Caballeros de la Veracruz (34 page)

BOOK: Caballeros de la Veracruz
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—¡Desmonta! —ordenó uno de los templarios que lo habían rodeado.

Morgennes lo observó y vio que se trataba de un hombre muy joven. Su uniforme no llevaba la cruz roja de los templarios corrientes. Trató de adivinar sus intenciones, y se preguntó hasta dónde llegaría aquel candido jovencito si le desobedecía. En ese momento, entre un entrechocar de hierros, el rastrillo de la barbacana cayó pesadamente tras él, aprisionándolo en el primer recinto de La Féve. Al ver que el segundo rastrillo bajaba, justo ante él, Morgennes dijo:

—Me rindo.

Pero el hospitalario no había contado con el impetuoso temperamento de Isobel, que se encabritó y empezó a lanzar coces cuando Morgennes quiso bajar de la silla. Los turcópolos y el templario cayeron derribados y él tuvo que sujetarse al cuello de su montura para no caer. Recuperando la confianza en su buena estrella, Morgennes espoleó a Isobel y salió disparado en dirección al segundo rastrillo, que franqueó por los pelos, aplastándose contra el cuello de su montura. Ahora se encontraba en el patio interior del castillo, y aprovechó aquella tregua para examinar el lugar. Al distinguir el camino de ronda donde se encontraban apostados los arqueros, sujetó con más fuerza las riendas de su montura y, con continuos rodillazos, la dirigió hacia una pequeña escalera que parecía conducir allí. «Desde ahí arriba —se dijo—, podré saltar a la barbacana y huir de nuevo. Aunque vuelva más tarde...»

Mientras ascendía por la pequeña escalera, algunos hombres bajaron a todo correr y trataron de coger de la brida a Isobel; pero Morgennes los rechazó con brutalidad, golpeándolos con el puño y con el pie, y haciendo caer a uno de ellos contra las losas del patio, donde se estrelló con un estruendo metálico.

A una orden del hombre del turbante, una primera andanada de flechas cayó sobre Morgennes, pero la mayoría se rompieron contra los escalones de piedra o se hincaron en su armadura sin dañarlo. Por suerte, ninguna había tocado a Isobel, y una, en cambio, había alcanzado en la garganta a uno de los turcópolos, que se derrumbó entre horribles convulsiones.

Sin arma, Morgennes tenía grandes dificultades para defenderse de los soldados —templarios y turcópolos— que lo amenazaban, unos con la espada, y otros con la lanza o la maza. Si conseguía apartarlos a la izquierda, volvían por la derecha, sin concederle un momento de tregua. Y de todas partes brotaban gritos que lo conminaban a rendirse. Pero él no los escuchaba, preocupado solo por salir de aquella ratonera metálica.

Entonces recordó de pronto el
vexillum
de san Pedro, que llevaba enganchado a la silla, lo sujetó como si fuera un arma y lo hizo voltear sobre su cabeza.

—¡Por la Iglesia de Roma! ¡Estoy en misión para el Papa!

(Aquella afirmación, aunque engañosa, le había parecido, de entrada, la más apropiada.)

Poco a poco se hizo la calma. En el patio, todos miraron, boquiabiertos, la enseña del papado: el estandarte tenía en algunos lugares manchas de sangre, que Morgennes trataba de ocultar plegando las partes enrojecidas de la tela. Así consiguió trepar hasta el camino de ronda, y calculó que la cortina que conducía a la barbacana debía de encontrarse justo por debajo de él, a una distancia que estimó en solo unos pasos, un salto que, con un poco de suerte, Isobel debía poder realizar. Maniobrando con las máximas precauciones, Morgennes condujo a su yegua frente a una almena con la intención de saltar. Pero un cuadrillo de ballesta silbó en el crepúsculo y rasgó el santo estandarte.

—¿Qué tienes que decirnos que no sepamos ya? —preguntó con voz hostil el hombre del turbante, cuya ballesta de dos tableros seguía apuntando a Morgennes.

