Read Caballeros de la Veracruz Online
Authors: David Camus
«Su forma de actuar es la de los asesinos», pensó Casiopea.
La joven contuvo un estremecimiento. La imagen furtiva de Sinan había cruzado por su mente. Aborrecía a aquel hombre. No contento con abusar de ella, Sinan había tratado de manipular su mente. Por suerte, no creía haberse visto afectada por ello. Pero se había salvado solo gracias a su fuerza de carácter y al poco tiempo que había estado en su poder, ya que los templarios blancos habían acudido a buscarla antes de lo previsto. Además, el Viejo de la Montaña había concentrado sus esfuerzos en el pobre Rufino, al que había oído aullar en varias ocasiones en los laboratorios de El Khef.
—¡Más deprisa! —gritó a Simón.
—¡Hago lo que puedo! —replicó él, echando una ojeada por encima del hombro—. ¡Por san Jorge! ¡Mira qué curiosa vestimenta lleva ese!
Casiopea volvió la cabeza y se dio cuenta de que la camisa que llevaba el manco era precisamente la que Taqi le había prestado antes de su salida hacia Bagdad, cubierta de pentágonos y de signos cabalísticos.
—¡Me lo pagarán! —exclamó.
En aquel instante un grito en el cielo atrajo su atención. Levantó los ojos y vio a su halcón. Volaba por encima de ellos, indiferente a las flechas que los maraykhát lanzaban a veces contra él. El pájaro se movía en dirección al templo adonde había ido Morgennes.
—¡Por allí! —dijo la joven señalando la edificación, cuyas cúpulas sobresalían a medias de la bruma.
—Pero ¿y Taqi? —replicó Simón—. ¿Y la Vera Cruz? ¡No podemos dejarlos!
—Yo me ocupo de eso —dijo Casiopea—. ¡Tú ve a ver a Morgennes! ¡Rápido!
Simón dudó un momento, y luego declaró:
—No. ¡Me quedo contigo!
—¡Taqi! ¡Taqi! —aulló entonces Casiopea.
Simón también se puso a gritar hasta desgañitarse:
—¡Taqi!
Pero solo les respondía el fragor de las armas, los clamores de la batalla. Aquí y allá, manchas brillantes disipaban por un instante la niebla del combate, como relámpagos surgiendo en medio de la noche. Casiopea y Simón se dirigían hacia esas manchas de luz, pero a menudo eran solo los resplandores metálicos de unos arreos.
El enorme elefante había ganado terreno, y ya sentían a su espalda el calor de su aliento lleno de miasmas fétidas. Simón trató de acelerar. Por desgracia, montando dos en una gacela, no podían avanzar muy rápido. Al ver que el elefante blanco amenazaba con alcanzarlos, Simón tuvo una idea: se llevó el cuerno a la boca y sopló... El penetrante sonido rasgó la bruma y atrajo hacia ellos toda clase de formas, como insectos atraídos por una llama. Primero las cenobitas montadas en gacelas, que parecían huir del enemigo —aunque de hecho trataban de reagruparse—, luego una maraña de amazonas y maraykhát que los adelantó como un enjambre de abejas furiosas, demasiado ocupados en combatir para preocuparse por ellos.
De pronto, una sombra desmesurada cubrió a Casiopea y Simón, y una voz que venía de lo alto les gritó:
—¡Subid!
¡Era Taqi! Había conseguido apoderarse de un elefante, que hacía correr al lado de sus compañeros. Tras llevar a la gacela, que empezaba a agotarse, junto al paquidermo, Simón ordenó a Casiopea:
—¡Sujétate a su arnés!
Casiopea trepó ágilmente desde el lomo de la gacela al del elefante, y dijo a Simón:
—¡Ahora tú!
Pero Simón resbaló, se sujetó en el último instante a las correas del
howdah
y fue arrastrado un trecho, con las calzas de malla rozando el suelo. Casiopea se inclinó hacia él y, tendiéndole la mano, lo ayudó a subir, no dudando en sujetarlo por las axilas y en agarrarlo luego por las nalgas para hacerlo caer boca abajo dentro del
howdah
.
