Caballeros de la Veracruz (29 page)

BOOK: Caballeros de la Veracruz
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—¿Formas parte de la caravana encargada de llevar el oro al Krak de los Caballeros?

El hombre asintió.

—¿Hay supervivientes?

Nueva señal de asentimiento.

—¿Por dónde han ido?

El hombre tendió el dedo en dirección al Yebel Ansariya.

—¿Cuántos eran vuestros asaltantes?

El hombre se encogió de hombros.

—¿Por qué no dices nada? ¿No puedes hablar?

El hombre apartó la mirada, se puso a temblar, se encogió de hombros de nuevo; se mostró, en fin, tan trastornado que Emmanuel prefirió dejarlo tranquilo.

Un hermano sargento intervino para decir:

—Hermano Emmanuel, he encontrado excrementos de camello un poco más al norte. La pista todavía está fresca, sin duda tiene menos de una hora.

Emmanuel se disponía a gritar «¡Vamos!» cuando el sonido de un cuerno resonó de nuevo en la bruma, esta vez del lado de la montaña... Su instinto lo empujaba a desconfiar; pero su razón, su rango de hermano caballero, le exigían que investigara. «Id al encuentro de la caravana, encontradla y luego conducidla hasta nosotros», había dicho el hermano comendador Alexis de Beaujeu.

—¡Apresurémonos! —ordenó Emmanuel—. ¡Nuestros hermanos nos piden ayuda, por Nuestra Señora, vayamos a prestarles socorro!

La pequeña patrulla volvió a colocarse en formación y siguió la pista que llevaba hacia la montaña y las llamadas del cuerno. Pronto el camino se hizo pedregoso, y tuvieron que reducir la marcha debido a la dureza de la pendiente. Los caballeros dejaron la bruma atrás, ascendieron por la ladera de la montaña y penetraron en sotobosques cada vez más densos donde no veían más allá de la punta de su lanza.

El olifante volvió a sonar.

—¡Apresurémonos! —dijo Emmanuel con la esperanza de llegar a tiempo para salvar a sus hermanos.

Sin embargo, había algo que lo intrigaba: en el suelo se veían, de vez en cuando, unos montones de materia pardusca: bosta de camello. Lo que Emmanuel no se explicaba era por qué los hermanos hospitalarios perseguían a sus asaltantes llevándose a los camellos consigo; y, por otra parte, ¿por qué perseguirlos? Entonces tuvo la convicción de que les habían tendido una trampa, de que las llamadas del cuerno eran como la seductora voz de las sirenas que encantaban a los marinos para perderlos.

—¡Replegaos! —dijo Emmanuel a la columna—. ¡Media vuelta, regresamos al Krak!

Los caballeros hicieron volver grupas a sus caballos, lo que se reveló difícil: el camino era estrecho, y eso entorpecía las maniobras.

Un grito se elevó en la parte trasera:

—¡Es una trampa! ¡Una trampa!

El hombre no tuvo tiempo de decir más. El moribundo al que había montado a su grupa sacó de entre sus harapos dos finos estiletes y le atravesó la garganta con ellos. El hermano cayó del caballo, y el moribundo, recobrando todo su vigor, saltó a tierra, como un demonio, y desapareció en las alturas riendo burlonamente.

Resonaron como una especie de ladridos, y luego ruidos de cabalgada y voces, que rebotaron en las paredes de la montaña de tal modo que era imposible saber de dónde provenían, si no era de todas partes.

—¡Al galope! —ordenó Emmanuel—. ¡Retirada! ¡Retirada!

Esforzándose por mantener la dignidad y dar prueba de disciplina, los hospitalarios retrocedieron rápidamente hacia la llanura, pero una lluvia de flechas cayó de la montaña. Uno de los jinetes trató de abandonar la columna para enfrentarse al enemigo, pero Emmanuel le gritó:

—¡No combatáis, huid! ¡Son demasiado numerosos! ¡Hay que prevenir al Krak!

