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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Bruja blanca, magia negra (34 page)

BOOK: Bruja blanca, magia negra
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Entonces, intenté estirar los músculos y sentí una punzada de dolor. De un modo u otro, iba a marcharme. Al me esperaba para nuestras clases, y si no aparecía en la línea luminosa, vendría a buscarme. La aparición de un demonio en el hospital podría hacer maravillas en mi reputación. Aunque, pensándolo bien, era una manera de salir de allí.

Jenks se giró con un pétalo de margarita lleno de polen entre sus diestras manos.

—¿Ah, sí? ¿De verdad crees que te van a dejar largarte así como así? La doctora Frankenstein te necesita para su experimento científico.

Sonreí, sintiendo que el pulso empezaba a acelerárseme y la emoción hacía que la sangre fluyera con facilidad hasta los dedos de los pies.

—Largarme es precisamente lo que pienso hacer. Si de algo me sirvió pasar toda la infancia en el hospital, fue para aprender a escapar sin ser descubierta.

Jenks se limitó a sonreír.

13.

Mis cabellos rizados estaban casi secos y, con una lentitud enervante, utilicé el peine del kit de higiene personal del hospital para intentar deshacer los nudos. El champú y el acondicionador también eran los del kit, y no quería ni pensar cuánto me iban a costar las botellas del tamaño de un dedo pulgar. Mínimo, cinco dólares cada una. Era peor que los productos del minibar de los hoteles de cinco estrellas. Sin embargo, no podía pedirle a Ivy que se acercara a casa para traerme mis cosas. Cuanto menos llevara conmigo, menos probabilidades había de que se dieran cuenta de que estaba huyendo.

Antes de la Revelación hubiera bastado con solicitar un alta voluntaria, pero, después de que la pandemia hubiera diezmado la población en un abrir y cerrar de ojos, las leyes habían reducido alegremente los derechos de los pacientes. A menos que realizaras el papeleo con suficiente antelación, tardaban una eternidad en concederte el permiso. Si quería largarme, tenía que hacerlo sin que nadie se enterara. Probablemente, el hospital mandaría a un montón de policías en mi búsqueda para evitarse posibles demandas, pero me dejarían en paz apenas tramitaran el alta voluntaria.

La ducha previa, que debía haber sido un pequeño lujo de cuarenta y cinco minutos derrochando agua caliente sin tener que preocuparme de la factura, se había transformado en un chaparrón de cinco minutos. La fuerza del agua golpeándome había hecho que me mareara y, cuando me enjuagué, tuve la sensación de que, junto con el jabón, me desprendía también de mi aura. Pero en aquel momento estaba sentada, razonablemente cómoda, en el duro sofá que estaba junto a la ventana, vestida con la ropa que me había traído Ivy: unos vaqueros y una camiseta negra que había alabado la primera vez que me la puse.

En un principio, creí que una ducha caliente era justo lo que necesitaba, pero se convirtió en una especie de prueba en la que debía averiguar con qué rapidez era capaz de moverme. O, para ser más exactos, con qué lentitud. La delgadez de mi aura era alarmante, y cada vez que realizaba un movimiento brusco, tenía la sensación de que iba a perder el equilibrio. Para colmo, sentía mucho frío. Por curioso que pudiera parecer, casi resultaba doloroso. «Extraño», había dicho Glenn. Esa era la palabra que mejor lo definía.

Finalmente, me rendí y tiré el peine a la papelera preguntándome si alguien se habría tomado la molestia de contarle a Pierce lo que había pasado y de decirle que estaba bien. Probablemente no. Había mucha corriente junto a la ventana y, cuando descorrí las cortinas para echar un vistazo al exterior, el destello de las luces del coche rojo y blanco sobre la nieve hizo que aumentara mi sensación de frío.

Estiré el brazo para ponerme el abrigo y descubrí un nuevo desgarrón en la manga derecha.
Mierda
. Con el ceño fruncido, me lo puse, me impulsé cuidadosamente con las botas sobre el sofá y me senté con los brazos rodeándome las rodillas. La jirafa sonriente estaba enfrente de mí, a la altura de los ojos, y los recuerdos se abrieron paso en mi mente, recuerdos de estar sentada en aquella misma posición esperando que mi padre mejorara o muriera, recuerdos aún más lejanos en los que esperaba que mamá viniera a buscarme y me llevara a casa. Suspirando, apoyé la barbilla sobre las rodillas.

Mi madre y Robbie se habían pasado a verme por la tarde. Mamá se había llevado un buen susto cuando le conté que me había atacado una banshee; y Robbie, como era de esperar, se puso hecho una fiera. Sus palabras exactas incluían maldiciones y numerosas referencias al infierno, pero él nunca había aprobado el trabajo que había elegido, así que sus opiniones no contaban. Lo quería mucho, pero se volvía un coñazo cuando intentaba que encajara con su idea de cómo quería que fuera. Se había marchado cuando yo tenía trece años y, en su mente, siempre sería una niña pequeña.

