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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Bruja blanca, magia negra (22 page)

BOOK: Bruja blanca, magia negra
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Me quedé mirando cómo el pixie salía disparado fuera de control, y entonces, comprendiendo lo que pretendía hacer, revolví los papeles de Ivy buscando uno que no estuviera escrito por detrás y que no fuera a echar de menos.

—No tengo —respondí dándole la vuelta a un mapa del invernadero dibujado a mano y escribiendo en grande las letras del alfabeto en mayúsculas—. Me dan mala espina.

Sintiéndome algo mareada, coloqué el folio delante de Ford y retrocedí. Él me miró con expresión interrogante.

—Desliza los dedos por debajo de las letras —le expliqué—. Cuando percibas una sensación positiva, significará que es la inicial de su nombre. —A continuación eché un vistazo a la cocina, aparentemente vacía, y pregunté—: ¿Vale?

El amuleto adquirió un tono dorado en señal de confirmación y tomé asiento para ocultar mi temblor de rodillas. Aquello era muy, pero que muy extraño.

—Diría que está de acuerdo con tu propuesta —apuntó Ford, a pesar de que, por primera vez, parecía intranquilo.

Tras colocar el dedo índice bajo la «A», empezó a deslizarlo por las letras con deliberada lentitud. Me quedé mirando cuando se detuvo bajo una de ellas, y entonces reculé.

—Pe —dijo Ford.

De pronto me vino a la mente la imagen de Peter, y luego la de Piscary. El primero estaba muerto; el segundo, realmente muerto. En ambos casos, resultaba imposible. Pero ¿y si se trataba de Peter? Vivía como un no muerto, pero si su alma estaba en el purgatorio y yo conseguía devolverla a su cuerpo, ¿volvería a estar completo? ¿Era esa la solución para Ivy?

Me pasé la lengua por los labios y observé cómo Ford llegaba al final del alfabeto y comenzaba de nuevo.

—I —dijo. Tras unos instantes de vacilación, confirmó—: Eso es; i.

Yo solté una larga exhalación. Aquello excluía a Peter, pero ¿Piscary? Ford había dicho que se trataba de un fantasma benévolo, y el vampiro no lo había sido. A menos que se tratara de un truco. O, quizás, Piscary había sido un buen hombre antes de convertirse en vampiro. ¿Era posible que, una vez muertos, sus almas se renovaran en vez de desintegrarse? ¿Que regresaran a su estado anterior a que todo saliera mal?

Ford llegó al final y empezó de nuevo.

—E —dijo esta vez, en un tono aparentemente más relajado. Entonces, no era Piscary, y yo me sentí mejor.

—Pie —comentó Jenks con sarcasmo—. ¿No habrás matado a un algún podólogo y nos lo has estado ocultando, Rachel?

—Cierra la boca, Jenks —le espeté jadeante, inclinándome hacia delante.

El dedo de Ford se detuvo de nuevo, casi de inmediato.

—Erre —dijo, y yo sentí un escalofrío e inmediatamente una oleada de calor.
No. No puede ser

—¡Oh, Dios mío! —grité, poniéndome en pie de un salto. Jenks salió disparado hasta el techo ante mi repentino arrebato y Ford se tapó las orejas y cerró los ojos con expresión de dolor—. ¡Ya sé quién es! —exclamé con los ojos muy abiertos y el corazón latiéndome a mil por hora. No podía creerlo. Era impensable. Pero ¡tenía que ser él!

—¡Rachel! —me gritó Jenks colocándose a pocos centímetros de mi rostro mientras despedía destellos dorados—. ¡Basta ya! ¡Vas a matar a Ford!

Ford se llevó las manos a la cabeza y esbozó una sonrisa forzada.

—No pasa nada. Se trata de algo bueno. Para ambos.

Sin poder dar crédito, sacudí la cabeza y recorrí la cocina con la mirada.