Sin embargo, el hospitalario veía claramente que aquello acabaría en una matanza. Emmanuel, que se encontraba en uno de los extremos de la columna, tiró entonces de las riendas de su montura y volvió a cabalgar hacia la cima de la montaña. Las flechas se clavaban en su escudo o en su armadura, dejando milagrosamente indemne al caballo. Inclinado sobre la silla, le murmuró a la oreja:

—¡Adelante! ¡Corre como el viento! ¡Corre!

El animal pareció comprenderle y, a pesar de su agotamiento, se lanzó al asalto de la pendiente. Algunas flechas lo alcanzaron en la grupa, haciendo que se encabritara de dolor con cada impacto, pero los flechazos no lo detuvieron.

Emmanuel lo animaba lo mejor que podía, con la esperanza de atraer la atención de los asesinos sobre su persona. La lluvia de flechas ya no era tan intensa: los asesinos lo seguían, lo que no era fácil dada la naturaleza del terreno.

Al alcanzar un collado, Emmanuel se encontró frente a un extraño espectáculo. Un misterioso jinete blanco estaba plantado justo ante él, atravesado en el camino. En una mano sostenía un estandarte con las armas del Papa, y en la otra un olifante, el que se daba a los hermanos del Hospital.

El caballero, que parecía un templario, excepto por el hecho de que no llevaba la cruz roja, se llevó el olifante a los labios y sopló.

—¡Maldito seas! —le gritó Emmanuel—. ¿Me dirás quién eres?

El hospitalario se adelantó hacia él, pero el jinete hizo dar un cuarto de vuelta a su montura y ascendió al galope por un repecho. Emmanuel pensó: «¡La fortaleza de El Khef no debe de estar lejos! ¿Qué demonios irá a hacer allí?». Se estremeció. Todo parecía en calma. Abajo no se oían ya galopadas ni silbidos de flechas ni gritos. ¿Qué quedaría de la patrulla? ¿Qué debía hacer? ¿Volver a bajar, o lanzarse en persecución del misterioso jinete? Sin duda se trataba de un templario: blandía el estandarte de san Pedro que, como a los hospitalarios, les había entregado Wash el-Rafid, el agente secreto del Papa en Tierra Santa.

«Vamos —se dijo Emmanuel pensando en Morgennes—, muerto por muerto, tanto da continuar», y espoleó a su caballo para proseguir la ascensión, porque, aun resignado a morir, le interesaba igualmente aclarar aquel asunto.

Su camino lo llevó, al final de un sendero escarpado, hasta una pequeña escalera tallada en la roca que conducía a una especie de promontorio. El acceso estaba guardado por dos estrechos muretes unidos por un arco de piedra, cubierto de líquenes y encajado en la montaña.

El jinete blanco lo esperaba en lo alto de los escalones. Emmanuel lo siguió, procurando no exigir demasiado a su montura, que se encontraba debilitada y perdía sangre. Cuando estuvo solo a unos pasos del arco, el jinete blanco se apartó para cederle el paso, y dejó ver tras él a otros ocho jinetes también vestidos de blanco. Emmanuel penetró entonces en una explanada natural que daba, a la derecha, al vacío de un precipicio, y a la izquierda, a una puerta de piedra empotrada en la ladera de la montaña. Frente a él, dos troneras servían de observatorio a un ballestero.

—¡Bienvenido a El Khef! —dijo un hombre envuelto en una malla de cadenas y montado sobre un caballo rojo.

—¿Con quién tengo el honor de hablar? —preguntó Emmanuel.

—Me llaman el Resucitado —dijo el jinete.

—Yo solo conozco a uno, y no sois vos. ¿Quién sois? ¿Qué queréis?

—Se lo dijimos a tus amigos, pero no nos escucharon. Sin embargo, si hubieran obedecido, no habrían recibido ningún daño.

A Emmanuel, aquella voz, aquel rostro, le recordaban a alguien. ¿Quién podía ser aquel hombre, y dónde lo había visto antes?

