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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Bruja blanca, magia negra (17 page)

BOOK: Bruja blanca, magia negra
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La expresión de Edden se volvió tensa.

—¿Y si así fuera?

Con el gesto contraído, me puse a manosear el informe. Sí, a mí también me dejaba un mal sabor de boca.

—Según la empleada de la SI con la que he hablado —explicó Edden— llevan casi dieciocho meses siguiéndole el rastro. Todo empezó con varias muertes simultáneas que, por lo visto, coinciden con el nacimiento de Holly. Probablemente, fue entonces cuando mataron a los Tilson. Además de retorcida, la señora Harbor es muy inteligente y conoce la ciudad como la palma de su mano. Prácticamente, lo único que tenemos a nuestro favor es que no dejará la ciudad. Las banshees tienen un gran sentido de la territorialidad, y suelen depender de las personas que han estado exprimiendo durante generaciones.

Yo empecé a agitar la pierna nerviosamente y me quedé mirando el informe que yo había redactado.

—¿Por qué me pediste que escribiera esto si ya lo sabías todo? —le pregunté ofendida.

—Ayer todavía no lo sabía. Y tú estabas durmiendo, Rachel —respondió secamente. Acto seguido, tras esconder su ligero sentimiento de culpa tras un trago de café, continuó—: Esta mañana he hablado con una tal Audrey nosequé que trabaja en los archivos. Estaba dispuesta a hacerme rellenar un montón de impresos, hasta que dejé caer tu nombre.

Su expresión de preocupación fue reemplazada por una tenue sonrisa, y me relajé.

—La conozco —dije—. Puedes fiarte de lo que te haya dicho.

Edden soltó una carcajada que hizo que Jenks se pusiera a rezongar en sueños.

—Especialmente después de que le prometiera que le harías de canguro —dijo pasándose la mano por el bigote para esconder una sonrisa—. Estaba algo malhumorada. Vosotras, las brujas, no lleváis muy bien lo de trabajar antes de mediodía.

—No —respondí perdiendo la sonrisa. La última vez que la vi, Audrey tenía tres hijos. Mierda. Jenks iba a tener que ayudarme, de lo contrario me encerrarían en un armario o conseguirían engañarme para que les dejara comer chucherías.

—Según Audrey, lo más probable es que la red de personas de Mia sea tan intrincada que no pueda arriesgarse a abandonar Cincy. Si lo hiciera, sería mucho más fácil descubrir las muertes que sustentan a su hija, en lugar de permanecer ocultas después de haber sido seleccionadas cuidadosamente. —En aquel momento vaciló, y un atisbo de preocupación asomó a su rostro—. ¿Es eso cierto? Ya han matado a un agente de la AFI. Esa enfermedad degenerativa era probablemente Mia, ¿verdad?

Me hubiera gustado tomarle la mano como muestra de apoyo, pero estaba demasiado lejos. Tenía que ir a ver Glenn y echarle un vistazo a su aura. En realidad, no serviría de nada, pero quería saber si era ese el motivo por el que todavía no había recuperado el conocimiento.

—Lo siento muchísimo, Edden —dije finalmente—. Glenn se pondrá bien y nosotros los encontraremos. No vamos a permitir que piensen que pueden hacer algo así con total impunidad.

El capitán contrajo la mandíbula y luego la relajó.

—Lo sé. Solo quería oírte decir que tenemos una posibilidad y que no se han subido a un avión y están en México exprimiendo a un montón de niños hasta la extenuación.

Desde debajo de mi bufanda llegó un sonoro suspiro, y Jenks empezó a farfullar:

—El decimoprimer día de Navidad el amor de mi vida me regaló…

Yo le di un codazo a la pila de informes.

—¡Cállate! —dije. Y entonces, suavizando mi expresión, miré a Edden—. Los cogeremos. Te lo prometo.

El barboteo de Jenks aumentó de volumen, y cuando me di cuenta de que estaba pidiendo disculpas a Matalina, empecé a preocuparme. Hasta cierto punto, era menos desagradable que escuchar lo que hacían los tamborileros con los instrumentos del flautista, pero la sentida llantina que vino después fue casi peor.

—Entonces, ¿nos ayudarás? —preguntó Edden a pesar de que, en mi opinión, la pregunta resultaba bastante innecesaria.

Era una banshee, pero con la ayuda de Ivy, y un montón de horas planificándolo todo al detalle, podríamos conseguirlo.

—Veré qué podemos hacer —respondí intentando sofocar la promesa de Jenks de que, si se ponía bien, no volvería a tocar la miel. Todo aquello se estaba volviendo muy deprimente.

Sin quitarle ojo a mi bufanda, Edden se puso a revolver en el interior de un cajón. Entonces encontró lo que estaba buscando y extendió el brazo con el puño cerrado hacia abajo.

—Entonces necesitarás esto —dijo.

