Caballeros de la Veracruz (39 page)

BOOK: Caballeros de la Veracruz
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—Los dos últimos murieron dignamente, a manos de mis mamelucos. En cuanto al primero, el viejo marqués de Montferrat, lo tengo de momento en mi palacio de El Cairo. Su hijo, Conrado, ahora príncipe de Tiro, desearía que lo liberara a cambio de un rescate. Estamos discutiendo las modalidades... Ah, pero aquí están nuestros amigos...

En efecto, Casiopea y Taqi entraban en la tienda, y Saladino los apretó contra su pecho. Los recién llegados explicaron al sultán lo que les había ocurrido. Casiopea relató su secuestro por una tropa de maraykhát que trabajaba para los asesinos, mientras se dirigía montada en su camella a Bagdad, y Taqi refirió cómo sus hombres y él mismo habían caído en una emboscada, tendida por Chátillon y un misterioso sarraceno enviado por el Papa, sin duda con el apoyo —una vez más— de los maraykhát.

—Las predicciones de Náyif ibn Adid se han realizado en parte —dijo Taqi—. Por más que, habiendo visto el mal bajo la máscara del bien, no haya podido sino ir a afrontarlo...

Al enterarse de la muerte de su fiel Tughril, Saladino lloró largamente y ordenó que remitieran al hijo del noble mameluco varios cofrecillos de oro y joyas. Luego se volvió hacia Morgennes.,

—¿Qué puedo hacer para darte las gracias por haber salvado a mi sobrina y a mi sobrino?

—¿A cuántos favores tengo derecho, noble Saladino? —preguntó Morgennes, divertido porque el sultán quisiera mostrarle su agradecimiento por haber salvado a dos seres hacia los que él mismo estaba en deuda.

—A tantos como quieras.

—Para empezar, me gustaría que Maimónides examinara a mi escudero. Sé que no ha habido mejor médico en la tierra desde Avicena y que sabrá recuperarlo enseguida.

—Así se hará. Y le diré también que te examine a ti. ¿Es eso todo lo que deseas?

—No, Espada del Islam. Pero no sé si debo...

—Habla, te escucho.

—Quisiera que me desligarais de mi juramento de fidelidad a la «verdadera fe».

—Hum... Me pides casi que te castigue.

—Os lo suplico, esplendor del islam; considerad, si os parece, que no merezco ese honor. No se puede convertir en pájaro a un pez.

—La pérdida para el islam de un hombre como tú será enorme.

—¿Y mi propia pérdida, eminencia?

—De ella se trata precisamente...

Dos finos hilillos de lágrimas se deslizaron de los ojos de Saladino. En torno a él, Taqi, Casiopea, Morgennes, Abu Shama y al-Afdal observaban, sorprendidos, sin comprender.

—¿Por qué lloráis, padre? —se inquietó al-Afdal.

—¡Lloro porque este hombre —dijo Saladino señalando a Morgennes—, a quien han arrastrado por fuerza al paraíso, pide salir de él! Verdaderamente me pregunto: ¿qué hay que hacer para llevar a los
dhimmi
a abrazar la Ley? Por no hablar de los paganos. ..

Todos observaban a Morgennes en silencio, y él mismo se sentía incómodo, turbado por la importancia que revestía su conversión, como cualquier conversión, para Saladino.

—Si no hubiera salvado a Casiopea —dijo finalmente Morgennes—, Reinaldo de Chátillon os la hubiera cambiado por la Vera Cruz, porque sabía que el oro no os interesaba. Esto formaba parte de su estrategia... Sabía que cederíais.

—Y tenía razón; pues mi sobrina (la paz sea con ella) vale mucho más que doscientos mil besantes de oro... —convino Saladino haciendo referencia al trato que los hospitalarios habían querido proponerle—. Por más que Casiopea te haya ayudado, tu valor y abnegación han sido determinantes. Sin ti, quién sabe, tal vez Taqi estuviera muerto... Dicho esto, consiento en acceder a tu petición. Pero se tratará de un don con contrapartida. Te desligo de tu juramento. Y, a cambio, me deberás un favor. No sé aún cuál. Pero un día te pediré que me lo reembolses. Espero que para entonces el Altísimo (alabado sea su nombre) te haya colmado de favores, porque tengo intención de reclamar mucho...