—¿Qué les habéis hecho? —preguntó, con el puño crispado sobre su espada.

—¡Pronto lo sabrás! —replicó el jinete negro, lanzando a los pies de Emmanuel las cabezas tonsuradas de tres hombres, ¡de tres hospitalarios!

Uno de los jinetes blancos se acercó lentamente a Emmanuel, con la lanza apuntando hacia adelante.

Emmanuel hizo dar un paso de lado a su montura y desvió el golpe utilizando la parte plana de la espada. Otros jinetes se adelantaron a su vez, amenazadores. Emmanuel retrocedió, pero unos gritos excitados al pie de la escalera lo alertaron: ¡cimitarra en mano, los asesinos se lanzaban al asalto!

De pronto, dos cuadrillos de ballesta salieron disparados al mismo tiempo de una de las troneras y le atravesaron el brazo derecho. Emmanuel estuvo a punto de caer de la silla y soltó la espada, que desapareció en el abismo a su lado.

Los asaltos de sus adversarios no cedían. Emmanuel paró con el escudo una segunda lanzada, y esquivó una tercera inclinándose tanto a la derecha que vio correr por debajo el río al-Assi, el «río rebelde», del que se decía que fluía a la inversa, del mar a la montaña.

La cuarta lanzada le abrió el muslo, la quinta alcanzó en el pecho a su caballo, y las patas del animal se doblaron. Su sufrimiento era tan grande y sus heridas tan profundas que ya era un milagro que hubiera aguantado hasta entonces.

La situación no era mala, era desesperada. Los jinetes blancos lo hostigaban con las lanzas, los asesinos lanzaban aullidos y el ballestero volvía a ajustar su arma.

Emmanuel observó por última vez al jinete negro y lo reconoció. Entonces exclamó:

—¡Mi muerte no te pertenece!

Y se precipitó al vacío con su montura.

El misterioso jinete blanco se acercó al borde del precipicio y los vio hundirse en el río, donde Emmanuel y su caballo desaparecieron en un surtidor de espuma. Entonces se sacó el yelmo y se llenó los pulmones con el aire del anochecer. Era un hombre muy joven, de apenas dieciocho años, que a pesar de su edad había acompañado a Kunar Sell a Damasco. Se llamaba Simón, y apretaba tan fuerte el
vexillum
de san Pedro que tenía los nudillos blancos, tan blancos como los reflejos que corrían por la superficie del al-Assi.

16

Enitere ergo, miles Christi! («¡Levántate, pues, soldado de Cristo!»)

Gerberto de Aurillac, Correspondencia

Morgennes estaba sentado en una tina de madera con el interior guarnecido con un paño y se pasaba por la parte superior del cuerpo un pedazo de jabón de Alepo que el encargado de los baños le había entregado con la consigna de que lo gastara entero. «Orden del hermano comendador», había declarado. El caballero se jabonó el torso, los brazos, y luego la cara, la barba y los cabellos. Hecho esto, se levantó, y se lavó el vientre, las piernas y los pies. Finalmente volvió a sentarse, pensativo, y mordió un muslo de capón que un auxiliar había colocado sobre una mesa no lejos de él.

«Que este instante dure el mayor tiempo posible.» En eso estaba soñando. En un baño que durara toda una vida.

Cerró los ojos, saboreando la extraña acción del jabón sobre su piel. Tenía la impresión de que unos ángeles lo acariciaban, y sus párpados se hicieron cada vez más pesados. El día, sin embargo, estaba lejos de haber terminado. Morgennes inspiró una profunda bocanada de aire húmedo y se sintió colmado de una sor-prendente felicidad, tranquila y egoísta. ¿Cuánto tiempo hacía que no había dormido en paz? Desde que había abandonado Francia, se dijo. Una noche, sin embargo, en Egipto... De pronto, un grito le hizo abrir los ojos de nuevo: los centinelas daban voces en las murallas.

