Read Caballeros de la Veracruz Online
Authors: David Camus
Morgennes se sentía un poco confuso, y su turbación no dejaba indiferente a Simón: para él, los hombres se dividían en valientes y pusilánimes, pero Morgennes no parecía pertenecer a ninguna de las dos categorías.
Taqi, con sus palabras, había devuelto a Morgennes a su camino. Se habían acabado las ilusiones, la idea de que todo podría ser preservado, su inocencia y su misión, su fe en Dios, su lugar en el paraíso. Oh, su lugar en el paraíso. ¡Lo hubiera cambiado al instante por la Vera Cruz si hubiera podido! ¿Y no era eso lo que había hecho? Entonces, ¿qué importaba que actuara, que razonara, por orgullo... si al final encontraba la Vera Cruz?
Seguiría siendo mahometano mientras Saladino no lo desligara de su juramento. Seguiría buscando la Vera Cruz, tal como había prometido a Alexis de Beaujeu, y sobre todo tal como se lo había prometido a sí mismo cuando había visto pasar la montura de Rufino en el campo de batalla, en Hattin.
Decididamente, siempre volvía a aquel funesto combate en el que la muerte lo había esquivado en varias ocasiones, donde había sido —para su gran vergüenza— el último soldado en rendirse, y donde había renegado de su fe. ¡Cuántas pruebas atravesadas desde entonces, cuánto camino recorrido! Morgennes tenía la impresión de vivir una pesadilla.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Simón, que ya se impacientaba.
—¿Qué quieres hacer? —dijo Morgennes.
Simón esbozó un gesto en dirección a las dos siluetas que cabalgaban a lo lejos. Cierto, una era Casiopea, pero desde que habían salido de La Féve no le había dirigido una palabra, ni una mirada, y solo parecía preocupada por su halcón.
—Están lejos, podemos irnos —soltó, desesperado, sabiendo que eso significaba abandonar a Casiopea.
—¡Y dejar la Vera Cruz! —se indignó Morgennes.
—¡La Vera Cruz! Soy el primero en querer encontrarla, pero volveremos más tarde, con un ejército.
—¿Con cuál? ¿Con el de Conrado de Montferrat, que no quiere moverse de Tiro? ¿Con el de los hospitalarios, en plena recomposición, o con el del Temple, diezmado? Te recuerdo que las fuerzas del reino fueron completamente masacradas en Hattin.
—¡Quedan los templarios blancos! —exclamó Simón.
—Los templarios blancos... —Morgennes lanzó un suspiro—. ¿Puedes decirme qué esperabas encontrar entre ellos? ¿No te bastaba ser un manto blanco? ¿Necesitabas más? ¿Y si te dijeran que los templarios blancos son una sociedad secreta creada según el modelo de los nizaritas?
—¿Y qué sabéis vos de eso? —replicó Simón—. ¡Si ni yo sé nada!
—¿Ah, no? Y ese hombre, con su ballesta...
—¡El enviado del santísimo padre! —se indignó Simón—. ¿Cómo os atrevéis...?
—¿Que cómo me atrevo? Simplemente, planteando preguntas, mostrándome curioso. Y no creo que sea un pecado. Solo lo es para las personas a las que molestan estas preguntas. En el fondo, supongo que no sabes gran cosa de los templarios blancos. Por otra parte, tampoco debes de saber demasiado sobre el Temple.
—¡Conozco la regla!
—Desde luego. Estoy seguro de que te la sabes de memoria. Pero ¿conoces su historia?, ¿sus principios, sus costumbres, sus errores, sus defectos, sus zonas de sombra y de luz? ¿Sabes lo que son un templario, un hospitalario o incluso un nizarita?
—Los dos primeros son soldados de Cristo. El otro es un ismailí, es decir, un mahometano que no se reconoce en el poder que tiene su sede en Bagdad.
