Read Caballeros de la Veracruz Online
Authors: David Camus
—¿Cómo te sientes? —preguntó Morgennes cuando le pareció que el chico se había repuesto.
Por toda respuesta, Yahyah tosió, miró a Morgennes con los ojos húmedos de agradecimiento y dijo:
—¡Por Alá (sea siempre loado), me has salvado la vida!
Morgennes le pasó la mano por el pelo para sacudirle la arena, y respondió:
—Será mejor que des las gracias a Babucha; es ella quien te ha salvado. Sin ella, solo serías un puñado de polvo más en el desierto.
Uniendo el gesto a la palabra, Morgennes cogió en la mano un poco de arena y la dejó volar al viento.
—Tenemos que irnos —continuó—. Te subiré a mi grupa, y me explicarás lo que te ha ocurrido y dónde está Masada.
—¡Esa serpiente! —exclamó Yahyah—. Si no tuviera tanto miedo de que me falte agua, escupiría al suelo. ¡Puaj, qué personaje infecto! ¡Cuando pienso en lo que hizo con sus precedentes esclavos!
Mientras cabalgaban a la luz de las primeras estrellas, Yahyah explicó a Morgennes cómo Masada había escapado, dejando que Reinaldo de Chátillon y Gerardo de Ridefort se fueran con la Vera Cruz. Femia había aullado, implorando a Masada que se quedara, diciendo que no podían abandonar a Morgennes, pero Masada había respondido: «¡Solo tiene lo que merece!».
Masada les había contado todo a Chátillon y a Wash el-Rafid, poniendo en su conocimiento el pacto hecho con los hospitalarios del Krak de los Caballeros, y cómo estos habían recurrido a Morgennes y a su conocimiento íntimo de Oriente para encontrar la Vera Cruz.
Chátillon se había jurado que acabaría con Morgennes, pero no antes de hacerle escupir todos sus secretos, y especialmente los concernientes a sus famosas expediciones a Egipto en la época de Amaury. Brins Arnat estaba persuadido de que Morgennes conocía el emplazamiento de muchos tesoros, de muchas reliquias; y Masada no lo había desengañado. Además, Wash el-Rafid había oído hablar de Morgennes al obispo de Preneste, Paolo Scolari, que era gran amigo de Heraclio, patriarca de Jerusalén y enemigo feroz de Raimundo III de Trípoli y de los hospitalarios.
Para ellos, Morgennes era el enemigo, la serpiente que hay que aplastar después de haberle hecho escupir su veneno. Pero la serpiente había escapado, desconocedora de su naturaleza de serpiente e ignorando también hasta qué punto se encontraba acosada por sus adversarios. Hasta el momento, Morgennes solo había temido el juicio de los suyos. Hubiera debido saber que el juicio de sus enemigos debía inspirarle mayor temor.
—¿Y Masada? ¿Dónde está?
—Me habló del oasis, explicándome entre risitas burlonas que allá todo iría mejor para él. No dejaba de acariciar a
Crucífera
y al cofre donde está encerrado Rufino, diciendo que sacaría un buen precio...
—¿Te dijo para qué necesitaba el dinero?
—A causa de un mal que lo corroe —dijo Yahyah enigmáticamente.
—El muy imbécil. ¡Les venderá la espada, cuando es justamente lo que necesita! ¡Apresurémonos!
Morgennes espoleó de nuevo a Isobel, que partió a todo galope. Se guiaba por el halcón peregrino, sombra sobre las sombras del cielo. La velocidad de su carrera a través del desierto, añadida al frescor de la noche, había helado los miembros de Yahyah, que temblaba en brazos de Morgennes.
—¡Allá! —gritó de pronto el niño, en el mismo momento en que la perra se ponía a gruñir.
—¿Qué hay? —preguntó Morgennes.
La ausencia de su ojo derecho se hacía sentir penosamente cuando la noche aplanaba las formas, y tuvo que pedir al niño que le describiera lo que veía.
—Un ojo inmenso, blanco, mirando hacia el cielo...
—¡¿Qué?! —exclamó Morgennes, estupefacto.