Luego oyó otros gritos, cabalgadas, chirridos de rastrillos que se levantaban, puertas que se abrían y llamadas pidiendo ayuda.

Morgennes se levantó en su tina, rígido como un poste, cuando la puerta del baño se abrió: alguien se acercaba caminando a grandes zancadas. Una sombra atravesó los densos vapores, apartando a su paso las sábanas que habían colgado en la habitación para preservar la intimidad de los bañistas. Receloso, Morgennes buscó su espada al otro lado de la tina, no la encontró, se preocupó por su ausencia, y luego recordó que ya no la tenía. Poco importaba, pelearía con los puños si hacía falta. Cogió un poco de agua en el hueco de las manos, se roció el rostro con ella y salió del barreño.

—Quédate sentado, Morgennes, aprovecha el baño; tal vez sea el último.

Era Alexis de Beaujeu.

—¿Qué noticias te traen? —le preguntó Morgennes.

—El hermano Emmanuel no ha vuelto, y el convoy encargado de traernos el oro tampoco ha llegado.

—¿Crees que han sido atacados?

—Por desgracia, no lo creo —respondió Beaujeu—. Lo sé. Un hermano sargento de la patrulla ha llegado hace un instante...

—¿Qué te ha dicho?

—Nada. Está muerto. Su caballo lo ha traído hasta nosotros.

Morgennes palideció y preguntó:

—¿Emmanuel?

Beaujeu meneó tristemente la cabeza en silencio, mientras Morgennes se secaba sin decir palabra con un paño de sarga, antes de ponerse la camisa, las bragas y las calzas.

—Quiero ver a ese muerto, ¿es posible?

—Sí, si te acompaño.

—Vamos.

Al ver que Morgennes se dirigía apresuradamente hacia la puerta del baño, Beaujeu lo detuvo.

—Un instante, Morgennes. Tengo que hablarte.

—¿Qué ocurre?

—Esta noche partirás en busca de la Vera Cruz.

—¡Dios todopoderoso, te estaré eternamente agradecido por esto!

—Oficialmente vas a pedirle a Saladino que te desligue de tu juramento de fidelidad a la religión mahometana.

—Comprendo, hermano comendador. Pero ¿por qué tantas precauciones?

—Temo que exista un traidor entre nosotros...

—¿Sospechas de alguien en particular?

—No.

—¿Quién puede tener interés en robarnos el dinero del rescate?

—Los templarios, desde luego. Pero no son los únicos...

Beaujeu hablaba en voz baja y en tono grave. El hermano comendador sujetaba con la mano la muñeca de Morgennes y la apretaba tan fuerte como para hacerle daño, pero Morgennes no sentía nada.

—¿De nuevo sufres de lepra, verdad?

Morgennes no respondió, y aquel silencio fue más elocuente que una larga perorata sobre lo que sentía... o, mejor dicho, sobre lo que no sentía ya.

—Cuando te vi anoche —continuó Beaujeu—, me dije: «¡Alabados sean el Señor e incluso esas misteriosas lágrimas de Alá que han tomado bajo su protección al noble y buen sire Morgennes!». Pero ya no eres de los nuestros, y ya no tienes tu espada. ¿Cuándo se reinició la enfermedad?

—Cuando estaba en prisión, en Damasco.

—¿Sus médicos no vieron nada?

—El mal solo ha abierto un ojo. Apenas está despertando. Sin embargo, siento que se agita en mí y se apresta a renacer. La regla de la orden me da cuarenta días. Es bastante para llevar a cabo mi misión. De vuelta a Francia, me incorporaré a una leprosería del Hospital.

—Debes partir esta noche, ya ha sido demasiado haber venido hasta aquí...

—Pero yo no sangro, y este mal solo se transmite...

—¡Ya sé lo que dicen los mahometanos! Y además, mírame: ¿tengo miedo de cogerte la mano? ¡Y Trípoli! ¡Te hubiera besado en la boca si hubiera tenido fuerzas para hacerlo!

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