—Será para mí un placer satisfaceros —dijo Morgennes— Pero, otra cosa aún, oh rey de reyes: quisiera que me permitierais llevarme esta reliquia, la Vera Cruz.

—¡Cómo! —exclamó Saladino¡—. ¡Si soy yo quien te lo suplica! Desde luego, cógela. Y sobre todo no la pierdas: llévala deprisa a los tuyos. Que la envíen a Roma, a vuestro Papa, y que todos vean que no existe una Vera Cruz y que no hay otro Dios sino Alá. ¡Ve!

—¿Puedo considerarme desligado de mi juramento?

—Puedes. A la espera del día en que Dios te abra los ojos...

Antes de partir, Morgennes fue examinado por el médico personal de Saladino: Moisés Maimónides. Maimónides había huido de Córdoba, donde las persecuciones de los almohades contra los judíos —y el médico era uno de sus más eminentes representantes— se hacían cada vez más violentas. Y desde entonces había permanecido junto al sultán.

Moisés acababa de visitar a Simón. Le había aplicado sobre la herida un electuario que, según aseguraba, haría que estuviera recuperado «antes de la puesta de sol». «En cuanto a los enormes chichones que tiene en la frente, acabarán por reabsorberse por sí mismos.» El médico se lavó las manos en un lebrillo de agua clara.

—En fin —añadió girándose hacia Morgennes para examinarlo—, es una suerte que este joven sea tan torpe manejando el cuchillo. Espero por vos que lo utilice mejor contra sus enemigos. Aunque, bien mirado, no veo la ventaja... Después de todo, sus enemigos son mis amigos...

Morgennes estudió a aquel hombre ya mayor, sin apartar los ojos de sus manos salpicadas de manchas que corrían como gacelas sobre su epidermis, palpando aquí y allá, apoyando sobre un costado, apretando un trozo de carne entre el pulgar y el índice, pinzando la piel para evaluar cómo quedaba marcada, y examinándolo tan bien que tenía la impresión de ser un libro del que Maimónides iba girando las páginas en busca de su alma.

—¡Todo va bien! —dijo el viejo judío, dándole unas palmaditas en la mejilla como si fuera un niño—.Aparte de esta fea herida en el ojo, que, en cualquier caso, ha sido muy bien curada, estas marcas de quemaduras en la cara, que de todos modos han cicatrizado muy bien, y estas señales de golpes, comunes en los soldados de vuestra edad, os encontráis en un excelente estado de salud. Muchos jóvenes no pueden decir tanto. Vivís marcha atrás: se diría que la edad os rejuvenece. Aprovechaos de ello, es un don raro... Ya podéis vestiros.

Morgennes lo miró, estupefacto, sin comprender que el médico no hubiera visto nada. ¿Sería a causa de su edad? De hecho, Maimónides apenas superaba los cincuenta; sin duda, eran años, pero no muchos más de los que tenía él.

—¿Cuánto tiempo me queda? —preguntó Morgennes.

—¿Os queda? ¿Cómo voy a saberlo? —refunfuñó el viejo—. ¿Y antes que nada, para qué?

—Cuánto tiempo me queda —repitió Morgennes en un tono que pretendía ser imperioso— para que la lepra se declare e invada mi cuerpo...

—¿La lepra? ¡Vaya idea! —gruñó Maimónides, sin detectar, aparentemente, la fría altivez de Morgennes—. Os aseguro que vuestra salud es perfecta. Es verdad que he visto algunas manchas pardas que son antiguas señales de lepra, pero estáis, afortunadamente, curado por completo. ¡Es incluso milagroso! Deberíais dar gracias a Dios (sea siempre loado)...

—Mi pulgar —dijo Morgennes—. Mirad, he perdido la uña del pulgar de mi mano derecha.

—Eso no es nada —lo tranquilizó Maimónides—. Una lesión que os habréis hecho al sacar la espada de la vaina. Mirad: ya se está volviendo a formar. Y, además —dijo cogiéndole la mano—, fijaos en vuestros otros dedos: la uña es sólida, brillante, con una bonita media luna en la unión con la piel.