Tendí la mano para coger lo que quiera que fuese y, cuando sentí en la palma el suave tacto del cristal, di un paso atrás. Con el corazón a punto de salírseme del pecho, me quedé mirando la opaca gota de nada que se calentaba rápidamente al entrar en contacto con mi piel. Esperé a que me diera un calambre en la mano, a percibir su tacto peludo o a que se moviera, pero siguió allí como si nada, con el aspecto de uno de esos trozos de cristal baratos y brumosos que las brujas terrestres venden a los ignorantes humanos en el mercado de Finley.

—¿De dónde la has sacado? —pregunté, sintiéndome mareada, aunque más tranquila al ver que la lágrima no hacía nada—. ¿Es de Mia?

Daba la sensación de que se meneara en mi mano, y era todo lo que podía hacer para no dejarla caer, porque entonces me habría preguntado el porqué y podría habérmela quitado. Así que lo miré parpadeando, y los dedos se me pusieron rígidos como una cuna abierta.

—Encontramos todo un alijo en un florero de cristal como si fueran piedras decorativas —explicó Edden—. Pensé que tal vez podrías transformarla en un amuleto localizador.

Era una idea genial, así que me guardé el cristal en el bolsillo del abrigo, pensando que ya llevaba suficiente rato sujetando aquella cosa que no paraba de menearse. Liberé el aire de los pulmones, y el vacilante, casi beligerante azoramiento de Edden me dio qué pensar, hasta que caí en la cuenta de que la había sustraído de la escena del crimen.

—Lo intentaré —dije.

Edden hizo una mueca y bajó la vista. Tenía que ir al aeropuerto para recoger a mi hermano y, aunque iba algo justa de tiempo, aún podía pasarme un momento por la biblioteca de la universidad y acercar a Jenks a la tienda de encantamientos. Los hechizos de localización eran muy difíciles de realizar. Para ser honesta, no estaba segura de conseguirlo. La biblioteca era el único lugar donde podía encontrar la receta. Bueno, además de internet, pero eso podría haberme metido en un buen lío.

En aquel momento, desde debajo de mi bufanda, se escuchaba una poesía cada vez más pastelosa sobre los encantos de Matalina, que mezclaba un lenguaje de lo más poético con algunos términos decididamente lujuriosos. Asestándole un empujón al montón de papeles, apagué la luz. Jenks soltó toda una retahíla de quejas y me puse en pie.

—Vamos, señor Tarro de Miel —dije—. Tenemos que irnos.

Entonces, le quité la bufanda y el pixie no se movió salvo para hacerse un ovillo. Edden también se levantó, y juntos nos quedamos mirándolo. Aquello empezaba a darme muy mala espina. Por lo general, cuando se emborrachaba con miel, Jenks se ponía alegre, pero aquello resultaba bastante deprimente, y me quedé de piedra cuando me di cuenta de que estaba repitiendo el nombre de Matalina una otra vez.

—¡Oh, mierda! —mascullé cuando se puso a prometer cosas que no podía mantener y a pedirle a ella que le jurara algo que no podía cumplir. Con el corazón hecho pedazos, levanté al desprevenido pixie y lo rodeé con mis manos, protegiéndole de la luz y proporcionándole un calor reconfortante. ¡Maldita sea! Aquello no era justo. No me extrañaba que Jenks hubiera aprovechado la oportunidad de emborracharse. Su mujer estaba muriéndose, y no había nada que pudiera hacer por evitarlo.

—¿Se pondrá bien? —me preguntó Edden en un susurro mientras yo seguía allí de pie, delante de su mesa, preguntándome cómo me las iba a arreglar para llevármelo a casa en aquellas condiciones. No podía limitarme a meterlo en mi bolso con la esperanza de que no le pasara nada.

—Sí —respondí distraídamente, absorta en mis pensamientos.

Edden dejó descansar el peso del cuerpo en el otro pie.

—¿Su mujer se encuentra bien?

Con los ojos llenos de lágrimas por Jenks, alcé la vista y descubrí una profunda comprensión en la mirada de Edden, la comprensión de un hombre que había perdido a su esposa.

—No —respondí—. Los pixies solo viven veinte años.

Podía sentir el calor y el ligero peso de Jenks en mis manos y deseé que fuera más grande para poder ayudarlo a entrar en el coche, llevarlo a casa y llorar con él en el sofá. Sin embargo, lo único que podía hacer era introducirlo con cuidado en el guante que Edden me tendía. El forro de cuero lo mantendría caliente, mientras que mi bufanda no.

Jenks apenas se dio cuenta de que lo movía, y podría llevarlo hasta el coche de un modo digno. Intenté darle las gracias a Edden, pero las palabras se me atascaron en la garganta. En vez de eso, agarré la carpeta.

—Gracias por las direcciones —dije quedamente. A continuación, al darme para marcharme, añadí—: Se las daré a Ivy. Es capaz de encontrarle una explicación a una cola de rata cubierta de polvo.

Edden abrió la puerta y el ruido que provenía del resto de las oficinas me golpeó como una bofetada, obligándome a volver a la realidad. Entonces me enjugué los ojos y me ajusté el asa del bolso, mientras sujetaba con cuidado el guante de Edden. Ivy y yo trazaríamos en el mapa la red de Mia, empezando con las guarderías. Después intentaríamos averiguar si trabajaba en alguna residencia de ancianos o de voluntaria en el hospital. Aquello podía ponerse bastante feo.