—Increíble —musité. Entonces, alzando la voz, pregunté—: ¿Dónde estás? Creí que habías encontrado la paz. —Me detuve y, algo decepcionada, dejé caer los brazos—. ¿No bastó con que salvaras a Sarah?

Ford tenía la espalda apoyada en el respaldo de la silla, sonriendo como si estuviera presenciando una reunión familiar, pero Jenks estaba cabreadísimo.

—¿Con quién demonios estás hablando, Rachel? ¡Por el amor de Campanilla! Si no me lo dices ahora mismo, te pixearé.

Señalando con la mano hacia el vacío, me quedé en medio de la cocina, todavía incrédula.

—Pierce —respondí mientras el amuleto de Ford despedía un fuerte resplandor—. Se trata de Pierce.

9.

La caja polvorienta que me había traído mi madre el pasado otoño estaba prácticamente vacía. Una espantosa camiseta de Disneyland de tamaño reducido, un puñado de baratijas, mi viejo diario, que había empezado poco después de la muerte de mi padre y que me sirvió para comprender que el dolor se podía revivir una vez que lo ponías por escrito, los libros que anteriormente llenaban la caja se encontraban en la cocina, pero el enigmático manual de líneas luminosas de nivel 800 que me había regalado Robbie para el solsticio de invierno no se encontraba entre ellos. En realidad, no esperaba encontrarlo allí, pero tenía que comprobarlo antes de ir a casa de mi madre y provocar que se pusiera de los nervios cuando emprendiera su búsqueda en el ático. Tenía que estar en alguna parte.

Sin embargo, no estaba en mi armario y, poniéndome en cuclillas, me retiré un largo mechón rizado de los ojos y suspiré, mirando a la vidriera de una sola hoja de mi ventana y que en aquel momento presentaba un aspecto opaco por la oscuridad de la noche. Sin el libro, no tenía ninguna posibilidad de volver a realizar el hechizo que había llevado a cabo ocho años atrás para otorgar a un espíritu del purgatorio un cuerpo temporal. Además, también me faltaban unos cuantos útiles de líneas luminosas difíciles de encontrar. Por no hablar de que el hechizo requería una cantidad ingente de energía comunal.

Bastaría encontrarse en el cierre del círculo de Fountain Square en el solsticio. Lo sabía por experiencia, pero el solsticio ya había pasado. Yo tenía la entrada prohibida al campo de los Howlers, de manera que estaba descartado, incluso aunque celebraran un partido bajo la nieve. Lo mejor era confiar en la fiesta de Año Nuevo. No cerraban el círculo, pero se celebraría una fiesta y, cuando la gente se ponía a cantar
Auld Lang Syne
, la energía fluía. Tan solo disponía de tres días para reunirlo todo. La cosa no pintaba nada bien.

—¡Qué fuerte! —comenté. Al oír mis palabras, Jenks, que descansaba en el tocador entre mis perfumes, agitó con fuerza las alas produciendo un sonoro zumbido. El pixie no se había separado de mi lado desde que habíamos descubierto que teníamos un fantasma, lo que me resultaba bastante extraño. Pierce llevaba casi un año en nuestra casa. Lo que no acababa de entender era el motivo por el que Jenks parecía tan molesto.

A pesar de que había pasado más de una hora, Ford seguía en la cocina, hablando letra a letra con Pierce. Yo lo escuchaba en la distancia, mientras preparaba rápidamente un buen puñado de amuletos localizadores que utilizaban magia terrestre. Hubiera resultado más sencillo recurrir a la maldición, pero no pensaba hacer uso de la magia demoníaca delante de Ford. Tenía el presentimiento de que me había equivocado en algo durante la realización del complejo hechizo pues, desde que había invocado la primera poción con una gota de mi sangre y la había vertido sobre el amuleto, no había sucedido nada. Lo más probable era que Mia se encontrara fuera de su radio de actuación, que era de cuatrocientos kilómetros, pero debería haber percibido algún olor.