Morgennes tiró de las riendas de Isobel y observó al hombre; se trataba, desde luego, de Wash el-Rafid, pero Morgennes no lo conocía.

—Vendrán unos templarios —dijo Morgennes—. Pero esos hombres solo tienen la apariencia de templarios, a pesar de la presencia a su lado de Gerardo de Ridefort y de la Santa Cruz. De hecho son sarracenos, no debéis obedecerles...

Wash el-Rafid contempló a Morgennes con aire divertido, y luego señaló con la punta de su arma el estandarte de san Pedro.

—Este
vexillum
no te pertenece, harías bien en soltarlo...

—Nunca —replicó Morgennes.

A modo de respuesta, un segundo cuadrillo le arrancó el estandarte de las manos. La bandera flotó un instante, indecisa, en la brisa nocturna, y luego un soplo de viento se la llevó. Morgennes se disponía a seguirla cuando otra voz se elevó en el patio:

—En tu lugar, yo no me movería...

Morgennes miró hacia abajo y vio a un hombre de negro montado sobre un caballo de color rojo. No podía distinguir su rostro, oculto por el yelmo, pero le pareció que los flancos de su montura estaban anormalmente húmedos al nivel de las espuelas. Como manchados de sangre. El hombre, un gigante, tenía a su lado al joven templario que hacía un momento había tratado de detenerlo, y este blandía ahora una bandera de san Pedro exactamente igual a la perdida por Morgennes, con excepción de las manchas. Kunar Sell mantenía su hacha danesa apretada contra la garganta de Femia, y solo esperaba una orden de su maestre para cortársela.

—Ridefort y sus falsos templarios pueden venir, los espero —prosiguió el hombre de negro—. Por ellos estoy aquí. Igual que tú, imagino...

—¿Quién sois? —preguntó Morgennes.

—¿Que quiénes somos? Los que recuperarán la Vera Cruz, para mayor gloria del Temple.

—Y tú ¿quién eres? —insistió Morgennes.

—¿Que quién soy yo? ¿No me reconoces, mi noble y buen hermano Morgennes?

Morgennes lo examinó con atención. Trató de cruzar su mirada con la del hombre, pero sus ojos desaparecían en la sombra del yelmo. Su voz, sin embargo, le resultaba familiar, así como la altivez con que se dirigía a él. Por otro lado, la espada que tenía en el costado era de un tipo que no le resultaba desconocido. Era una espada bastarda. Pocos guerreros sabían utilizarla correctamente. Y, por último, estaban esos rastros de sangre, a la altura de los tobillos y de las muñecas, y sobre todo aquella pesada sobrecota de cadenas en torno al torso.

—¡Sire Reinaldo! Deberías estar muerto... —dijo Morgennes, que se preguntaba por qué extraño hechizo podía estar todavía con vida aquel hombre.

—¿Quién te dice que no lo estoy? —respondió el jinete negro levantando la visera de su yelmo.

Era, efectivamente, Reinaldo de Chátillon, montado sobre Sang-dragon, una yegua que le había dado Sohrawardi.

Unos instantes más tarde, Morgennes se dejó conducir por los subterráneos del castillo de La Féve. De vez en cuando, pozos enrejados se abrían sobre quien sabe qué oscuridades y profundidades insondables, de donde en ocasiones surgía un grito sordo, una queja. Dos hombres se encargaban de escoltarlo: un turcópolo y el joven caballero blanco. Este último caminaba rápidamente ante ellos, con paso firme a pesar de la oscuridad que apenas disipaba la antorcha del turcópolo que seguía a Morgennes. Daba la impresión de que el joven podía prever cada pulgada de terreno, de que sabía perfectamente cuándo debía bajar la cabeza para evitar un techo demasiado bajo, estirar la pierna para bajar varios escalones a la vez o levantar el pie para evitar un desprendimiento, que saltaba con presteza. Morgennes llegó a la conclusión de que debía de pasar allí la mayor parte de su tiempo...