—¿Y eso qué significa? ¡Palabras! ¡Solo palabras! ¡Palabras y más palabras, palabras y plegarias, palabras, cantos, responsos, oraciones y qué sé yo qué más! ¡Palabras y viento! No es difícil hablar. En lo que a mí se refiere, ser un soldado de Cristo es obedecer a Cristo, responder a su mensaje, que es ante todo un mensaje de amor, y servirlo, ¡a Él antes que al Temple, al Hospital o al Papa!
—Blasfemáis —protestó Simón—. Os recuerdo que el Papa es el vicario de Cristo, que estamos a sus órdenes y que san Bernardo nos dio una regla, no muy alejada de la vuestra, que nos preserva del pecado de homicidio y nos mantiene en el recto ca-mino.
—Que tú acabas de abandonar al venir con nosotros —indicó Morgennes en tono cansado.
—No más que vos al abjurar —replicó Simón.
Morgennes no respondió. Desde hacía dos meses lo había abandonado todo, su alma, su fe, su honor y a los suyos, por una sola razón: encontrar la Vera Cruz. Estaba cansado de combatir, cansado de tener que explicarse y justificarse ante personas que no entendían nada de aquello. Para acabar, dijo a Simón:
—Haz lo que quieras. No tengo ganas de considerarte como un enemigo ni como mi prisionero. Si quieres ser mi escudero, te acepto a mi servicio. Si quieres irte, vete. Pero, si quieres seguirme, has de saber que por ahora confío en Taqi. Aunque con ello deba perder, un poco más aún, mi honor, mi alma y mi vida.
Simón estaba perplejo. Tenía la extraña sensación de encontrarse en falta. Sin embargo, era él quien estaba en lo cierto, ¿no?
Aquel hombre, no sabía cómo decirlo..., decididamente no era como los otros.
Es verdad que no era la primera vez que Simón se encontraba confundido de aquel modo. Antes de Morgennes, sus hermanos, y luego Wash el-Rafid y Reinaldo de Chátillon, habían dejado en él su huella. Pero Morgennes era, entre todos, el más enigmático, el más sorprendente. En cierto modo, todos tenían rasgos comunes. Hablaban poco, actuaban con rapidez y determinación, y cada uno de ellos proyectaba la imagen de una personalidad fuerte, incorruptible. Pero en el caso de Morgennes existía una fisura. Y aquella fisura había emocionado a Simón.
Llevado por un terrible presentimiento, sintiendo que las lágrimas le asomaban a los ojos, dijo simplemente:
—Acepto seguiros.
—Me alegro de ello —dijo Morgennes.
Y ambos espolearon sus monturas para alcanzar a Casiopea y Taqi. Aunque ya no podían ver sus caballos, todavía podía leerse el rastro de su paso en el suelo, en las bostas y las huellas de herraduras.
—¿Me diréis por fin cómo murió mi hermano? —preguntó Simón.
—Pidió a Dios que le perdonara sus faltas y lo acogiera en su casa—respondió Morgennes—. Y estoy seguro de que está en ella ahora. Pero un poco antes de morir dijo una frase en latín:
Gloria, laus
...
—...
et honor Deo in excelsis!
Fueron las últimas palabras que pronunció nuestro padre cuando nos encargó una misión, a nosotros, sus cinco hijos, para determinar quién sería más digno de ser su heredero.
—¿Una prueba?
Simón respondió con una sonrisa:
—Nos encargó que le lleváramos la Vera Cruz.
—¿No le bastaba un fragmento?
—Tendrá que conformarse...
—¡Esperémoslo!
Casiopea, profundamente marcada por las pruebas que había soportado, casi no decía palabra, como si estuviera obsesionada por algún misterio. En cuanto a Taqi, echaba de menos a Terrible; además, la yegua en la que ahora cabalgaba no tenía la potencia ni la resistencia de su compañera de tantos años.
—Si hay un paraíso para los humanos —decía a Casiopea—, tiene que haber uno para los caballos como Terrible. Valía más que muchas personas a las que he conocido...
