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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Bruja blanca, magia negra (54 page)

BOOK: Bruja blanca, magia negra
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Con un poco de suerte, cuando fuera a cenar con mi madre y con Robbie, podría conseguir el libro y el equipamiento, y podría avanzar en la extinción de ese fuego. Hasta entonces me había preocupado que Al se presentara de improviso y raptara a quienquiera que estuviera conmigo ahora que había vuelto a oscurecer, pero no lo había hecho antes de encontrar a Pierce, y era poco probable que lo volviera a hacer.

Deseaba con todo mi corazón estar en casa de mi madre buscando el libro, en lugar de allí, hablando con una vampiresa rabiosa, pero caminé con resolución junto a Ivy hacia la prisión inframundana de baja seguridad. Todas las medidas de seguridad debían de estar en el interior, porque el exterior parecía un edificio dedicado a la investigación científica, con paredes de estuco y halógenos de seguridad iluminando los árboles y arbustos de hoja perenne. Probablemente el objetivo principal era mejorar las relaciones con los vecinos, pero la ausencia de vallas hacía que se me pusiera la carne de gallina.

Caminamos en silencio excepto por el ruido de nuestras botas sobre la sal y el hielo machacado. La zona pavimentada daba paso a una acera de color gris y, posteriormente, a una puerta de cristal de doble hoja en la que se exhibían los horarios de visita y las normas de lo que se podía introducir en el edificio. Mi detector de amuletos letales iba a resultar un problema.

La mujer de detrás del mostrador, que estaba hablando por teléfono, levantó la vista cuando entramos. Ya se habían puesto en marcha unas débiles alarmas, como reacción a mis amuletos, y sonreí intentando distender la situación. Entonces percibí un penetrante olor a secuoya y un tenue deje de vampiro desdichado. Ivy hizo un gesto de desagrado y yo balanceé el bolso para apoyarlo en el mostrador mientras firmábamos el registro. Había una televisión en la esquina en la que se veía el mapa del tiempo y se oía una voz que indicaba las previsiones para los próximos días. Por lo visto, iba a seguir nevando durante toda la noche.

—Rachel Morgan e Ivy Tamwood. Venimos a visitar a Dorothy Claymor —dije entregándole mi carné de identidad cuando reparé en el cartel que estaba detrás de ella en el que se exigía que se presentara. No me extrañaba que la rubia vampiresa insistiera en que todos la llamaran Skimmer—. Tenemos una cita.

Ivy me pasó el bolígrafo y estampé mi firma debajo de la suya. Recordé la última vez que había tenido que poner mi nombre en un libro de registro, y añadí un punto y final después de mi firma para eliminar cualquier conexión física que pudiera tener conmigo. Hubiera sido mejor tacharla, pero allí no hubiera conseguido salir como si nada.

—Por allí —nos indicó la mujer pasando nuestros carnés de identidad por un escáner y devolviéndonoslos.

—No los guarden —añadió, señalando con la barbilla un par de compactas puertas de plástico, sin poder ocultar su impaciencia por retomar la conversación telefónica.

Hubiera preferido girar a la derecha, por donde el suelo estaba enmoquetado y flanqueado por macetas con plantas artificiales, pero Ivy, que claramente sabía cómo comportarse, se dirigía ya al horrible y estéril pasillo con sus baldosas blancas y sus blancas puertas de plástico. Estaban selladas magnéticamente y, cuando alcancé a Ivy, la mujer apretó el botón para dejarnos pasar.

Cuando las puertas se abrieron y el olor a vampiro desdichado y a hombre lobo enfadado empeoró, apreté la mandíbula. Me estremecí mientras pasaba el umbral y las medidas de seguridad se hicieron evidentes. La puerta magnética se cerró a nuestras espaldas y la presión del aire cambió. En aquel momento nos encontrábamos rodeadas del aire de la prisión. Genial. Podría haber cualquier cosa flotando en él, incluyendo todo tipo de pociones.

Al fondo de la sala había otro par de puertas y un tipo detrás de un mostrador. La anciana mujer que lo acompañaba echó a andar hacia nosotras. Era evidente que se encargaba de controlar el detector de hechizos con apariencia tradicional que teníamos delante, y que sería cualquier cosa menos tradicional. No pude evitar reparar en que la mujer apestaba a secuoya, y eso, junto con el hecho de que llevara una pistola en la cadera, haría que midiera mucho más mis palabras. Podía parecer una anciana, pero habría apostado cualquier cosa a que habría salido con la cabeza muy alta en un enfrentamiento con Al.

—¿Algo que declarar? —preguntó la mujer mirándonos por encima de nuestros carnés de identidad justo antes de devolvérnoslos.

—No —respondió Ivy con actitud hermética mientras le entregaba el abrigo y el bolso, ignorando el comprobante para recoger sus pertenencias y atravesando vacilante el detector de hechizos en dirección al mostrador del fondo de la sala.
Más papeleo
, pensé cuando la vi coger un bloc de notas y ponerse a rellenar un formulario.