El elefante blanco, que solo se había detenido un instante para pisotear a la gacela, se encontraba ahora justo tras ellos. Si hubiera querido, habría podido atrapar la cola de su elefante.
Lejos de preocuparse por eso, Taqi sonrió y mostró a sus amigos la cruz de Hattin, que había conseguido recuperar al mismo tiempo que se hacía con el paquidermo, entre proezas que prometió narrarles más adelante.
—¡Vamos a reunimos con Morgennes! —concluyó con un guiño.
Una vez que hubo llegado al pie de la escalera del templo, su elefante reventó los escalones ya maltratados por el tiempo, hizo vacilar las columnas, cargó contra la pesada puerta, la hundió con un poderoso testarazo y penetró bajo la bóveda de luz dorada. Un bramido atronador los alertó: el elefante blanco, furioso, los seguía de muy cerca.
Morgennes y Guillermo, que en aquel mismo instante salían del túnel, se quedaron desconcertados por un momento, y luego reconocieron a sus amigos, que se apresuraron a poner pie en tierra.
—¡Taqi! —exclamó Morgennes, y se precipitó hacia él para estrecharlo calurosamente entre sus brazos.
Después hizo lo mismo con Casiopea, y a continuación, tras un breve instante de duda por una y otra parte, abrazó también a Simón.
—Ahora puedes dejarla —dijo Morgennes a Simón, señalando la cruz que llevaba en sus brazos—. ¡He encontrado la auténtica!
—¡Pero si esta es la auténtica! —se indignó Simón.
—¡No perdáis tiempo! —intervino Guillermo—. ¡Apresuraos! ¡Apresuraos! ¡Vamos, vamos!
Apenas había acabado de hablar cuando el gigantesco elefante blanco cargó contra un pilar, que se tambaleó. El pequeño grupo corrió hacia la galería que conducía al río subterráneo. Algunas flechas volaron en su dirección, y Guillermo gritó:
—¡Huid!
Luego lanzó un frasco de vidrio en medio del túnel, donde explotó levantando una nube de polvo destinada a cubrir su huida. Ya el segundo elefante forzaba al primero a avanzar, mientras, en el
howdah
, Yaqub y sus acólitos aullaban que iban a destruir aquel lugar impío y aparentemente se disponían a bajar para destripar a sus adversarios en un combate cuerpo a cuerpo.
—¡Por allí! —señaló Guillermo.
Antes de que Morgennes pudiera preguntarle por qué, el anciano lo empujó junto con sus amigos hacia una galería más alejada y cerró sólidamente la pesada puerta de bronce tras ellos. Los elefantes seguían allí, estorbándose mutuamente en su progresión, haciendo temblar el suelo y los muros con su paso de legión. Entonces Guillermo lanzó un frasco rojo al corredor. La botellita estalló con un ruido ensordecedor. Los elefantes barritaron con mayor fuerza aún y se inclinaron con toda su masa contra las columnas, amenazando con romperlas. Al ver a los maraykhát, que habían bajado de su
howdah
y se acercaban a él con paso vacilante, Guillermo se plantó ante ellos y lanzó un último frasco, que explotó con el ruido de un trueno. Un montón de cascotes cayeron con estruendo de la bóveda y aplastaron a maraykháts y elefantes.
Morgennes y sus amigos acababan de alcanzar las profundidades de la mina. Con excepción de Masada, todos murmuraron una plegaria por el descanso del anciano, que se había sacrificado por ellos.
De hecho, Guillermo había tenido tiempo de correr hacia la pequeña sala donde se encontraba el árbol de la Vera Cruz. Mientras el templo se hundía, él se había refugiado en el hueco dejado por la cruz, se había acurrucado en él y había cerrado los ojos, esperando que el mundo acabara de hundirse.
Luego se había dormido, con una sonrisa en los labios.
