club socialista compuesto por obreros alemanes promovió la formación de un «comité internacional» para organizar en Buenos Aires la celebración del 1° de mayo. El acto reunió a casi tres mil obreros y en él se echaron las bases de una organización de trabajadores que, en el mes de junio, presentó al Congreso un petitorio exponiendo las aspiraciones de los obreros en la naciente organización industrial del país. Poco antes, en otro lugar más céntrico de la capital, los grupos políticos adversos al juarismo habían celebrado otro mitín en el que había quedado fundada la Unión Cívica bajo la presidencia de Leandro N. Alem. Era un nuevo partido, ajeno, por cierto, a las inquietudes que en esos días manifestaba el incipiente movimiento obrero, y que encarnaba las aspiraciones republicanas y democráticas de un sector de las clases tradicionales y de los círculos de clase media que empezaban a interesarse por la política. Así nacieron, casi al mismo tiempo, dos grandes movimientos de distinta índole, uno que aspiraba a representar a las clases medias y otro que quería ser la expresión de la nueva clase obrera.

La Unión Cívica formó a su alrededor un fuerte movimiento de opinión. La inspiraba una juventud que anhelaba el perfeccionamiento de las instituciones y que pretendía alcanzar el poder, venciendo la resistencia de las minorías que se consideraban depositarias de los destinos del país y que resolvían sobre ellos indistintamente en los despachos oficiales o en los elegantes salones del Jockey Club, fundado en 1882 por Carlos Pellegrini.

Pero la inspiraba también el grupo de Mitre, hecho a un lado por las oligarquías provincianas, y el grupo católico encabezado por José Manuel Estrada, hostil al régimen por la actitud resuelta de Roca y de Juárez Celman frente a la Iglesia Católica. Gracias a sus numerosas ramificaciones, la Unión Cívica se atrajo muchas simpatías y consiguió la adhesión de algunos grupos militares, con cuyo apoyo desencadenó una revolución el 26 de julio de 1890. Dueños del Parque, los revolucionarios creyeron triunfar, pero el gobierno pudo neutralizarlos y el movimiento fue sofocado. No obstante, el desprestigio del régimen quedó al descubierto: poco después el presidente Juárez Celman se vio obligado a renunciar y asumió el mando el vicepresidente Carlos Pellegrini.

Aunque sólo política en apariencia, la crisis era fundamentalmente económica. Durante dos años, Pellegrini se esforzó por resolver los problemas financieros del país, pero la conmoción era más profunda de lo que parecía. En 1891 quebraron el Banco Nacional y el Banco de la Provincia de Buenos Aires, arrasando con las reservas de los pequeños ahorristas, destruyendo el sistema del crédito y comprometiendo las innumerables operaciones a largo plazo estimuladas unas veces por la confianza en la riqueza del país y otras por la fiebre especulativa que se había apoderado de vastos círculos. Julián Martel describió en
La Bolsa
el vértigo colectivo que había arrastrado a tan dura catástrofe. Hasta los bancos extranjeros sufrieron las consecuencias de la crisis, y la casa Baring de Londres —uno de los emporios del mundo— amenazó con presentarse en quiebra si la Argentina no cumplía con sus compromisos. Fue necesaria toda la actividad de Pellegrini para restablecer el equilibrio financiero, y en diciembre de 1891 se fundó el Banco de la Nación para ordenar las finanzas y restablecer el crédito.

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