—¿Crees que el libro se quedó en casa de tu madre? —preguntó Jenks, moviendo las alas a toda velocidad, a pesar de que no se había apartado de mi tocador. A lo lejos se escuchaba el alboroto de sus hijos mientras jugaban con Rex, y me pregunté cuánto tiempo tardaría la gata en correr a esconderse.

—Esta noche lo averiguaré —resolví con firmeza mientras cerraba de nuevo la caja y la introducía entre un motón de botas—. Debí olvidarlo durante la mudanza —añadí estirando la espalda para liberar las contracturas—. Debe de estar en el ático, junto con todo lo necesario para realizarlo.
Espero
.

A continuación me puse en pie y eché un vistazo al despertador. Tenía que estar en casa de Marshal en menos de una hora. Habíamos pensado reunirnos allí e ir juntos a casa de mi madre para que se pareciera más a una cita. No iba a ser nada fácil encontrar una excusa para subir al ático, pero Marshal podría ser de utilidad. No quería preguntarle a mi madre por el libro. La primera vez que lo había utilizado me había metido en un buen lío con la SI.

Con los brazos en jarras, me quedé mirando el inusual aspecto del fondo de mi armario. Había zapatos y botas por todas partes, y la idea de Newt poseyéndome se apoderó de mí. De pronto, presa de los nervios, empujé la caja hasta el fondo y, lentamente, empecé a colocar las botas en su sitio.

Jenks emprendió el vuelo desplegando las alas para alcanzar la parte superior del tocador, y su rostro adquirió una expresión preocupada.

—¿Y por qué quieres darle un cuerpo? Al fin y al cabo, ni siquiera sabes qué está haciendo aquí. ¿Cómo es que Ford no se lo ha preguntado todavía? ¿Eh? ¡Ha estado espiándonos!

Preguntándome a qué se debía aquella actitud, levanté la cabeza.

—Jenks, Pierce lleva cien años muerto. ¿Qué motivos podría tener para espiarnos? —le pregunté malhumorada, colocando de un codazo la última de las botas.

—Y si no está espiándonos, ¿por qué demonios está aquí? —preguntó Jenks cruzando los brazos con actitud beligerante.

Con la mano en la cadera, agité el brazo irritada.

—¡No lo sé! Tal vez porque en una ocasión lo ayudé y piensa que podría hacerlo de nuevo. Es a eso a lo que nos dedicamos, ¿sabes? ¿Se puede saber qué demonios te pasa, Jenks? Llevas toda la noche refunfuñando.

Con un suspiro, el pixie dejó de mover las alas, que adquirieron un aspecto sedoso similar al de las telarañas.

—Todo esto no me gusta un pelo —dijo—. Lleva un año observándonos. Hurgando en tu teléfono.

—Intentaba llamar mi atención.

En aquel momento se produjo un cambio de presión y las pisadas de Ivy retumbaron en el santuario.

—¿Ivy? —exclamó Jenks antes de salir disparado.

Al oír los pasos de mi compañera de piso, empecé a arrojar los zapatos en el interior del armario con intención de cerrarlo antes de que me ofreciera ayuda para ordenarlo. Entonces rememoré la noche del solsticio, intentando recordar el hechizo. Había visto a Robbie coger el curioso cuenco rojo y blanco poco profundo antes de que saliéramos corriendo en dirección a Fountain Square. Pero no sabía lo que había hecho con él desde ese momento hasta que Pierce y yo fuéramos a la casa del vampiro y rescatásemos a la chica. Para cuando tuve fuerzas suficientes para ponerme en pie, la cocina estaba recogida, y di por hecho que los aparejos de líneas luminosas de papá se encontraban de nuevo en el ático. Desde entonces, no había vuelto a ver el libro. Mi madre no había hecho ningún comentario sobre el hecho de que hubiera invocado a un alma del purgatorio, y hubiera sido típico de ella esconderlo todo para evitar que volviera a hacerlo. Especialmente, cuando mi verdadera intención era invocar a mi padre, y no a un joven que había sido enterrado vivo a mediados del siglo
XVII
acusado de brujería.