—¡No! No es eso... Son, es... ¡Centenares de palmeras blancas!
¡Palmeras blancas! Morgennes nunca las había visto. De lejos, la fronda de palmas ondulaba como tentáculos de anémonas de mar movidas por la corriente. Ahora olía su aroma aceitoso y oía cómo el viento acariciaba las hojas, sumando su aliento a las curvas del pájaro. Unas plantas verdes muy altas daban la impresión de ser inmensas vainas de donde surgían las palmeras.
—¡Están tan apretadas que no se puede pasar! —exclamó Yahyah.
—Tiene que haber un modo...
Babucha ladró. En una palmera, no lejos de donde estaban, una oscilación agitó las ramas con un ruido misterioso: una pareja de monitos blancos, con la cabeza aureolada por una pelambrera sedosa, había trepado al árbol y miraba hacia ellos rascándose el mentón con aire pensativo.
—¡Qué calor tan agradable! —dijo Morgennes sonriendo—. ¿Te has fijado en que el aire también es cada vez más húmedo? Debe de haber una fuente de origen volcánico en algún sitio...
En efecto, Una fina columna de humo blanco se elevaba por encima de las palmeras y se perdía, vaporosa y ligera, en el cielo crepuscular.
—Es el oasis de la Mano —dijoYahyah.
—¿Cómo lo llamas? —preguntó Morgennes—. Los otros lo llamaban el oasis de las Cenobitas...
—Es el oasis de la Mano, el oasis de las Palmeras Blancas... Masada lo llamaba así. Porque parece una mano con los dedos tendidos hacia el cielo...
—Pues yo solo veo palmeras rodeadas de hierbas...
—Justamente, son los dedos. El manantial, las viviendas, se encuentran en la palma, en una especie de depresión.
—¿Y cómo se llega allí?
—Masada habló de un camino. Dice que el oasis está recorrido por senderos que son como las líneas de la mano...
—¿Y cuál hay que coger?
—El de la línea de la vida.
Morgennes estudió la palma de su mano, y observó, pensativo, los surcos que se entrecruzaban, se prolongaban o se dividían.
—Es muy extraño —señaló Yahyah—. Tu línea de la vida se detiene en un punto, desaparece un instante y vuelve a prolongarse un trecho corto. ¿No es curioso?
Morgennes lo miró con aire indiferente.
—No sé nada de esas cosas —respondió—.Ven, demos la vuelta al oasis. Tratemos de encontrar el lugar que sirve de entrada.
Rodearon, pues, el oasis, que efectivamente tenía el perfil de una mano. Al cabo de un rato se detuvieron ante un camino estrecho, en pendiente, que parecía hundirse en un abismo de verdor. Babucha ladró. Desde lo alto de los árboles, una decena de monos blancos los observaban, inmóviles, con las manos cruzadas sobre el vientre, como viejos sabios, y una especie de sonrisa.
—¡Es como si estuvieran asistiendo a un espectáculo! —dijo Yahyah echándose a reír.
Manteniéndose en guardia, Morgennes condujo a Isobel a lo largo de la pendiente, que descendía, a menudo abruptamente, entre los estrechos troncos de las altas palmeras entrelazadas. Aquí y allá, algunos bejucos cortados daban testimonio del reciente paso de Taqi, Simón y Casiopea. Un poco más lejos, un tronco hundido en el fango y rastros paralelos de ruedas salpicados de agujeros marcados por unos pequeños cascos constituían los vestigios de la llegada de Masada. Los chillidos de los loros, de los que distinguían a veces —durante una fracción de segundo— un confuso plumaje blanco, llenaban el aire. Y los monos les respondían, de tarde en tarde, con una voz casi humana. Ahora había decenas, que seguían furtivamente a Isobel, deslizándose detrás de un tronco o aplastándose entre la vegetación en cuanto Morgennes o Yahyah miraban hacia ellos. Se hubiera dicho que se encontraban en plena jungla, y Morgennes recordó, efectivamente, haber atravesado lugares similares. Luego la humedad se intensificó hasta hacerse sofocante. Poco a poco las palmeras fueron sustituidas por densos bosquecillos de flores exóticas, en una exuberancia renovada sin cesar de blanco, rosa y amarillo. Muchas servían de percha a los loros, que no dudaban en posarse sobre ellas en largas filas, a veces al alcance de la mano, a un lado y a otro de Morgennes y Yahyah, de manera que estos tenían la curiosa impresión de estar pasando revista a un batallón de aves.
