Caballeros de la Veracruz (44 page)

BOOK: Caballeros de la Veracruz
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—Y vos ¿qué creéis?

—Creo que todo esto no tiene demasiada importancia. Que fuera Simón de Cirene, Barrabás, Judas, una apariencia de Mesías o alguna otra cosa, permitiría explicar de forma racional la Resurrección. Pero fundamentalmente esto no cambia nada en el mensaje de Cristo, incluso aunque él no hubiera existido. Esto no disminuye en nada su valor. Por mi parte, he encontrado aquí escritos que hablan de hechos igualmente extraordinarios. Os los mostraré enseguida, cuando vayamos a la mina. En fin, la Vera Cruz, la que buscabais, está en la habitación de al lado, y el árbol de donde surgió está aquí...

—Así, ¿este árbol tendría hoy más de mil años? ¿Cómo puede creerse algo así?

—Este árbol es como el Fénix, o Prometeo. Renace de su cepa... Pero no es el único. Existe, por ejemplo, en Atenas, un olivo cuyo origen se remonta a la fundación de la ciudad y que sigue pareciendo joven. En otro terreno, algunas mujeres, aquí, tienen más de un centenar de años y siguen aparentando dieciséis. Zenobia tiene más de doscientos años y la Emparedada conoció a Mahoma. El mundo rebosa de maravillas.

—Pero... —dijo Morgennes—, ¿cómo explicar entonces los milagros de la Vera Cruz, la que siempre hemos conocido? Se han contado tantas cosas...

—Yo mismo fui testigo de ello —confirmó Guillermo—. Es cierto. Es posible que en ese momento, debido a que todos creían en ella y oraban a Cristo con toda su alma, la Vera Cruz estuviera efectivamente en medio de ellos... De hecho, poco importa la reliquia, con tal de que se tenga fe.

Morgennes no sabía qué pensar.

¿Cuántas «Veras Cruces» debía de haber?

—¿Sabéis? —prosiguió Guillermo—. Las reliquias que reciben el nombre de «Vera Cruz» son ya incontables. Desde el principio, santa Elena sacó cuatro fragmentos para llevarlos a Roma, y lanzó uno al mar para calmar la tempestad donde se encontraba atrapado su navío. Luego parece que la Vera Cruz se multiplicó según la necesidad que los pueblos tenían de ella. Se dice que Carlomagno tenía una, con la que lo enterraron. El emperador Otón III hizo abrir la tumba de Carlomagno para cogerla. Recientemente los templarios recibieron un fragmento de la Vera Cruz como prenda de un préstamo. Enrique el Liberal dio un pedazo a la capilla de Saint-Laurent de Provins. ¿Qué creer entonces? Si se juntaran todos los fragmentos de Vera Cruz que se encuentran en todas las
Sancta Crux
del mundo, habría con qué crucificar a mil Cristos. Pero son estos últimos los que cuentan. Y, por otra parte, ¿donde se los podría encontrar?

Aquella observación dejó pensativo a Morgennes.

—Pero, entonces, ¿desde el principio he ido en busca de un objeto que no existe?

—Existe —afirmó Guillermo— porque vos creísteis en él. Eso es lo que cuenta. El resto, bah, ¿quién puede saberlo? Tal vez seáis vos quien tiene razón... Y yo esté equivocado. Tal vez ambos estemos en lo cierto. ¿Quién sabe?

—¿Dónde está la verdad? Tengo necesidad de saber.

—¿Y a quién le preocupa?

—A mí. Lo prometí. Me lo prometí, y me comprometí a ello con mi orden.

—Pero, de hecho, habéis tenido éxito. Habéis recuperado la Vera Cruz, ¿no? La que Roma pide...

—La Vera Cruz está aquí.

—Tal vez. Pero Roma no querrá saber nada de esta.

—Habrá que convencerlos.

—No lo conseguiréis.

—Lo conseguiré.

—Es imposible. Demasiado complicado, demasiado incierto.

—¡Señor! —exclamó Morgennes—. ¿Por qué vine a este lugar?