—¿Algo que declarar? —me preguntó la vigilante, y yo recobré la atención. ¡Dios! Aquella mujer parecía tener ciento sesenta años, con un desagradable pelo negro a juego con el color de un uniforme que le quedaba demasiado estrecho. Tenía la piel increíblemente pálida y, de no ser porque no les permitían usar ese tipo de hechizos en el trabajo, me habría preguntado por qué no invertía en un amuleto barato para cambiar el color de la piel.

—Solo un detector de amuletos letales —dije entregándole mi bolso, cogiendo el pequeño trozo de papel y metiéndomelo en el bolsillo de los vaqueros.

—Ya me lo imaginaba —dijo por lo bajo, y vacilé al mirarla. No me hacía ninguna gracia dejar mis cosas en su poder porque pensé que las revisaría en cuanto desapareciera de su vista. Exhalé un suspiro, intentando no enfadarme. Si había que pasar por toda aquella mierda para visitar a un preso de una cárcel de baja seguridad, no quería ni pensar en lo que te pedían para reunirte con alguien en una prisión de máxima seguridad.

Con una sonrisa que hizo que casi pareciera fea, me indicó con la barbilla el detector de amuletos y me aproximé a él a regañadientes.

No veía las cámaras, pero sabía que estaban allí, y no me gustó en absoluto la informal despreocupación con la que sacó las cosas de mi bolso y las volcó en una bandeja.

La ola de aura sintética cayendo sobre mí desde el detector de hechizos como una cascada hizo que diera un respingo. Era posible que se debiera a que mi aura era especialmente escasa en aquel momento, pero no había sido capaz de reprimir la sacudida, y el tipo del mostrador esbozó una sonrisita.

Ivy me esperaba impaciente, y agarré el impreso que me tendía aquel tipo por encima del mostrador.

—¿A quién visitamos hoy? —me preguntó en tono burlón mientras le entregaba a Ivy el pase de visitante.

Alcé la vista de golpe del impreso de liberación. Yo no era la que estaba encerrada allí. Entonces vi hacia dónde miraba y me quedé helada. Mis cicatrices visibles eran de una antigüedad de menos de un año, y lo suficientemente claras, y me puse rígida cuando llegué a la conclusión de que me había tomado por una adicta a los mordiscos de vampiro y que me dirigía a pegarme un chute.

—Dorothy Claymor. La misma que ella —le respondí como si no lo supiera ya, firmando el papel con los dedos rígidos.

La sonrisita del joven se volvió aún más desagradable.

—Pues tendrás que esperar a que salga.

Ivy adoptó una postura desafiante y yo dejé la carpeta de un golpe sobre el mostrador. A continuación lo miré con expresión de fastidio. ¿
Por qué se están poniendo las cosas tan difíciles
?

—Mire —dije usando un solo dedo para acercarle el formulario—, solo intento ayudar a una amiga y es la única manera de que Dorothy acceda a verla, ¿de acuerdo?

—Así que le gustan los tríos, ¿eh? —dijo el tipo y, al ver que tamborileaba con los dedos en mis brazos cruzados, añadió en un tono de voz más profesional—: No podemos dejar que dos personas visiten a un interno al mismo tiempo. Se producen incidentes.

Para mi sorpresa, fue la mujer la que acudió en mi rescate, aclarándose la garganta como si fuera a sacar un gato de su interior.

—Pueden entrar, Miltast.

Miltast, que, aparentemente, debía de ser un agente, se dio la vuelta.

—No voy a arriesgarme a perder el trabajo por su culpa.

La mujer sonrió y dio unas palmaditas en los folios que tenía encima de su mesa de trabajo.

—Hemos recibido una llamada. Tienes que dejarla entrar.

¿
Qué demonios está pasando aquí
? La preocupación hizo que se me formara un nudo en la garganta cuando el hombre levantó la vista de los garabatos que había trazado en el folio para mirarme y volvió a observarlos. A continuación, con el gesto contraído, miró a Ivy y me entregó la identificación de visitante que escupió su ordenador portátil.

—Síganme. Les acompañaré a la sala de visitas —dijo poniéndose en pie y dándose golpecitos en la parte delantera de la camisa en busca de su tarjeta de acceso.

—¿Crees que puedes arreglártelas sola? —preguntó a la mujer. Ella soltó una carcajada.

—Gracias —musité mientras arrancaba la parte posterior de mi identificación y me la pegaba en el pecho. Tal vez me habían dejado pasar por ser una investigadora independiente, pero lo dudaba. El tal Miltast abrió la puerta y, subiéndose el cinturón, esperó a que pasáramos. ¡Dios! Debía de tener poco más de treinta años, pero su barriga y sus andares parecían los de un fanfarrón de cincuenta.

De nuevo, me invadió un intenso olor a incienso vampírico, con un deje de hombre lobo desdichado y a secuoya descompuesta. No era una buena mezcla. Había rabia, desesperación y hambre. Todo el mundo estaba sometido a un estrés mental tan intenso que casi podía notar el sabor. De pronto, que Ivy y yo entrásemos juntas dejó de parecerme una buena idea. Las feromonas vampíricas estaban teniendo un intenso efecto en ella.

