Caballeros de la Veracruz (25 page)

BOOK: Caballeros de la Veracruz
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—¿Sufres? —le preguntó el hermano enfermero.

—No —respondió Morgennes.

El hermano enfermero parecía decepcionado.

—Sin embargo, sufrir es acercarse a Dios—dijo.

—Lo lamento —respondió Morgennes—, pero ni me atormenta el sufrimiento ni me siento lejos de Dios.

El hermano enfermero se disponía a examinar las manos de Morgennes —que Trípoli seguía estrechando—, cuando Beaujeu le pidió que fuera a sentarse a su lado para oír y juzgar al noble y buen hermano caballero Morgennes.

—Para empezar —dijo el hermano enfermero, ocupando su lugar en la mesa del consejo—, no veo por qué seguimos llamándolo «noble y buen hermano». Si ha renegado de Jesús, tal como he podido entender, ya no merece esta consideración...

Sus palabras dejaron helados a los asistentes. Algunos hermanos le dieron la razón, y otros, al contrario, recordaron que, hasta que no se produjera una decisión del consejo, Morgennes seguía formando parte del Hospital.

—Sire de Trípoli, venid a sentaros junto a nosotros —dijo el hermano comendador—. Enseguida tendréis tiempo de volver a encontraros con Morgennes y de hablar con él, aunque sea a través de unos barrotes.

—No os inquietéis —murmuró Trípoli a Morgennes—. Yo velo por vos.

Raimundo de Trípoli le estrechó las manos antes de ir a ocupar su lugar al otro lado de la mesa, frente a él, y las puertas de la sala principal se cerraron para evitar cualquier interrupción.

—Mis buenos señores hermanos —dijo Beaujeu—, levantaos y rogad a Dios Nuestro Señor para que su santa gracia llegue hasta nosotros.

Catorce hermanos y Raimundo de Trípoli observaban con aire grave a Morgennes. Habitualmente solo los hermanos caballeros podían asistir a las sesiones del capítulo; pero, dada la gravedad de las circunstancias, Beaujeu había invitado a Trípoli a quedarse.

Además del hermano comendador del Krak, el hermano capellán y el hermano enfermero, estaban presentes los hermanos más importantes de la plaza: el hermano senescal, lugarteniente del comendador; los hermanos mariscal y submariscal, encargados, en el primer caso, de las armas y las armaduras, y en el segundo, de los caballos; los hermanos turcopoleros y gonfaloneros, que mandaban a los auxiliares reclutados por la orden; el hermano pañero, que se ocupaba de la ropa de los hermanos, y cinco hermanos caballeros elegidos entre los más nobles.

Beaujeu tomó la palabra.

—Nobles y buenos hermanos —dijo—, os conjuro por Dios, por mi Dama Santa María, por todos los santos y santas de Dios y por todos los hermanos, bajo pena de perder la gracia de Dios si no hacéis en este juicio lo que debéis hacer, a que oigáis y juzguéis al noble y buen hermano Morgennes.

Con esta fórmula quedaba abierta la sesión y el tribunal de penitencia se hallaba dispuesto para escuchar a Morgennes. Beaujeu se volvió entonces hacia él.

—Noble amigo, procura decir la verdad acerca de todas las cosas sobre las que te preguntemos, porque si mientes, y luego se prueba que has mentido, se te cargará de grilletes, se te hará gran vergüenza y serás expulsado por ello de la casa.

Luego le preguntó quién era y cuánto tiempo hacía que había revestido la armadura de la obediencia. Morgennes respondió lo mejor que pudo, y Beaujeu prosiguió:

—En el seno del Hospital, ¿cuál era tu papel?

—Guardar la Santa Cruz.

Algunos de los hermanos caballeros se mostraron sorprendidos: acababan de llegar de refuerzo, de Provenza, de Francia o de Inglaterra, y no conocían a Morgennes. Les impresionaba que aquel hombre fuera uno de los guardas encargados de velar por la Santa Cruz, y les horrorizaba que hubiera podido traicionarla.