El joven templario aflojó el paso. Morgennes esbozó una sonrisa y también redujo el suyo. ¡De modo que era allí! Observó con atención el interior de las celdas ante las que pasaban. Aquí el cuerpo desmadejado de un adolescente, medio desnudo, con las ropas destrozadas. Probablemente un desgraciado al que los soldados cortos de instrucción habían torturado para entrenarse. ¿Sería, tal vez, Oliverio, el esclavo abandonado por Masada? Más allá, algunas celdas vacías. Un poco más lejos, la imagen fugitiva de una joven tendida sobre la piedra desnuda en su calabozo, con la cabeza apoyada en lo que parecía una manta. Como un icono, la mujer apareció en el resplandor de la antorcha. Morgennes se quedó sin aliento: ¡Casiopea!

A su paso, la joven volvió la cabeza, y un destello de sorpresa brilló en sus ojos. A Morgennes le pareció que también ella lo había reconocido.

—¿Adonde me lleváis? —preguntó Morgennes.

—¡Silencio! —ordenó el turcópolo, dirigiendo un gesto obsceno a Casiopea para advertirle de lo que le esperaba si hacía cualquier movimiento extraño.

Unas celdas más lejos, el joven caballero blanco descorrió el cerrojo de una pesada puerta de madera, que se abrió con un chirrido de goznes herrumbrosos. La habitación olía a orina, a excrementos y a vómitos de varios días. Morgennes fue invitado a entrar en la sala de tortura, donde el habitual potro, el brasero y la jaula de clavos reinaban junto a un batiburrillo de poleas y cadenas, grilletes, cuchillos de carnicero, quebrantamandíbulas, hierros para marcar, sierras, pinzas y empulgueras, ganchos, anzuelos, embudos, tornos y otros objetos de ángulos imposibles que cons-tituían el instrumental ordinario del verdugo.

Morgennes dio un paso en el interior de la habitación y se volvió hacia el joven caballero, que había permanecido en la puerta.

—¿Puedo saber el nombre de mi verdugo? —preguntó.

—Simón de Roquefeuille —respondió el joven.

—Conocí a un Arnaldo de Roquefeuille —dijo Morgennes.

—Mi hermano —dijo Simón, intrigado—. ¿Dónde lo visteis?

—En la batalla de Hattin, poco antes de su muerte...

Simón pareció impresionado por aquellas palabras. Quería saber más, pero, detrás de ellos, el turcópolo dijo:

—Noble y buen señor, esta basura trata de engatusaros, no lo escuchéis...

—Sé lo que hago —replicó Simón.

El turcópolo adoptó un aire ofendido, y Morgennes aprovechó la situación:

—¿Desde cuándo los subalternos dan órdenes a los caballeros?

Herido en lo más hondo, el turcópolo le lanzó un puntapié tan violento en la parte baja de la espalda que Morgennes salió disparado hacia adelante y fue a chocar contra el banco del verdugo.

—¡Sube inmediatamente! —ordenó Simón al turcópolo—. Te recuerdo que un soldado no debe perder la calma en ningún caso. ¡Hablaré de ti en el próximo capítulo!

El turcópolo salió hacia la escalera refunfuñando y los dejó en tinieblas.

—¡El muy imbécil! —exclamó Simón corriendo tras él para recuperar la antorcha.

En cuanto Morgennes se vio solo en la oscuridad, empezó a buscar a tientas un instrumento que lo ayudara a desembarazarse de sus cadenas o pudiera servirle como arma. Allí no faltaba donde elegir, y al final se hizo con unas grandes tenazas. Se disponía a utilizarlas cuando Simón volvió con la antorcha. Morgennes sujetó con fuerza el pesado par de pinzas, preparándose para descargarlo con toda su energía contra la cabeza del joven.

Justo en ese momento una voz resonó en el subterráneo:

—Simón...