Casiopea no escuchaba a su primo. Se sentía feliz por haberlo encontrado, y se alegraba de que la hubieran arrancado de las garras de los templarios, pero se planteaba algunas preguntas acerca de Morgennes. Porque era a él a quien buscaba. Ahora estaba segura. Y pronto se lo diría. Había llegado el momento de volver a Francia, y para Morgennes, de abandonar las órdenes. Lo que no debía ser difícil de conseguir: el Hospital ya le había entregado la carta de exclusión. Sin embargo, Morgennes era tan imprevisible... ¿Quién podría decir lo que haría dentro de un año, de un mes o al día siguiente?
Casiopea, por su parte, ni siquiera habría apostado por la hora siguiente. No porque Morgennes fuera un veleta, sino porque su destino escapaba a los hombres. Como todo el mundo, Morgennes buscaba algo. Ella no habría sabido decir qué, pero tenía el convencimiento de que lo perseguía con tanta avidez, ambición y pasión como los que se agotaban corriendo tras la gloria, las mujeres, el poder o el dinero. Si Morgennes parecía inconstante, era porque no se veía el camino por el que transitaba. De hecho, estaba claro que caminaba solo, dramáticamente solo.
Las llanuras, las casas, los campos y los huertos abandonados se sucedían, devastados por completo. Finalmente, cuando las cumbres del monte Tabor se difuminaban tras ellos, una gran llanura dorada se extendió hasta el horizonte. Sus monturas levantaban en ella un fino polvo claro, más pálido aún que la arena del desierto. El polvo volaba con el viento, que empezó a soplar, primero suavemente y luego cada vez con más fuerza. Al elevarse, se pegaba al pecho de los caballos, se aglutinaba sobre sus flancos, se deslizaba entre las mallas y los pliegues de las ropas de los cuatro jinetes. En cuanto a Babucha, prácticamente había desaparecido en un torbellino de arena. Por eso Morgennes la levantó como a un gato, por la piel del cuello, para sentarla sobre su silla contra él. Casiopea y Taqi habían reducido la marcha, e invitaron a sus compañeros a imitarlos. Avanzaban con sus monturas tan pegadas unas a otras que un animal no hubiera podido escurrirse entre ellas. Para franquear aquellas vastas extensiones de tierra, tuvieron que cabalgar el doble de tiempo que para llegar a ellas. Pronto los abrasó la sed. Pero beber hubiera sido inútil, ya que a cada trago podía sucederle una bocanada de arena. Lo mejor era continuar, con el rostro protegido por una
keffieh
.
Si hacía falta, se detendrían.
Aquel extraño viaje los llevó no lejos de Tiberíades. El viento los había depositado en las orillas del lago. Al oeste, los montes escarpados de la colina de Hattin se escalonaban hacia el cielo, encuadrando el pequeño monumento construido por Saladino para celebrar su victoria.
Los cuatro jinetes desenrollaron sus
keffieh
y las sacudieron en la brisa de la tarde para expulsar la arena; luego se fueron a beber al lago, donde unos meses antes había acampado el ejército de Saladino. A continuación Taqi se lanzó en dirección a los Cuernos de Hattin, haciendo amplios gestos con el brazo para llamar a Morgennes.
—¡Por aquí,
dhimmi
, por aquí!
Morgennes espoleó a Isobel, temblando a la vez de excitación y de miedo. Se preguntaba si era posible que por fin se encontrara tan cerca de la meta. ¿No iba a engañarlo Dios una vez más, como lo había engañado tantas veces, allí mismo, jugando con su sed y con su vida?
—Hay que cavar allá —indicó Taqi.
Y señaló una superficie de tierra blanda, no lejos de un macizo de adelfas. Morgennes contempló el terreno un breve instante y volvió la mirada hacia el lugar de la batalla, donde numerosos montículos de huesos blanqueados formaban un curioso paisaje. Desde abajo no los había visto, pero desde aquellas alturas se hubiera dicho que eran cráteres, un sembrado de manchas y de costras que daba a la llanura un aspecto lunar. Numerosos cuerpos parecían intactos y otros estaban resecos. Pantorrillas que ya no tenían pierna salían de calzas hechas jirones; esqueletos con la caja torácica hundida habían sido vaciados por los buitres y por enjambres de gruesas moscas. Sus huesos rotos brillaban al sol, como una maraña resplandeciente en medio de la arena. En algún lugar, entre ellos, se encontraban sus antiguos compañeros, y también Arnaldo de Roquefeuille, al que Simón buscó llamándolo por su nombre.