—A causa de vuestra espada, ¿no?

—Sí, desde luego, pero ¿por qué aquí?

—¡Dios lo ha querido!

En ese momento alguien golpeó con tanta fuerza la puerta del
arboretum
que esta se abrió de golpe. Yemba, sin aliento, con una bolsa a la espalda, un bastón en la mano y la cara cubierta de sudor, anunció:

—¡Ya llegan! ¡Ya llegan!

—¿Quiénes? —preguntó Guillermo.

—¡Los elefantes!

22

Así aparecieron en mi visión los caballos y sus jinetes: estos llevaban

corazas de fuego, de jacinto y de azufre, y las cabezas de los caballos

eran como de leones, y sus bocas escupían fuego, humo y azufre.

Apocalipsis, IX, 17

Al someter lo que él tomaba por la Vera Cruz al examen atento de Heraclio y de su hijo Bernardo —el obispo de Lydda—, Reinaldo de Chátillon no había esperado oír un comentario como aquel.

—¡No es esta, habéis fracasado! —vociferó Heraclio, el patriarca de Jerusalén.

Reinaldo, que estaba sentado en una silla de ruedas, estalló en cólera. Pidió explicaciones, clamó que «esto no era posible», que «lo sabía», ¡que «lo había sentido»! ¡Que tenía que ser ella porque él la había cogido!

—Lo siento —bufó Heraclio—, pero mi hijo y yo estamos seguros de lo que decimos. La madera de esta cruz es demasiado buena, demasiado nueva, demasiado limpia. Parece una plancha de ataúd. ¡Dicho de otro modo, no nos sirve de nada!

Con un gesto brusco, el patriarca de Jerusalén cogió la madera despojada de su vaina de oro y perlas y la lanzó al fuego. Luego salió con pasos pesados de la habitación de alquimia que ocupaba en lo alto de la torre de David, donde ondeaba una bandera negra adornada con una calavera. Bernardo de Lydda lo siguió, después de haber dirigido una mirada contrita a Reinaldo.

Cuando se hubo quedado solo con Wash el-Rafid y Gerardo de Ridefort, el Lobo de Kerak les dijo que se ocuparía personalmente de los responsables de aquella bribonada.

—¡Se han reído de mí! ¡Yo también me reiré al verlos aullar en la hoguera! ¡En cuanto a Morgennes, hubiera debido ocuparme de él yo mismo, en lugar de confiar su suerte a ese joven imbécil de Simón!

—Poco importa la reliquia —dijo Wash el-Rafid sacando del fuego el trozo de madera que empezaba a consumirse— con tal de que Su Santidad crea en ella.

Y lanzó el contenido de una copa de vino al trozo de madera medio calcinado para apagar las brasas.

—¡La sangre de Cristo! —exclamó en el momento en que la cruz se aureolaba de humo—. Ahora volvamos a colocarla en su vestido de oro y perlas.

—¿Y eso por qué? —preguntó Ridefort.

—Porque es la Vera Cruz.

Chátillon y Ridefort lo miraron, sorprendidos, estupefactos. Y luego Chátillon estalló en una carcajada.

—¡Es ella, en efecto!

Cogiendo de manos de Wash el-Rafid la plancha carbonizada, Reinaldo de Chátillon la introdujo en el relicario. Parecía más verdadera que al desnudo.

—¡Aleluya! —se extasió Chátillon.

—Creía que necesitábamos esta funda de oro para pagar a los maraykhát —se quejó Ridefort.

—El Viejo de la Montaña sabrá motivarlos —dijo Wash el-Rafid, con la mirada perdida en el vacío.

Chátillon hizo rodar su silla hasta Ridefort.

—Que tus hombres envíen esta cruz a Roma. ¡Aunque de la Vera Cruz solo tenga la apariencia, desafío a Urbano III a que reconozca algo que no ha visto nunca!