—Morgennes...
Esta vez Yahyah temblaba de miedo. Morgennes lo apretó contra sí, cuando, de repente, Babucha ladró: estaban cercados. Una veintena de guerreras con armaduras de bronce, equipadas con arcos largos, espadas cortas y finos venablos, los amenazaban con sus armas. Semejantes a hamadríades, las amazonas habían surgido de todos lados a la vez de entre la jungla. Algunas iban montadas sobre gacelas marfileñas y los miraban con animosidad. Las que les apuntaban con sus arcos tenían la inmovilidad de las piedras y, si no se hubieran desplazado para ajustados mientras ellos avanzaban, hubieran podido tomarlas por estatuas.
—Seguidnos —dijo una de ellas en un tono poco tranquilizador.
Morgennes espoleó suavemente a Isobel y, poco tiempo después, llegaron al oasis propiamente dicho. ¡Era un lugar magnífico! ¡Decir que algunos habían hablado de Damasco como de un paraíso, cuando el paraíso estaba allí! El oasis era los jardines sin Babilonia, el Edén sin Adán, la manzana sin Lucifer. Imaginad una inmensa hendidura en forma de delta invertida. Arcos cubiertos de musgo enlazan las alturas, donde, incrustadas como esmeraldas, una miríada de grutas rebosan de verdor. Estas cavidades desempeñan la función de salas comunes, viviendas, talleres, almacenes, observatorios y capillas... Galerías pegadas a la roca y escaleras talladas en la piedra permiten circular de sala en sala y vigilar el oasis. Aquí y allá, como corrientes de lava reverdecidas por el tiempo, jardines suspendidos escalonados en terraza prolongan las grutas hasta el fondo de la hendidura, donde un río salta entre las piedras. Morgennes no veía el origen del pequeño torrente, perdido en la niebla, pero río abajo sus aguas se precipitaban en una anfractuosidad de la tierra, por donde escapaban silbando entre un despliegue de vapores.
Realmente, el oasis era la mano de Dios.
Después de haberlos hecho desmontar, las mujeres con casco y armadura, con mirada fiera, los condujeron bajo un techo verdeante. Algunos bejucos colgaban de él, contribuyendo a la belleza del lugar; una guerrera cortó uno con su sable y lo utilizó para atarles las manos.
—¿Quiénes sois? ¿Qué queréis? —preguntó luego con voz clara.
Tenía los rasgos de una adolescente. Pero en su cara se reflejaba una dureza real, reforzada por las líneas aceradas de su casco, coronado por una cabeza de hiena.
—Me llamo Morgennes, y este es Yahyah —respondió Morgennes—. Hemos venido en paz para recuperar un bien que me pertenece y encontrar a nuestros amigos.
—¿De qué y de quién habláis?
—De una espada, y de dos hombres y una joven que han debido de llegar poco antes que nosotros.
—Son nuestros prisioneros. No queremos tener contacto con nadie. Dadnos una buena razón para que no os convirtamos en nuestros esclavos...
Morgennes reflexionó. Pensó en hablar de Masada, pero no sabía en qué términos se encontraba con las cenobitas y prefirió no hacerlo. Entonces vio, sobre el pecho de una de las guerreras, un medallón en forma de palmera idéntico al que Femia le había entregado poco antes de morir.
Buscando bajo su cota de malla con las manos atadas, dijo a las jóvenes:
—Esperad, mirad esto.
Con esfuerzo consiguió sacar la joya de Femia y se la mostró. La alhaja brillaba suavemente a la luz de las antorchas de las cenobitas.
—¿De dónde habéis sacado esto? —preguntó otra guerrera.
—Me lo dio una amiga —respondió Morgennes.