Dejándose caer de rodillas más que arrodillándose, Morgennes empezó a escarbar en el suelo, primero con las manos y luego con ayuda de su cuchillo. Simón, Casiopea y Taqi lo ayudaron. Cavaron con una mezcla de impaciencia y de precaución bajo la asombrada mirada de Babucha, que descansaba, con la lengua colgando, a la sombra de la gran cruz donde habían crucificado a Reinaldo de Chátillon.
Finalmente Morgennes tropezó con su cuchillo con algo que parecía madera, despejó el conjunto con las manos y sacó de la tierra una plancha con una longitud de un poco más de seis palmos por uno de anchura.
—¡La Vera Cruz!
Simón lloró, derramando abundantes lágrimas sobre la Santa Cruz, que Casiopea miraba con aire indiferente. Morgennes se levantó y abrazó a Taqi.
—Verdaderamente eres la persona más noble que conozco. ¿Cómo podré agradecértelo?
—Soy yo quien te da las gracias —respondió Taqi—. Porque nos haces un favor inmenso,
dhímmi
. Mi tío (la paz sea con él) no se equivocaba: la Vera Cruz os divide más de lo que os une. Ahora los templarios y los hospitalarios pelearán hasta que no quede ninguno para saber quién la ha encontrado realmente...
—¿Cómo? —saltó Morgennes—. ¡No me dirás que no es esta!
Taqi suspiró. Luego cruzó los brazos y se apoyó contra la chambrana de piedra del pequeño monumento.
—Entra conmigo, ¿quieres? Hoy dormiremos aquí. La noche trae consejo.
—Yo no dormiré. Quiero pasar la noche rezando, junto a la Vera Cruz.
—¿Ya no tienes la fe verdadera?
—Sí —dijo Morgennes—. Pero ya no es la tuya.
—Mi tío no te ha desligado de tu juramento. ¿Renegarás de tu palabra?
Morgennes no respondió nada. Su mirada se perdió en la llanura de Hattin, pasó de montículo en montículo y luego se dirigió a la gran cruz del monumento de Saladino.
—Vosotros también erigisteis esta cruz —dijo.
—Tal vez —convino Taqi—. Pero no la adoramos. Era para matar a uno de los tuyos e infligirle el justo castigo elegido por él mismo. Por lo que sé, los cristianos no tienen el monopolio de la cruz.
—¿Cuándo veré a Saladino?
—Tal vez esta noche, tal vez mañana. Acaba de dejar Tiro, que renuncia a asediar, por otra ciudad.
—¿Puedo saber cuál?
—Jerusalén.
Morgennes volvió a guardar silencio. Simón apretó los puños, con los ojos llenos de lágrimas de rabia y de inquietud. De impotencia, sobre todo.
Ese fue el momento elegido por Taqi para decir a Morgennes:
—Esta cruz es realmente la «Vera Cruz» que vosotros adoráis. Pero no es, desde mi punto de vista, la Vera Cruz.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Morgennes—. ¿Cómo es posible que esta cruz sea y no sea a la vez la Vera Cruz?
—Quiero decir que el Corán es muy claro al respecto: «Dios elevó a Jesús hacia él e hizo caer el parecido sobre el que iba a buscarlo. El cual en vano dijo que no era Jesús, y fue crucificado en su lugar». Esta cruz tal vez sea la que paseáis desde hace no sé cuántos años por los campos de batalla, la que vuestra santa Elena inventó, pero no es la cruz en la que Jesús fue crucificado, ya que no fue crucificado. Esta cruz que adoráis es la de Judas.