De nuevo hizo girar su silla y se acercó a Wash el-Rafid, que declaró:

—Si Morgennes y Taqi ad-Din todavía están vivos, los traeré aquí atados de pies y manos. En cuanto a la Vera Cruz, aún no he dicho mi última palabra...

Sentándose en la mesa de alquimia, junto a un alambique borboteante, Wash el-Rafid añadió:

—Hay que encontrar a Masada. Seguramente ese gusano sabrá lo que les ha ocurrido a Morgennes y a la Vera Cruz.

—De hecho —tronó Chátillon—, nunca hubiéramos debido dejar marchar a ese gusano...

—¿Cómo haremos para saber dónde está? —preguntó Ridefort.

—Puedo preguntar a mi informador entre los hospitalarios —propuso Chátillon.

Pero Wash el-Rafid conocía medios mucho más seguros para saber si Morgennes, Taqi ad-Din y Casiopea todavía estaban con vida y enterarse de dónde se escondía Masada.

—¡Solo hay que interrogar a los yinn!

Normalmente a Wash el-Rafid no le gustaba implicar a Sohrawardi, porque suponía exponerse a grandes peligros y poner en peligro la vida de los magos chiíes de El Cairo. Además, Chátillon, que debía a las teriacas del nigromante el haber sobrevivido a su crucifixión, se resistía a recurrir a sus poderes, temiendo aumentar su deuda hacia él. Pero esta vez lo que estaba en juego era demasiado importante.

—¡Dile que se ponga al trabajo, no hay tiempo que perder! —rugió Chátillon.

Gracias a hombres infiltrados en las filas del ejército de Saladino —y especialmente gracias a los dos mamelucos encargados de vigilar al mago—,Wash el-Rafid obtuvo con mucha rapidez las informaciones deseadas.

Sohrawardi tragó hipérico, seseli y veneno de crótalo; se cortó las venas de la muñeca, hizo manar su sangre en un lebrillo de cobre donde flotaban en su placenta las entrañas de un feto y consultó a los yinn.

Normalmente los yinn, furiosos por haber sido invocados por los hombres, se divertían proporcionándoles respuestas alambicadas, informaciones que había que interpretar, con el riesgo de error que eso comportaba. Pero, por una vez, la respuesta fue sorprendentemente límpida.

—¡En el oasis de las Cenobitas!

Rawdán ibn Sultán estaba exultante. El jeque de los maraykhát y sus hombres recorrían la región desde hacía varias lunas, en busca de pueblos y de refugiados que saquear, cuando supieron que Rachideddin Sinan quería mostrarles su agradecimiento.

En Masyaf, en su poderosa fortaleza del Yebel Ansariya, el jefe de los asesinos de Siria donó a Rawdán ibn Sultán diez elefantes, y también una cría que había seguido a su madre desde el valle del Panjab y de la que no habían conseguido deshacerse.

—Casiopea los valía de sobra —dijo Sinan a Rawdán ibn Sultán, antes de añadir, lamentando casi haber tenido que entregarla a los templarios blancos—: Espero que te ocuparás tan bien de ellos como yo de ella...

El jeque de los maraykhát, que se había unido a las filas de los asesinos poco después de la batalla de Hattin, mostró a Sinan todos sus dientes mellados en una gran sonrisa, y aseguró a su «señor» su profunda gratitud y su absoluta entrega.

—Me ocuparé de vuestros diez elefantes mejor de lo que vos os ocupáis, de vuestras mujeres —prometió Rawdán a Sinan contoneándose, como si eso pudiera contribuir a realzar su celo.

Un destello de sorpresa y disgusto cruzó por la mirada de Sinan, pero el jeque de los maraykhát, concentrado en sus proyectos de pillaje, no lo vio. El rostro de Sinan se ensombreció. El asesino acarició con gesto ensimismado la empuñadura de uno de sus largos sables y despidió rápidamente a Rawdán ibn Sultán. Decididamente, aquellos beduinos tenían más grasa en la cabeza que en el cuerpo, lo que no era decir poco. No servían sino para ejecutar el trabajo sucio y chupar huesos de dátil.