Era Casiopea.

—¿Sí? —respondió enseguida Simón—. ¿Qué ocurre?

Entre los dos jóvenes pronto se inició un diálogo que Morgennes aprovechó para tratar de liberarse. No era fácil. Se sirvió de la mesa para intentar fijar las tenazas, pero siempre le resbalaban. No conseguía cortar el hierro. Entonces recordó que había visto un torno y una gran lima, los buscó a ciegas entre las diferentes herramientas del banco, encontró por fin la lima, ¡y se le cayó al suelo! El ruido atrajo la atención de Simón. Casiopea, aprovechando que no la miraba, sacó rápidamente los brazos al exterior de la celda y, sujetándolo por los hombros, lo hizo caer con un puntapié en la tibia y le golpeó violentamente la cabeza contra los barrotes de su prisión.

Simón se derrumbó y la antorcha rodó por el suelo chisporroteando, amenazando con apagarse.

—¡Por aquí! —susurró Casiopea a Morgennes.

Abandonando sus instrumentos, Morgennes se dirigió hacia la antorcha que Casiopea trataba de atrapar antes de que se extinguiera por completo.

—¡Las llaves! ¡Coged las llaves, deprisa! —dijo la joven.

Morgennes se arrodilló, cogió la antorcha y se la dio.

—Sostenedme esto, veremos mejor.

A la luz de la antorcha, Morgennes volteó el cuerpo inerte de Simón para apoderarse del manojo de llaves que pendía de su cinturón, y luego abrió la reja del calabozo.

Una vez fuera, Casiopea exclamó:

—¡Gracias a Dios, estáis vivo!

—Gracias a vos —dijo Morgennes cogiéndole la mano—. Decidme, ¿cómo os sentís?

—Como vos... Estoy contenta de volver a veros, tengo la impresión de que... ¡Hablo demasiado, será mejor que nos preocupemos por salir de aquí!

Morgennes levantó sus muñecas encadenadas.

—Yo me encargo —dijo Casiopea.

Cogieron las armas y el cinturón de Simón, lo encerraron en la celda y volvieron a salir corriendo hacia el antro del verdugo. Allí, Casiopea utilizó las enormes tenazas que servían para triturar huesos para romper las cadenas de Morgennes.

—Dadme eso —dijo Morgennes, cogiendo el gran par de pinzas de manos de Casiopea—. Me servirá de arma.

De vuelta al corredor principal, Morgennes señaló el calabozo donde yacía el cuerpo del adolescente.

—¿Sabéis quién es?

—Un joven que han torturado hasta la muerte. Se llamaba Oliverio.

Morgennes se acercó al calabozo y pidió a Casiopea que lo abriera.

—Quisiera ver su rostro...

Casiopea abrió la celda de Oliverio, que tenía el cuerpo cubierto de equimosis y quemaduras.

—¿Cómo han podido hacer algo así a un niño? —preguntó Casiopea.

—Tal vez deberíamos preguntárselo a él —respondió Morgennes señalando a Simón.

Dieron media vuelta y se dirigieron rápidamente a la celda de Simón, que poco a poco volvía en sí. Casiopea abrió la reja, sacó su cuchillo de la vaina y le espetó en tono acerbo:

—¡Temo que no tengas bastante valor para servirnos de rehén!

Simón retrocedió hacia la pared del fondo.

—¿Qué vais a hacer? —preguntó—. Siempre he sido bueno con vos...

A modo de agradecimiento, Casiopea lo golpeó con tanta violencia con el pomo de su arma que Simón perdió de nuevo el conocimiento. En su cráneo, dos enormes chichones daban testimonio de los golpes que había recibido. A Morgennes le recordaron las colinas de Hattin, que llamaban los Cuernos del Diablo.

—Desnudémoslo —dijo Casiopea.

Le sacaron el gambesón de cuero, y Morgennes ayudó a Casiopea a colocárselo por encima de sus harapos.

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