—¡Su nombre!
—Femia.
Un rumor pasó de cenobita en cenobita. Las mujeres hablaban una lengua extraña, llena de silbidos y entonaciones variadas.
—¡Seguidme! —dijo la primera guerrera.
Después de haberlos liberado, la soldado condujo a Morgennes y a Yahyah por un dédalo de escaleras estrechas que serpenteaban de terrazas a grutas y de grutas a terrazas, subiendo cada vez más alto, atravesando salas donde las cenobitas se afanaban junto a hornos, forjas y crisoles, bastidores para tejer, alambiques, atanores o tornos de alfarero. Parecía una colmena humana, con celdillas tan misteriosas como insondables, que hervían de actividad.
—¡Entrad ahí! —ordenó la guerrera.
Morgennes y Yahyah penetraron en una sala de techo bajo, con la entrada cerrada por una cortina. Estaban en una gruta pequeña, con los muros blanqueados con cal, con manchas de humedad en algunos lugares y pinturas ingenuas que representaban cazadoras. Al extremo de una alfombra de lana con motivos que figuraban escenas sáficas, se encontraba sentada una joven guerrera de rasgos adolescentes.
Morgennes se arrodilló, pensando que se trataba de Zenobia, la reina de las amazonas.
—Levantaos —dijo la mujer—. No soy quien creéis: la veréis mañana. Me llamo Eugenia. Soy la hermana de Femia.
Morgennes se estremeció y se llevó la mano al corazón, como para ocultar el medallón que pendía de su cuello. En ese momento algo se movió tras ellos, y una voz masculina, la voz de un anciano, declaró:
—Ah, aquí está...
Morgennes se volvió hacia el hombre que acababa de entrar. Y estuvo a punto de desvanecerse: Guillermo de Tiro estaba allí, vivo, ante él.
Nuestro fin estaba próximo, nuestros días cumplidos;
sí, nuestro fin había llegado.
Lamentaciones, IV, 18
—¡Os creía muerto! —exclamó Morgennes, hincando la rodilla en el suelo para besar la mano del anciano arzobispo.
—Por Dios —dijo Guillermo sonriendo—, tengo algunos dolores en las articulaciones, pero estoy bien vivo...
Unos instantes más tarde, Guillermo los invitaba a compartir su cena.
—Cenamos tarde, aquí —dijo Guillermo mientras iban a buscar a Casiopea y a Taqi—. Hay tanto que hacer y los días son tan cortos...
El anciano no tenía ni una arruga más, ni había perdido uno solo de sus numerosos y largos cabellos blancos. Su jovialidad no se había empañado nada en absoluto desde que Morgennes lo había dejado, seis o siete años antes, cuando había partido en busca de las lágrimas de Alá para curar a Balduino IV.
—¡Qué alegría! —dijo Morgennes—. En Jerusalén todos os creían muerto.
—Imagino —respondió Guillermo— que la mayoría se alegraba de ello.
—Los del partido del rey Guido de Lusignan, de Gerardo de Ridefort y de Heraclio, sí. Sin duda. Los otros todavía os lloran. Y son los más numerosos.
—Pero, por desgracia, no los más fuertes —dijo Guillermo sonriendo con tristeza.
El arzobispo cogió la mano de Morgennes y la apretó afectuosamente, palpándola y mirándola con gran interés.
—De modo que lo habéis conseguido —constató—. Se lo dije a Balduino: «Morgennes no puede fracasar. Es el mejor, el más fuerte de todos». A menudo vuelvo a pensar en la mirada del pequeño rey cuando me pedía noticias vuestras, cuando sus fuerzas disminuían: una mirada que se vaciaba de vida, a la vez dulce y resignada. Cada día, y luego cada hora, hacia el final, Balduino me preguntaba: «¿Ha vuelto Morgennes?». Debo confesaros que en algún momento creí que habíais abandonado, derrotado, y que habíais huido, o que habíais muerto. Entonces Balduino me tranquilizaba: «No os preocupéis, volverá... Vos mismo lo dijisteis: «"No puede fracasar"». En aquellos momentos me pregunté si no debería...