Al menos, cuando Marshal se enterara de que me había escapado, se ofrecería a ayudarme. Después de verle capturar a Tom, estaba considerando la posibilidad de aceptar su oferta, pero prefería reservármelo por si tenía que huir de mi «seguro hogar» a otro sitio una vez que la policía viniera a por mí.

El chirrido casi imperceptible de la enorme puerta hizo que levantara la vista en la penumbra, tan solo iluminada por la tenue luz de la habitación. Eran Ivy y Jenks y, con una sonrisa, apoyé los pies en el suelo. Jenks fue el primero en llegar adonde me encontraba, dejando un débil rastro de polvo luminoso en la oscura estancia.

—¿Estás lista? —preguntó revoloteando alrededor de mi pelo húmedo antes de posarse en mi hombro. Llevaba puesto el último intento de Matalina de hacer un traje de invierno para pixie y el pobre estaba envuelto en tal cantidad de tela azul que apenas podía bajar los brazos.

—Solo me falta atarme las botas —dije, metiendo la jirafa en mi bolso junto a la rosa tallada de Bis—. ¿Lo habéis concretado todo con Keasley?

Ivy asintió con la cabeza mientras yo deslizaba los dedos por entre los cordones. El primer lugar que revisarían los polis sería la iglesia. La casa de mi madre estaba descartada también, incluso aunque hubiera estado dispuesta a soportar las pullas de Robbie, pero Keasley podía alojarnos durante unos días. Ceri pasaba la mayor parte del tiempo en la residencia de Kalamack y sabía que disfrutaría de la compañía, así como de la despensa llena que le dejaríamos cuando nos marcháramos.

Ivy llevaba su abrigo largo de cuero sobre unos vaqueros y un suéter marrón. Sabía que era un intento de pasar desapercibida, pero podría llevar ropa de terceras rebajas y seguir provocando que la gente girara la cabeza a su paso. Se había puesto algo de maquillaje y tenía el pelo recogido. Por lo visto, estaba intentando dejárselo largo otra vez y se lo había teñido para cubrir los destellos dorados. Cuando se acercó, descubrí un atisbo de preocupación en sus oscuros ojos y que sus pupilas estaban dilatadas por la falta de luz y no porque estuviera hambrienta. Me hubiera preocupado que estuviera deseando morderme para librarse del estrés, pero los vampiros trataban a los enfermos y heridos con una amabilidad inquietante. Creo que era un instinto que habían desarrollado para evitar que mataran accidentalmente a sus selectos amantes. El último lugar en el que un vampiro saciaría sus ansias de sangre sería un hospital.

En ese momento se detuvo delante de mí, evaluando mi fatiga con la mano en la cadera, mientras yo me ataba las botas entre resoplidos.

—¿Estás segura de que no quieres un poco de azufre? —preguntó.

Negué con la cabeza. El azufre me habría acelerado el metabolismo, pero me habría hecho daño al provocar que me sintiera mejor de lo que en realidad estaba. El problema no era el metabolismo, sino los daños que había sufrido mi aura, y no había nada que pudiera repararla excepto el tiempo.

—Segurísima —respondí haciendo hincapié en la palabra cuando frunció el ceño—. No me lo habrás metido en la bebida sin que me dé cuenta, ¿verdad?

—Pues claro que no. ¡Por el amor de Dios, Rachel! Yo te respeto.

Me estaba mirando con gesto desafiante, así que supuse que me estaba diciendo la verdad. En los sutiles movimientos de Ivy se percibía un ligero deje de dolor y, cuando Jenks chasqueó las alas para llamar mi atención, añadí:

—Quizás más tarde. Cuando hayamos salido de aquí. Gracias.

Aquello pareció convencerla y me puse en pie guardando las manos en los bolsillos de mi abrigo, donde encontré inesperadamente los billetes de avión de Robbie. Sintiendo amargura por el desprecio que había mostrado horas antes a la profesión que yo había elegido, saqué el sobre con intención de meterlo en el bolso. Justo entonces, la lágrima de banshee, que había estado allí todo el tiempo, salió disparada, dibujando un arco en el aire.

—¡Lo tengo! —exclamó Jenks. Y, al darse cuenta de lo que era, soltó un grito y se apartó de golpe haciendo que la lágrima cayera al suelo y terminara debajo de la cama—. ¿Es la lágrima de banshee que te dio Edden? —chilló inusitadamente afectado.

Asentí con la cabeza e Ivy se abalanzó hasta el borde de la cama, lanzándole una mirada asesina a Jenks antes de asomarse por debajo del colchón y recuperarla.

—Ha recuperado el color claro —dijo con los ojos muy abiertos mientras se levantaba y la depositaba en la palma de mi mano.

—¡Dios! Esto es muy raro —exclamé, incómoda, colocándola bajo una franja de luz que entraba por la ventana.

El pequeño pixie se quedó suspendido sobre mis dedos agitando las alas a gran velocidad.