El interrogatorio continuó durante algún tiempo, y luego, cuando cada hermano hubo interrogado suficientemente a Morgennes, Beaujeu declaró:

—Nobles y buenos señores hermanos, me cuesta creer lo que nos explica el noble y buen hermano Morgennes. Sin embargo, lo conozco, y no es hombre para mentir ni ocultar verdades incómodas. Lo que nos describe es, en efecto, abrumador: mientras nuestros hermanos, sus compañeros de armas, entregaban el alma permaneciendo fieles a Cristo y morían como mártires, él renegaba de su fe y se convertía en infiel. Noble y buen hermano Morgennes, antes de resolver sobre lo que has hecho, ¿puedes asegurarnos que no sufriste un golpe de calor, de manera que la cabeza te dio vueltas y así las palabras que pronunciaste fueron dichas solo con los labios y no con el corazón?

—Lo que dije, dicho está —respondió Morgennes—. Con los labios o con el corazón, para mí no supone ninguna diferencia.

—Noble y buen hermano, piensa bien en lo que dices, porque son palabras graves —prosiguió Beaujeu—. He pedido al hermano capellán que venga para que te desligue de tu profesión de fe y del juramento que hiciste a Saladino.

—Perdóname, noble y buen sire, señor comendador, pero solo Saladino puede desligarme de este juramento. Por mi parte, le seré fiel. O no tendría honor.

—¡Hermano! —se indignó el hermano capellán—. ¡Por el amor de Nuestro Señor Jesucristo, te conjuro! ¿Quieres ser expulsado de la orden y acabar tus días en una celda?

—No —dijo Morgennes—. Pero si es lo que debe ocurrir, que así sea.

—¿No quieres que ocurra de otro modo? —preguntó el hermano capellán, bajando el tono.

—Claro que sí —respondió Morgennes—. ¿Quién no lo querría? Pero yo he actuado en alma y conciencia, conforme a los signos que he creído recibir de Dios.

—¿De qué signos hablas?

—Poco antes de convertirme, pedí a Dios que me iluminara...

Los leños crujieron en el hogar, y Morgennes se interrumpió. Lo que había leído en la ausencia de signos, en Hattin, era que Dios le pedía que continuara. Pero ¿a quién podía confiar aquello? ¿Tenía siquiera derecho a hacerlo? ¿Quién lo comprendería? En la duda, prefirió callar, y dijo simplemente:

—Es algo entre Dios y yo.

—Permíteme que te recuerde, noble y buen hermano Morgennes, la inscripción grabada en uno de los pilares de la galería que conduce a esta sala:
Sit tibi copia, sit sapientia, formaque detur inquinat omnia sola, superbia si comitetur
. ¡Guárdate del orgullo! ¡No te creas superior a tus hermanos! Aquí todos somos pecadores, y todos pedimos perdón a Dios, a Nuestra Señora y a nuestros hermanos por lo que hemos hecho. ¡Arrepiéntete, hermano Morgennes!

—Me arrepiento —dijo Morgennes—. Imploro la piedad de Dios y de Nuestra Señora, y la vuestra, hermanos míos, porque he faltado renegando de Dios. Pero sabed, nobles y buenos hermanos, que no lo hice por orgullo o por odio hacia la Vera Cruz.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó uno de los hermanos con un fuerte acento sajón.

—Confieso no haber querido morir; es el primer punto... Comprendo a mis compañeros de armas, muertos en nombre de Cristo, pero me encontraba sometido a un dolor vivísimo: la Santa Cruz acababa de ser tomada, yo había faltado a mi deber de soldado, de cristiano. Me pareció que no tenía derecho a morir sin tratar de arreglarlo, a no ser que sacrificara el poco honor que me quedaba...