El viejo médico le soltó la mano y, percibiendo la inquietud de Morgennes, le preguntó:

—¿Tenéis algún motivo para haberla cogido de nuevo?

—Lo ignoro —dijo Morgennes, que no se atrevía a hablar de la pérdida de
Crucífera
.

—Vamos, deberíais saberlo... ¿Habéis estado en contacto con sangre, humores o pus de personas que tuvieran la lepra?

—No.

—¿Habéis estado recientemente en una leprosería?

—Tampoco.

—¿Creéis que habéis sido envenenado? ¿Habéis bebido agua de un pozo contaminado?

—No lo creo.

—Entonces todo va bien —concluyó Moisés Maimónides—. La habéis tenido, no hay duda. Pero ya no la tenéis. Y nunca se ha visto un caso en que la enfermedad de la lepra volviera por sí misma después de haber desaparecido... Por otro lado, se han visto muy pocos casos de curación. Pero vos, puedo asegurároslo, estáis curado.

—Sin embargo, todavía la siento en mí. Me roe, está ahí...

—¡Eso es porque está en vuestro cráneo, pero no en vuestro cuerpo! —vociferó Maimónides—.Y en ese caso, por desgracia, queda fuera de mi especialidad...

Morgennes se incorporó, se colocó la cota de malla, se ciñó el talabarte, se embutió en sus calzas de malla y se dirigió hacia la entrada de la tienda del viejo judío, que lo miró con los ojos brillantes mientras se frotaba su barba de chivo.

—Gracias por todo —murmuró Morgennes.

—Que Dios os guarde —respondió Maimónides—.Y no lo olvidéis: «Dios es el mejor de los que se sirven de la astucia para alcanzar su meta».

Para que la Vera Cruz estuviera bien guardada, Saladino había autorizado a Taqi a permanecer junto a ella. Por su parte, la misión de Casiopea pronto habría acabado: en cuanto Morgennes hubiera encontrado su espada y entregado la Vera Cruz, podría partir con él.

La ruta que conducía al oasis de las Cenobitas pasaba no muy lejos de Damasco, hacia el sudeste de la ciudad. En el fondo no era más que un pequeño rodeo de unas horas, antes de llegar al Krak de los Caballeros. Como mucho, de un día.

En cuanto hubieron abandonado el campamento de Saladino, dejando a este la tarea de enviar a los muhalliq a castigar a los maraykhát, Taqi dijo a Morgennes:

—Desconfío de este Simón. ¿Crees que podemos fiarnos de él? ¿No deberíamos encadenarlo?

—Esta cruz lo mantendrá ocupado con mayor seguridad que una cadena —dijo Morgennes señalando a Simón, que llevaba la Vera Cruz orgulloso como un pavo.

—Tienes razón. ¿Sabes en qué pienso?

Y, sin dar tiempo a Morgennes a responder, continuó:

—Los romanos llamaban al sendero que conduce a la fortaleza de Masada «el camino de la serpiente». En cierto modo, es el que seguimos...

—¿Y cómo acabó para ellos?

—Para los romanos, muy bien, desde luego. Pero para los celotes que se habían refugiado en Masada, más bien mal: todos se suicidaron, prefirieron morir por su propia mano antes que a manos de los legionarios. Con excepción de dos o tres, que se ocultaron para no perecer.

—¡Es espantoso!

—Espantoso, sí. Y, por desgracia, auténtico. En fin, si lo que explica Flavio Josefo es cierto...

Taqi sonrió, y espoleó enérgicamente a su montura, que partió al galope. Así cogió una ventaja de dos o tres arpendes sobre sus compañeros. La costumbre de dirigir a sus tropas y de cabalgar como explorador estaba tan viva en él como la que Morgennes tenía de mantenerse siempre en guardia, con la lanza sobre el muslo, listo para cargar; Simón, la de ir pegado con su montura a la estela de alguien mayor que él, y Casiopea, la de hacer pequeños recorridos de ida y vuelta de un extremo a otro del grupo para asegurar su cohesión. Con excepción de Morgennes, que montaba a Isobel, todos tenían caballos nuevos, más ligeros y rápidos que los de los templarios. Y la yegua de Taqi tenía el mismo color de capa que Terrible, blanco.