Después de la partida de Rawdán, Sinan llamó a uno de sus fidai y le ordenó que fuera a buscarle una muchacha. Aquellos últimos tiempos el jefe de los asesinos hacía un consumo desmesurado de ellas. Más de una docena pasaban cada día por su cama. Y mientras tanto no podía dejar de pensar en Casiopea. Los templarios se la habían comprado por doscientos mil besantes de oro, el rescate de un rey. Aquellos endemoniados templarios, a los que pagaba cada año un tributo de tres mil besantes de oro, se habían vuelto por fin hacia él. Dios sabía, sin embargo, que eran peores que un vómito de hiena y más temibles que la Hidra: no servía de nada amenazarlos, y, aunque se matara a su jefe, otro igualmente temible lo reemplazaba enseguida. Además, su fanatismo no tenía nada que envidiar al de los asesinos. ¡Hubiera debido exigir diez veces más! Casiopea no tenía precio.

De modo que Sinan había necesitado recurrir a Rawdán ibn Sultán para apoderarse de la sobrina de Saladino, pues los maraykhát estaban acostumbrados a recorrer grandes distancias por el desierto. Los hombres de Rawdán le habían preparado una emboscada cuando se dirigía a Bagdad, habían asesinado a su escolta, se habían apoderado de ella y luego la habían entregado al Viejo de la Montaña.

Pero los maraykhát no le habían llevado solo a la muchacha: también se habían presentado con la cabeza del antiguo obispo de Acre, Rufino. Sinan los había entregado a ambos a los templarios blancos en señal de obediencia. «De este modo —había pensado— su vigilancia se relajará y me granjearé su favor mientras siga necesitándolos.»

Pero antes Sinan se había divertido con Casiopea y había tratado de modelar su espíritu para convertirla, sin saberlo ella, en un instrumento de su política. ¿Cuánto tiempo había tenido antes de que los templarios acudieran para cogérsela? Dos o tres semanas. No más de un mes.

No era mucho, pero casi lo bastante para hacer de ella una fiel convertida a su culto (o al menos, eso pensaba Sinan). De ella y del obispo del Acre, ese Rufino que tanto le intrigaba.

Tras salir de Masyaf, Rawdán ibn Sultán se reunió inmediatamente con sus hombres, instalados en la llanura, y les encargó una primera misión: encontrar el forraje necesario para los elefantes, para que pudieran pasar el otoño con seguridad.

Luego ya se vería. (En el peor de los casos, comerían su carne, y sus colmillos podrían convertirse en bellos objetos.)

Rawdán se frotó las manos, enrojecidas por la sarna. Se deleitaba por adelantado con los numerosos suplicios que podría infligir a sus enemigos, los zakrad, los muhalliq y las otras tribus, que se burlaban de su falta de nobleza y de sus maneras rústicas. Les enseñaría de qué eran capaces los verdaderos hijos del desierto, las serpientes, los escorpiones. Ya no podía soportar el carácter altanero y las miradas desdeñosas que le lanzaban los zakrad y los muhalliq, cuando ninguno de sus soldados combatía tan bien como los suyos. Poco después de Hattin, furioso por la forma en que los mamelucos habían tratado a sus nobles guerreros tras la incursión de un intruso en su campamento, Rawdán el Sultán había abandonado el ejército del sultán. Había renunciado a la
yihad
porque aquello implicaba librar batalla junto a semejante cerdo. Luego se había presentado en el Yebel Ansariya, en Masyaf, y había prometido a Rachideddin Sinan que lo ayudaría a restablecer la verdadera fe —la de los ismailíes— en Egipto, en Siria, en Persia... En fin, en todos los lugares donde le pareciera oportuno. Sinan le había ordenado entonces que se aliara con ciertos templarios conocidos por el nombre de «templarios blancos», que también querían restaurar la verdadera fe (su verdadera fe). Aquellos hombres eran, a su modo, como los asesinos, guardianes de la pureza: los templarios blancos querían que el reino de Jerusalén se constituyera en estado religioso, e incluso en estado del papado.

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