Era el fin.
Tal como había predicho la Emparedada, los elefantes habían causado la muerte de las amazonas. La hendidura cerró su gigantesca boca y el oasis desapareció bajo tierra. Había doblado sus pétalos, como una flor al atardecer.
Al cabo de apenas una hora de marcha en la oscuridad, Morgennes y los suyos encontraron una galería que ascendía a la superficie. La siguieron, dejando el río al-Assi tras ellos, y salieron de nuevo al aire libre cuando el sol despuntaba en el horizonte.
Un joven elefantito los observaba. El animal levantó la trompa y se acercó tranquilamente barritando.
En el mes de Rajab, asediaron Jerusalén.
Ibn al-Athie, Historia perfecta
Alexis de Beaujeu colocó solemnemente la mano sobre la Vera Cruz.
—Gracias, Morgennes —dijo con los ojos empañados de lágrimas—. De todos los hermanos que partieron en su busca, tú has sido el único en volver. Sé que Dios es más clemente contigo que los hombres. Dime lo que puedo hacer para ayudar a atenuar el sufrimiento que estos te han causado.
Morgennes permaneció largo rato pensativo, sin encontrar nada que decir. Y luego declaró:
—Ya no sé quién soy. Casiopea me ha hablado de un tal Chrétien de Troyes, al que apenas recuerdo. Taqi es mahometano, y no por eso deja de ser un amigo fiel. Durante mucho tiempo creí que Guillermo de Tiro había muerto, pero estaba vivo. Un pasado olvidado, un infiel, un muerto que sigue vivo... ¡Qué extraño cortejo! ¿No estará hecho a mi imagen? Hoy ya no tengo certidumbres sobre nada, si es que alguna vez las tuve. Sé que debéis juzgar a Masada, pero no corresponde al tribunal de penitencia de los hospitalarios el hacerlo. Me gustaría que lo dejarais marchar. Necesita cuidados...
—Pero ¿y las lágrimas de Alá?
—Las devoró un elefante.
Alexis de Beaujeu miró a Morgennes, extrañado.
—Explícame qué ocurrió.
Morgennes contó, pues, a Beaujeu cómo, habiendo salido del oasis de las Cenobitas, la pequeña banda compuesta por Masada, Yahyah, Yemba, Taqi, Casiopea, Simón, él mismo, varias reliquias (entre ellas una cabeza parlante) y un buen número de animales (perro, caballo, asno, elefante, halcón), decidió avanzar hacia poniente, a fin de alcanzar tan pronto como fuera posible el Krak de los Caballeros, desde donde pensaban volver a partir hacia el sur para mantener la promesa hecha a las cenobitas y a Guillermo de poner a resguardo sus preciosos pergaminos.
—A lo largo de todo el trayecto —continuó Morgennes—, Masada no dejó de rezar, de gemir, de llorar, de lamentarse de su suerte y de la de Jerusalén, la ciudad santa, su amada, la ciudad donde nosotros, los cristianos, le habíamos prohibido habitar.
—Evidentemente —señaló Alexis—. ¡Cada vez que la ciudad estaba amenazada, los judíos entregaban las llaves a sus enemigos!
—En resumen :—continuó Morgennes—, armó tanto escándalo que acabé por sentir lástima de él. No podía olvidar lo que nos había hecho a nosotros, los hospitalarios, al pequeño rey Balduino, a su mujer, a sus jóvenes esclavos, lo que había querido hacer a Yahyah... Pero fue más fuerte que yo. No quería ser quien lo condenara a muerte, habiendo escapado yo mismo a esta condena del modo que sabes... De manera que abrí el pomo de
Crucífera
para extraer las lágrimas de Alá. Hacía años que no las había visto, y puedo asegurarte que estaban exactamente igual que el día que las descubrí.