—¿Y quién nos dice que no tuviste miedo de morir y que por ello preferiste convertirte? Hablas de sacrificio donde yo veo más bien orgullo y miedo —dijo uno de los hermanos caballeros.

—Tal vez me equivoqué, es cierto, pero pensé en la Santa Cruz. No me sentía digno de morir en nombre de Cristo mientras ella estaba en manos de los sarracenos. Mi conversión me pareció poca cosa al lado de esta tragedia, con tal de que la Vera Cruz fuera recuperada.

Este último punto interesó vivamente al hermano comendador, que preguntó enseguida a Morgennes:

—Así pues, ¿tu conversión no era sincera?

—Que fuera o no sincera no supone ninguna diferencia.

—¡Pero si ahí reside justamente toda la diferencia! —se exasperó el hermano enfermero.

—Entonces sea, admitamos que fue sincera, ya que renegué de Dios y escupí a la cruz.

—¡Escupiste a la cruz! —dijo el hermano capellán, ahogándose de indignación—. ¡Es un pecado inexpiable! ¡Pido que se excluya a este hombre de la orden y que se lo encierre con los benedictinos o los agustinos, poco importa, con tal de que sea expulsado de aquí enseguida! ¡No contento con ser lapso, este hombre es un demonio!

—Calma —dijo el hermano comendador—. Os recuerdo, noble y buen hermano capellán, que no se debe alzar la voz aquí.

Por otra parte, todos hemos comprendido lo que hizo el hermano Morgennes. Escupiste a la cruz para que te dieran de beber, ¿no es así? —preguntó a Morgennes.

—No, en absoluto —respondió este—. Lo siento profundamente, noble y buen sire comendador, pero si pedí de beber fue para poder escupir y no porque tuviera sed. Mi decisión ya estaba tomada. Esa es la verdad.

Morgennes miró a sus jueces, que lo observaban fijamente en medio de un pesado silencio.

Raimundo de Trípoli no se atrevía ya a mirarlo ni a enviarle, como al principio, pequeñas señales de ánimo.

En el hogar, los leños se habían consumido por entero. Por las aberturas, en lo alto de la sala, los primeros rayos del día habían hecho su aparición, y la hora de tercias había sonado.

Hacía más de tres horas que oían a Morgennes.

Más de tres horas en las que sus defensores habían hecho todo lo posible por salvarlo, y sus detractores, cada vez más numerosos, se preguntaban ya por qué aquello estaba durando tanto...

Morgennes ya solo contaba con tres aliados en el tribunal de penitencia: el hermano comendador, el hermano mariscal y Raimundo de Trípoli, que no votaría por no pertenecer al Hospital.

—El asunto está claro —dijo el hermano enfermero—. Este hombre no está en sus cabales. Hay que encerrarlo.

—Enviémoslo de vuelta a Occidente —aventuró otro hermano que hasta ese momento no había hablado apenas.

—Silencio, mis buenos hermanos —dijo Beaujeu—. Os pediré ahora que votéis, que Dios nos ayude a cumplir con nuestro deber.

Hicieron salir a Morgennes, para que el voto de cada uno de los miembros del tribunal permaneciera secreto, y luego los hermanos se fueron expresando uno por uno.

—Dos días de ayuno, una pena de disciplina el domingo durante seis meses si se arrepiente, y si no, la pérdida del hábito, definitiva —dijo el primero de los hermanos caballeros.

—La pérdida del hábito durante un año si se arrepiente —dijo el hermano submariscal—; si no, la pérdida de la casa, definitiva.

—La pérdida de la casa, definitiva —dijo el hermano capellán.

—La pérdida de la casa, definitiva —dijo un segundo hermano caballero.

—La pérdida del hábito durante un año si se arrepiente; si no, la pérdida de la casa, definitiva —dijo el hermano pañero.

—Dos días de ayuno más una pena de disciplina cada semana hasta que acepte hacerse desligar —dijo un tercer hermano.