Justo en el momento en que me ponía en marcha, sentí un leve tirón en el codo y me detuve. Edden tenía la mirada puesta en las baldosas del suelo, y esperé a que me mirara a los ojos.

—Si en algún momento vieras que Jenks necesita alguien con quien hablar, llámame —dijo.

Sentí un nudo en la garganta y, recordando lo que me había contado Ford sobre la forma en que había muerto su esposa, me esforcé por sonreír y asentí con la cabeza. De inmediato, me dirigí taconeando hacia la puerta, con la cabeza alta y la mirada perdida.

Entonces me pregunté si Edden estaría dispuesto a hablar conmigo el año próximo cuando tuviéramos que pasar por lo mismo con Jenks.

7.

El aeropuerto estaba muy concurrido, y yo me apoyé en una viga e intenté tranquilizarme. Llevábamos casi una hora esperando, pero cuando los guardias de seguridad me pararon en el control de hechizos, me alegré de que hubiéramos llegado con tiempo. Probablemente se debió al amuleto de la verdad, o tal vez al hecho de que mi detector de hechizos letales hubiera interferido con el suyo, puesto que eran los únicos amuletos invocados que llevaba encima. Vaciar mi bolso delante de tres tipos uniformados con cara de pocos amigos no era, precisamente, mi idea de conocer hombres. No estaban registrando a nadie más, y Jenks se lo pasó en grande.

El pixie se encontraba en un puesto de flores situado en el otro extremo del vestíbulo, y nada hacía pensar que, poco antes, había estado completamente borracho. En aquel preciso instante regateaba con el dependiente, intentando que le regalara unas semillas de helecho a cambio de hacer que un puñado de personas comprara rosas para despedir a sus seres queridos. Cuando habíamos llegado a la tienda de hechizos todavía no había recuperado el conocimiento, de manera que no solo tuve que pasar de largo, sino que tampoco pude acercarme a la biblioteca de la universidad. Pero si lograba las semillas, sería un pixie feliz.

Las corrientes de aire provocaban que hiciera bastante frío en la terminal, pero nada comparable al mundo azul, blanco y gris que se extendía al otro lado de los enormes ventanales de cristal blindado. Las máquinas quitanieves se ocupaban de mantener despejadas las pistas de aterrizaje, y daban ganas de ponerse a jugar con los montones de nieve que se acumulaban en los bordes.

La gente que me rodeaba pasaba de un hostigamiento apresurado a una irritación aburrida o a una expectación impaciente. Yo pertenecía a este último grupo y, mientras esperaba a que el avión de Robbie realizara los controles pertinentes y que los pasajeros desembarcaran, sentí un escalofrío de emoción, aunque en parte se debiera a que todavía estaba nerviosa por que me hubieran registrado en el control de amuletos de alto nivel.

Los brujos siempre habían trabajado en el campo de la aviación, tanto en tierra como en el aire, pero durante la Revelación se habían apropiado por completo de ella y ya no la habían soltado, cambiando las leyes hasta conseguir que fuera obligatoria la presencia de, al menos, un brujo altamente cualificado en todos los puestos de control. Incluso antes de la Revelación, utilizaban detectores de magia de alto nivel junto con los mundanos detectores de metales. Por aquel entonces, lo que podía parecer un inofensivo registro rutinario, a menudo se trataba de una operación encubierta contra el contrabando de magia. En mi caso, desconocía por qué me habían parado. Molesta, intenté relajar el entrecejo y tranquilizarme. A menos que Robbie viajara en primera clase, todavía tendría que esperar un rato.

A pocos metros de donde me encontraba, había una madre con tres niños pequeños, situados uno junto a otro como los peldaños de una escalera, probablemente esperando a su padre. De pronto, el mayor de ellos consiguió soltarse de la mano de su madre y echó a correr hacia los enormes ventanales de cristal; di un respingo cuando su madre alzó un círculo obligándolo a detenerse en seco.

Cuando el pequeño, frustrado, se puso a gritar y a golpear la brillante y delgada barrera haciendo que esta despidiera pequeños destellos de color azul, las comisuras de mis labios se curvaron dibujando una sonrisa. Aquello era algo por lo que yo nunca había tenido que preocuparme. A mi madre se le daba fatal hacer círculos. De todos modos, no había echado a andar hasta los tres años, pues estaba demasiado ocupada en intentar sobrevivir a mi terrible enfermedad. Fue un milagro que llegara a cumplir los dos años, un milagro de la medicina ilegal que me preocupaba cada vez que tenía que enfrentarme a cosas como los detectores de magia de alto nivel. No había manera de detectar la modificación en la mitocondria, pero, aun así, no podía evitar preocuparme.

Impaciente, cambié el peso de mi cuerpo a la otra pierna. Estaba deseando ver a Robbie, pero la cena de aquella noche no iba a resultar nada divertida. Al menos la presencia de Marshal contribuiría a relajar un poco la tensión.

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