En aquel momento divisé la sombra de Ivy, que pasaba por delante de mi puerta, mientras que Jenks se había convertido en un pequeño destello situado en su hombro mientras susurraba algo en tono alarmado.

—¡Hola, Ivy! —exclamé dándole una patada al último de los zapatos e intentando cerrar la puerta del armario. A continuación, consciente de lo poco que le gustaban las sorpresas, añadí—: Ford está en la cocina.

Desde la habitación de Ivy se escuchó un preocupado «Hola, Rachel» e, inmediatamente después, un lacónico «¡Quítate de en medio, Jenks!», seguido por un leve empujón.

—¡Eh! ¿Dónde está mi espada?

Alcé las cejas y, tras meter mis zapatillas de estar por casa bajo la cama de una patada, me dirigí al vestíbulo.

—La última vez que la engrasaste, la dejaste en las escaleras del campanario. —Entonces, tras unos segundos de vacilación, pregunté—: ¿Qué pasa?

Ivy se dirigía de nuevo hacia el santuario, ondeando su largo abrigo invernal, y haciendo sonar sus botas deliberadamente sobre el suelo de madera. Jenks volaba de espaldas frente a ella, moviéndose hacia delante y hacia atrás sin dejar de despedir destellos dorados. Cuando me lo hacía a mí, conseguía sacarme de quicio y, por la rigidez con que movía los brazos, imaginé que a Ivy le sucedía lo mismo.

—¡Es un fantasma, Ivy! —chilló—. Rachel lo invocó cuando era una niña y ha vuelto.

Apoyándome en el marco de la puerta con los brazos cruzados, le espeté:

—No era ninguna niña. Tenía dieciocho años.

De pronto, las chispas que desprendía se tornaron plateadas.

—Y está colado por ella —añadió.

¡
Por el amor de Dios
!, pensé perdiéndolos de vista en el oscuro vestíbulo, excepto por la luz que despedía Jenks.

—¿Tenemos un fantasma salido? —preguntó Ivy, ligeramente divertida.

Entorné los ojos.

—Esto no tiene ninguna gracia —respondió Jenks con brusquedad.

—¡No está salido! —dije alzando la voz, sobre todo por la vergüenza que me estaba haciendo pasar Jenks. Lo más probable era que Pierce lo estuviera oyendo todo—. Es un buen tipo.

No obstante, mi mirada se tornó distante al recordar los ojos de Pierce, su fulgurante color negro, y el escalofrío que sentí cuando me besó en el porche de mi casa, decidido a capturar al malvado vampiro y convencido de que conseguiría que me quedara al margen.

Sonreí, recordando mi antigua inexperiencia en cuestiones del corazón. Tenía dieciocho años, y estaba prendada de un carismático brujo con ojos de granuja. No obstante, aquello había sido un punto de inflexión en mi vida. Juntos habíamos salvado a una pobre niña de las garras de un vampiro pedófilo, el mismo que había hecho que le enterraran vivo en el siglo
XVII
, lo que me pareció una bonita forma de justicia poética. En su momento pensé que este hecho habría bastado para que su alma descansara en paz, pero, por lo visto, no había sido así.

Aquella noche me había sentido viva por primera vez. El subidón de adrenalina y de endorfinas había provocado que mi cuerpo, que todavía se estaba recuperando de la enfermedad, se sintiera… normal. Fue entonces cuando me di cuenta de que estaba dispuesta a arriesgarlo todo con tal de sentirme así en todo momento. Y la mayoría de los días lo había conseguido.

La ágil figura de Ivy cruzó el lúgubre vestíbulo como si fuera un espectro en dirección a donde me encontraba, seguida por una estela de pixies que la acribillaban a preguntas. En su mano sujetaba la espada enfundada, y la preocupación me invadió.

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