—La pérdida de la casa, definitiva —dijo el hermano enfermero.

—La pérdida del hábito hasta que se le desligue de su juramento, luego dos días de ayuno más una pena de disciplina el domingo durante tres meses —dijo el hermano mariscal.

—La pérdida del hábito si se deja desligar del juramento; si no, la pérdida de la casa, definitiva —dijo el hermano turcopolero.

—La pérdida de la casa, definitiva —dijeron los hermanos décimo, undécimo, duodécimo y decimotercero.

La causa parecía decidida, y de hecho lo estaba.

El hermano comendador no podía oponerse al castigo que conduciría ineluctablemente a Morgennes a abandonar el Hospital para ser enviado a Francia, a un monasterio de la regla de san Benito o de san Agustín.

Así pues, hicieron volver a la sala principal a Morgennes, que mientras tanto se había desnudado, tal como recomendaba la regla, y se disponía a recibir, con el torso desnudo, en calzoncillos y calzas, la penitencia que sin duda le sería aplicada con la correa que llevaba al cuello.

—De rodillas —ordenó Beaujeu.

Morgennes se arrodilló.

—Antes de que pronuncie la sentencia, ¿alguien quiere tomar la defensa del noble y buen hermano Morgennes, ya que él es incapaz de hacerlo por sí mismo?

Raimundo de Trípoli se levantó.

—Hablad —dijo el hermano comendador.

—Nobles y buenos señores, mis hermanos caballeros —empezó Raimundo de Trípoli—. Conozco al hermano Morgennes desde hace muchos años, lo conocí incluso antes de que entrara en la orden. Es el hombre más valeroso que conozco, un hombre de palabra. Pero ¿quién puede decir si lo que condujo al hermano Morgennes a escupir a la cruz fue el orgullo o la humildad, el miedo o el valor? ¿Cuál es, en efecto, la pérdida más dura que puede soportar un hermano? ¿La vida, acaso? ¿O bien el paraíso, la estima de los suyos?

Los hermanos no hicieron ningún comentario, pero por las caras de algunos podía verse que no aceptaban las palabras de Raimundo de Trípoli, por más que el conde fuera su principal apoyo entre las gentes del siglo.

El propio Raimundo había sido criticado con dureza por su comportamiento en la batalla de Hattin. Después del fracaso de su carga de caballería, Trípoli había abandonado el campo, regresado a Tiro y, luego, al Krak de los Caballeros. Se había dicho que había abandonado al rey, que su carga no tenía por objeto romper las filas de los sarracenos, sino llevarlo al otro lado de sus líneas según un plan decidido por adelantado con Saladino.

—En verdad, os digo —prosiguió Raimundo de Trípoli— que nadie puede afirmar con facilidad qué es valor y qué es cobardía. Yo mismo estoy obligado a ver que sin duda hay un poco de ambos en Morgennes. Os pido que lo perdonéis y que practiquéis ese amor que Cristo supo enseñarnos tan bellamente.

Raimundo de Trípoli dejó de hablar. Estaba rojo y parecía agotado. Beaujeu se levantó, lo miró y tomó de nuevo la palabra.

—Señor de Trípoli, os agradezco vuestras sabias palabras. Estoy seguro de que ninguno de nosotros las olvidará nunca. Pero estoy obligado a comunicar la sentencia tal como ha sido pronunciada por este tribunal: noble y buen hermano Morgennes, te condeno a la pérdida de la casa, definitiva.

Al oír estas palabras, Raimundo de Trípoli se sintió mal y se desvaneció. El hermano enfermero corrió hacia él.

—¡Que lo trasladen a su habitación!

Dos hermanos caballeros levantaron a Raimundo de Trípoli y lo llevaron fuera.

—Hermano Morgennes —dijo el hermano comendador—, has oído la sentencia que te hemos comunicado. Ahora tienes cuarenta días para abandonar la orden y presentarte en Francia, en un monasterio. ¿Lo harás?

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