La puerta se cerró tras de mí y reprimí un escalofrío. Ivy permanecía en silencio, con actitud estoica, mientras recorríamos el pasillo, nerviosa bajo su fachada de seguridad en sí misma. Sus vaqueros negros parecían fuera de lugar en el blanco pasillo, y la luz se reflejaba en su pelo negro dándole un aspecto casi plateado. Me pregunté qué era lo que estaba oyendo y que yo no podía percibir.

Atravesamos otra puerta de plexiglás y el pasillo se hizo el doble de ancho. Unas líneas azules dividían el suelo en secciones, y me di cuenta de que las puertas de color claro que íbamos dejando atrás conducían a celdas. No veía a nadie, pero todo tenía un aspecto limpio y estéril, como un hospital. Y en algún lugar, a pocos metros de donde nos encontrábamos, estaba Skimmer.

—Las puertas macizas impiden el paso de las feromonas —explicó Ivy al darse cuenta de que estaba mirándolas.

—¡Oh! —exclamé. Echaba de menos a Jenks y me hubiera gustado que estuviera cubriéndome las espaldas. Había cámaras en las esquinas, y habría apostado lo que fuera a que no eran de pega—. ¿Y cómo es que los vigilantes son brujos? —dije, dándome cuenta de que el único vampiro que había visto fuera de una celda hasta ese momento era Ivy.

—Los vampiros podrían verse tentados a hacer alguna estupidez con tal de conseguir un poco de sangre —respondió Ivy, con la mirada en la lejanía, y sin prestarme demasiada atención—. Y los hombres lobo podrían salir perdiendo en un ataque.

—También los brujos —dije, dándome cuenta de que nuestro acompañante empezaba a mostrar cierto interés en nuestra conversación.

Ivy me miró de soslayo.

—No, si interceptan una línea.

—De acuerdo —protesté no gustándome no poder hacerlo en aquel momento—, pero ni siquiera la SI envía a un brujo a capturar a un no muerto. Yo no tendría ninguna posibilidad de vencer a alguien como Piscary.

El hombre que caminaba detrás de nosotras hizo un pequeño sonido.

—Este es un centro penitenciario de baja seguridad, y no está bajo tierra. No hay vampiros muertos aquí. Solo brujos, hombres lobo y vampiros vivos.

—Y los guardias tienen mucha más experiencia que tú, Rachel —sentenció Ivy, observando con los ojos brillantes los números de celda. Probablemente, iba contando las que nos faltaban—. Probablemente el agente Milktoast, aquí presente, está autorizado a utilizar hechizos que en la calle son ilegales —dijo sonriéndole, y haciendo que sintiera un escalofrío—. ¿Me equivoco?

—Miltast —la corrigió con acritud—. Y si alguna vez te muerden —añadió mirándome las cicatrices—, te vas a la calle.

Me hubiera gustado subirme la bufanda pero sabía que para un vampiro hambriento, vivo o muerto, aquello era como llevar puesto un picardías.

—Eso es injusto —dije—. ¿A mí me cuelgan el sambenito de bruja negra por mancharme el aura salvándole la vida a la gente, y vosotros podéis usar maldiciones con total impunidad?

Al escuchar mi comentario, Miltast sonrió.

—Efectivamente. Y nos pagan por ello.

No me gustaba lo que decía, pero al menos me hablaba. Era posible que también tuviera el aura hecha un asco, y la capa grasienta de la mía no le asustaba. Aun así, el hecho de que me dirigiera la palabra era extraño. Tenía que saber que me habían excluido. Probablemente esa era la razón por la que me dejaban entrar con Ivy. Sencillamente, no les importaba lo que pudiera pasarme.
Que Dios me ayude
. ¿
Qué voy a contarle a mi madre
?

Atravesamos otra puerta de doble hoja y mi sensación de claustrofobia se duplicó. Ivy también empezaba a dar muestras de tirantez y se había puesto a sudar.

—¿Te encuentras bien? —le pregunté pensando que olía genial. La evolución. Era imposible no sentirme atraída.

—Sí —respondió, aunque su sonrisa nerviosa no decía lo mismo—. Te agradezco lo que estás haciendo.

—Espera a que las dos volvamos al coche de una pieza para darme las gracias, ¿vale?

Nuestro acompañante redujo la velocidad para comprobar los números pintados en el exterior de las puertas y, haciéndose a un lado, utilizó un
walkie talkie
para comprobar algo. Satisfecho, miró a través del cristal, apuntó con el dedo a alguien a modo de advertencia y pasó la tarjeta por la ranura para abrir la puerta.

Se escuchó un suave silbido que indicaba que la presión se igualaba e Ivy entró de inmediato. Yo me puse en marcha para seguirla, pero Miltast me cortó el paso.

—¿Perdone? —le dije con aire de superioridad, dejándole que me agarrara el brazo de aquel modo porque era el único armado con magia.

—Te estoy vigilando —me amenazó, y di un respingo. ¿A mí? ¿Me estaba vigilando a mí? ¿Por qué?

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