—¡Ahora lo entiendo, Rachel! —dijo situándose justo delante de mis ojos—. La razón por la que sobreviviste era la lágrima, no tus marcas demoníacas. La niña la encontró…

—Y se la bebió como si fuera un biberón —deduje, sintiendo un profundo alivio al descubrir que no habían sido las cicatrices las que me habían salvado—. Sentí que algo negro me atravesaba. Pensé que era la mácula de mi aura. —Temblando de miedo, dejé caer la lágrima en el interior de mi bolso prometiéndome que la sacaría en cuanto llegara a casa—. Tal vez sea así como mantienen con vida a Remus —musité. El rostro de Ivy mostró una expresión de perplejidad casi aterradora. La miré con gesto interrogante y, sintiendo un escalofrío, dije—: Jenks, acércate a ver si Glenn está preparado.

—¡Enseguida! —obedeció el pixie, ajeno a lo que estaba pasando, justo antes de introducirse por el diminuto resquicio, de apenas dos centímetros de anchura, que quedaba entre la puerta y el suelo.

Me senté de nuevo sobre la cama y, cruzándome de brazos, me quedé mirando a Ivy, que se había convertido en una sombra contra la oscuridad de la ventana.

—Ummm, ¿hay algo que quieras contarme? —pregunté.

Ivy inspiró lentamente. A continuación, exhalando, se sentó en la esquina del largo sofá y se quedó mirando al techo con la mirada perdida.

—Es culpa mía —dijo con los ojos completamente negros cuando volvieron a posarse sobre mí—. Me refiero al hecho de que Mia vaya por ahí matando gente para criar a su hija.

—¿Culpa tuya? —pregunté—. ¿Por qué?

El pelo le cayó hacia delante escondiendo su rostro.

—Le di mi deseo. El que tú me regalaste.

Descrucé los brazos y volví a cruzarlos al contrario.

—¿Te refieres al del duende que dejé en libertad para salir de la SI? —Ivy asintió, con la cabeza gacha, y entrecerré los ojos sin entender nada—. ¿Le diste tu deseo a una banshee? ¿Por qué? ¡Podrías haber pedido lo que quisieras!

Ivy movió los hombros. Era un tic nervioso que raras veces padecía.

—Fue una especie de gesto de agradecimiento. Le debía un gran favor. Conocí a Mia antes que a ti. Mi jefe, Art, me estaba puteando. Las cosas me iban de maravilla, pero no estaba dispuesto a permitir que me ascendieran por encima de él hasta que… —En ese momento se interrumpió y, en su silencio, percibí que había algo que no se atrevía a decir. Su jefe quería probarla antes de que consiguiera un cargo por encima del suyo. En ese momento sentí que me sonrojaba y me alegré de que la habitación estuviera en penumbra.

»Intrigas laborales —dijo Ivy curvando los hombros—. Yo no quería entrar en el juego. Me creía demasiado buena para ello y, cuando pillé a Art intentando encubrir un asesinato cometido por una banshee para engordar su cuenta corriente, recurrí a Mia para que averiguara lo que estaba pasando. En aquel momento trabajaba para la SI vigilando a las de su especie. Resumiendo, hice que encarcelaran a Art para no tenerlo como superior. A partir de ese momento, supe que las cosas se pondrían feas para mí en la SI, pero al menos no tenía que tenderle una trampa a mi supervisor para ascender.

—Y te degradaron para que me hicieras de canguro —dije, avergonzada.

Ivy negó con la cabeza y se inclinó hacia delante colocándose en la franja de luz. No estaba llorando, pero se la veía destrozada.

—No. Quiero decir, sí. Pero Rachel, aquella mujer me dijo cosas sobre mí misma que estaba demasiado asustada para admitir. Ya sabes cómo son las banshees. Te dicen verdades como puños solo para que te enfades y, así, poder alimentarse de tus emociones. Ella me sacó de quicio diciéndome que me daba miedo ser la persona que quería ser, alguien capaz de amar a otro. Me avergonzó de tal manera que dejó de gustarme la sangre.

—¡Por el amor de Dios, Ivy! —le dije, sin poder creer todavía que le hubiera dado su deseo nada más y nada menos que a una… banshee—. ¿Creíste que renunciar a tu deseo de sangre era una buena cosa? ¡Pero si casi te vuelves loca!

Sus ojos se volvieron negros en la reducida luz de la medianoche, y reprimí un escalofrío.

—No era la falta de sangre lo que me estaba volviendo loca —dijo—. Y sí que fue una buena cosa. La fuerza y la confianza en mí misma que conseguí era todo lo que tenía para enfrentarme a Piscary. Me dio la voluntad que uso día a día. Mia dijo… —De pronto vaciló y, entonces, en un tono de voz más bajo y con una rabia que venía de antaño, continuó—: Mia me llamó cobarde, diciéndome que ella nunca podría amar a alguien sin acabar con su vida y que yo era una llorica por tener la oportunidad de amar pero carecer del valor para hacerlo. Entonces, cuando te conocí —dijo encogiéndose de hombros—, me di cuenta de que, tal vez, podrías corresponder al amor que yo sentía; que, en cierto modo, podrías hacer que mi vida fuera mejor. —Avergonzada, se frotó las sienes—. Le regalé mi deseo para que también ella tuviera la oportunidad de amar a alguien. Es culpa mía que vaya por ahí matando gente.

—Ivy —le dije con voz queda, incapaz de moverme del sitio—, lo siento. Sí que te quiero.

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