Morgennes había tendido la reliquia a Masada, que se había puesto a temblar de alegría al verla. No se había atrevido a cogerla enseguida. Y luego, cuando por fin se había decidido, en el mismo momento en que la alcanzaba, ¡una larga trompa gris se había adelantado y se la había arrancado de la mano! Un instante después, la reliquia había desaparecido en la garganta del pequeño elefante, que la masticó con una mueca de contento innegable, con esa sensación de plenitud que solo aporta la contemplación, o la apropiación, de las cosas santas.
—¿Cómo? —se indignó el comendador del Krak—. ¿Y se lo permitisteis?
—¿Y cómo íbamos a evitarlo? —exclamó Morgennes—.Yo no soy más fuerte que un elefante, aunque sea joven. En cuanto a matarlo para recuperarlas..., ya las había triturado.
—¡Se las comió...! En fin —dijo Beaujeu con un suspiro—, lo hecho hecho está. Habrá que creer que eres más clemente que Dios, que no perdona a quien tú has perdonado.
—Yo no se lo he perdonado —lo corrigió Morgennes—. Pero es cierto que sentí compasión por él.
—Está aún peor ahora...
Los dos hombres se miraron con aire grave un cierto tiempo.
Luego dejaron escapar una leve risa y se sirvieron un poco más de vino de Damasco, de un cargamento que los hospitalarios acababan de interceptar en la ruta de Homs.
—Está claro que Dios te tiene bajo su santa protección —señaló Beaujeu—. No me gustaría tenerte por enemigo, y quisiera que encontráramos una estratagema... sé que peco al decir esto... que te permitiera, noble y buen hermano, escapar a tu castigo.
—No habrá vuelta atrás sobre esa decisión —dijo Morgennes.
—No, pero se puede revisar en parte... No eres tú quien merece perdernos, Morgennes; somos nosotros los que somos indignos de conservarte.
El comendador del Krak se levantó, reflexionó un instante y soltó:
—¿Y si no hubieras entregado la Vera Cruz?
Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Morgennes.
—¿Qué estás diciendo?
—Perdóname, noble y buen hermano, me he expresado mal. Deja que te lo explique: tú tenías derecho a cuarenta días para traérnosla, y no has necesitado ni diez. Has realizado una hazaña digna de los más grandes héroes de la Antigüedad. A decir verdad, no conozco hombre con más méritos que tú en Tierra Santa...
Morgennes no oyó lo que Alexis dijo a continuación. Las palabras del comendador del Krak se perdían en una niebla espesa. Morgennes no escuchaba. Estaba totalmente perdido en sus reflexiones, volcado hacia su pasado. Antes de conversar con Casiopea, no le había parecido que un hombre tuviera que tener un pasado. O bien lo había olvidado. Pero al verla —como la veía ahora, caminando a lo largo de los caminos de ronda del Krak en compañía de Simón—, se preguntó qué podía haber sido lo que lo había alejado de ese pasado. ¿Y su madre, la Viuda de la Gaste Fóret? En su memoria no se dibujaba ningún rostro, ningún rasgo, ni un sonido, ni un olor, ni un hecho. Era un fantasma perdido en las zonas borrosas de su vida. ¿Reaparecería algún día? ¿Y lo deseaba él? No habría sabido decirlo.
Absorbido en la contemplación de los rasgos de Casiopea, Morgennes se amonestó por haber deseado impedir, en Hattin, que cumpliera su misión. Y ese joven, ese Simón, ¿se parecía a él cuando era más joven? ¿Un hombre lleno de ardor y determinación, seguro de tener a Dios de su lado y de encontrarse en el camino recto?
Morgennes recordó unas palabras recientes de Guillermo: «Importa bastante poco, Morgennes, que seas justo, con tal de que te esfuerces en serlo. Que estés preocupado por la justicia basta para distinguirte de la masa de los hombres. Lo mismo ocurre con la verdad. Búscala. No la encontrarás nunca, porque no es de este mundo. Pero al menos te acercarás a ella. Porque si es difícil alcanzar la verdad, en cambio, es fácil alejarse de ella. Y el que se mantiene apartado de la verdad lo sabe...».