Simón sostenía con delicadeza la cruz truncada, como si fuera un recién nacido.

Morgennes se la había dejado encantado; ya podía cansarse si eso era lo que deseaba. Y ya podía tener también el honor de ser el hombre que llevara la Santa Cruz cuando volvieran con los hospitalarios: «Al menos —se dijo Morgennes—, esto le valdrá la estima, si no la benevolencia, de los caballeros del Krak...».

Morgennes se preguntó cómo lo juzgarían los suyos a su vuelta. Y qué haría él. ¿Volvería a Francia con Casiopea para acabar sus días en las páginas de un libro, o bien iría a pudrirse a un monasterio, según prescribía su condena? Después de todo, nada le impedía dejar que Simón fuera solo al Krak, e ir, por su parte, con Casiopea, al encuentro de Chrétien de Troyes. Morgennes contuvo un estremecimiento. ¿De qué tenía miedo?

—¿Por qué vamos al oasis de las Cenobitas si tenemos la Vera Cruz? —preguntó Simón, que cabalgaba justo detrás de él.

—Para encontrar mi espada —respondió Morgennes.

—Pero ¿qué tiene de especial?

Morgennes dejó pasar un instante antes de responder. Aquella espada era casi tan preciosa a sus ojos como la Santa Cruz. Por otra parte, sin que pudiera explicar por qué,
Crucífera
y la Vera Cruz eran, para él, indisociables.

—Es un arma santa —se limitó a decir—. Fue forjada hace varios siglos para permitir a los cristianos defenderse contra los demonios. Guillermo de Tiro afirmaba que su hoja había sido bañada en la sangre de un dragón, lo que le daba inteligencia, ligereza y solidez.

—¿Inteligencia?

—Sí —confirmó Morgennes—. Como
Durandal, Joyeuse o Excalibur
, esta espada tiene una personalidad. Amaury pasó años buscándola con la ayuda de los consejos de Guillermo de Tiro, y enviándome en misión a todos los lugares donde parecía que podía encontrarse.

—¿Dónde la hallasteis finalmente?

—En Lydda, en una antigua tumba que un terremoto descubrió en 1170.

—¿Se sabe de quién era la tumba?

—No estamos seguros, pero en los muros de esa sepultura había unos frescos que hacían pensar que podía ser la de san Jorge. Se veía un soldado con armadura combatiendo a un poderoso dragón.

—Así, ¿sería la espada de un santo?

—Sí, aunque la idea de un santo manejando la espada siempre me haya repelido.

Simón se entregó entonces a reflexiones que prefirió no formular. Para él, la santidad solo podía conquistarse con las armas en la mano, exponiéndose a los mayores peligros y venciendo a los enemigos de la fe o pereciendo. Al parecer, no era esa la opinión de Morgennes.

—¿Por qué os incorporasteis al Hospital —preguntó Simón— si la idea de un guerrero santo os era insoportable hasta ese punto?

—No es la santidad lo que me molesta, ni el hecho de combatir —respondió Morgennes—. Es el hecho de asociarlos. Mira, yo soy un guerrero, pero no tengo nada de santo. Y me parece perfecto. En sus orígenes, la Iglesia se negaba a honrar a los que morían con las armas en la mano, fuera por la razón que fuese. Luego, en 314, un año después del edicto de Milán, que autorizaba el cristianismo en el Imperio romano, el concilio de Arles condenó a la excomunión a los que se resistían a llevar armas para defender a ese mismo Imperio, y por tanto, a la cristiandad. Más tarde llegó san Agustín, la caída de Roma y los ataques de los sarracenos en España, Sicilia, Provenza..., y este fenómeno no ha dejado de ampliarse. ¿Hasta dónde llegará? Entré en el Hospital porque es una orden difícil, que tiene por vocación el cuidado de los enfermos, mientras que el Temple es una orden estrictamente militar. De todos modos, durante mucho tiempo para los hospitalarios solo fui un mercenario, un auxiliar, una especie de parte vergonzosa que hay que ocultar. Para el Hospital, aceptar a un soldado era más un mal necesario que una bendición, al menos al principio. Mi verdadera recepción en la orden, como caballero, es mucho más reciente. Tiene menos de una decena de años.

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