Caballeros de la Veracruz (26 page)

BOOK: Caballeros de la Veracruz
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—Sí, noble y buen hermano —dijo Morgennes.

Cuarenta días, es decir, hasta San Dionisio. Aquello le dejaría poco tiempo para encontrar la Vera Cruz y a
Crucífera
, su espada.

—Infligidle la penitencia, y luego conducidlo a una celda aislada. Ahora es un extraño para nosotros.

Con un movimiento unánime, los hermanos dieron la espalda a Morgennes, que ya no tuvo frente a sí más que un muro de capas negras adornadas con cruces blancas. Luego dos hermanos con la cara oculta por una máscara llegaron para infligirle la penitencia.

Curiosamente, cuando empezaron a llover sobre su espalda los primeros correazos, Morgennes los sintió solo de forma atenuada. Lejos de satisfacerlo, aquello lo inquietó: la enfermedad lo roía como un fuego subterráneo y no tardaría en volver a hacer su aparición.

Finalmente, los hermanos pusieron en pie a Morgennes y lo escoltaron hasta su celda, que daba a las murallas del recinto interior. Desde su ventana podía ver el patio, que a aquellas horas tempranas de la mañana hervía de actividad. Los albañiles reconstruían partes del muro; herreros y forjadores se afanaban en reparar las cotas de malla, las armas y las herraduras de los caballos. Aquí y allá, jóvenes reclutas se ejercitaban bajo la dirección de un oficial. Un hombre atravesó el patio con una gallina en cada mano; otro paseaba a una docena de perros que llevaba de la correa.

Después de salir Morgennes, el hermano capellán preguntó a Alexis de Beaujeu:

—Buen sire comendador, ¿por qué no se envía hoy mismo a Morgennes a Francia? ¿Por qué debemos cargar con su persona?

—Nuestra regla le da cuarenta días. Cuarenta días son suficientes para que cambie de opinión.

—¡Es un testarudo! ¡Nunca lo hará!

—Es posible, pero tiene cuarenta días. Le doy un voto de confianza; no nos traicionará y partirá por sí mismo a Francia dentro de cuarenta días.

—¡Ya ha traicionado a Dios!

—Los caminos del Señor son inescrutables.

La conversación tomaba un rumbo desagradable. El rostro de Beaujeu se ensombreció. No tenía ganas de entablar una disputa con el hermano capellán, que en cierto modo era allí como el legado del Papa. Un personaje importante.

—Noble y buen hermano —dijo suavemente el hermano comendador—, permitidme únicamente que os recuerde lo que decía el inspirador de nuestra orden, san Agustín: «Muchos de los que se creen dentro de la Iglesia están fuera de ella, y muchos de los que se creen fuera están dentro». Concedamos a Morgennes estos cuarenta días de tregua. Por otra parte, me pregunto si no le resultarán más difíciles de vivir que los años de encierro que le esperan en Francia.

Unos hermanos entraron entonces por la puerta de las cocinas. Venían a servir la colación de la mañana, que los hermanos de Provenza, Francia e Inglaterra, los más numerosos en el Krak de los Caballeros, serían los primeros en tomar. Justo después se ofrecería un segundo servicio para las otras lenguas. En ese momento, una voz de arpía se elevó del patio del castillo, no lejos de la capilla.

—¡Morgennes es mío! —gritaba—. ¡No tenéis derecho a quitármelo!

Los hermanos comendador y capellán se apresuraron a acercarse al origen de los chillidos, seguidos por sus sirvientes, escuderos, hermanos sargentos y clérigos.

En el patio, el sol brillaba con tanta fuerza que todo el mundo caminaba con la cabeza gacha. Pero Femia —pues de ella se trataba— no parecía preocuparse por eso. Masada trataba de calmarla utilizando alternativamente el sarcasmo y los cumplidos.

Después de todo, Morgennes era suyo, aunque lo hubiera pagado con las joyas de su mujer.

—¿Qué ocurre ahora? —preguntó el hermano comendador.

—Mi esposa pretende que no tenéis derecho a enviar a Morgennes a Francia y dice que le pertenece —respondió Masada.

—¡Mis joyas! —berreó Femia—. ¡Di todas mis joyas para tenerlo!

—No debisteis pagar tanto por Morgennes —dijo Beaujeu—. Como máximo se podía ofrecer un cuchillo de armas y un talabarte, es la regla.

—¡Es mío! —dijo Femia—. ¡En Damasco, lo compré en Damasco!

—Él solo pertenece a Dios y al Hospital durante el tiempo de su breve estancia en la tierra —cortó secamente el hermano capellán—. ¡Al entrar en el Hospital, él mismo se dio a nuestra orden, a Dios y a Nuestra Señora! ¿Quién sois vos a su lado para querer recuperarlo?

—Si queréis, la orden puede compensaros —dijo el hermano comendador, tratando de mostrarse conciliador—. ¿Cuánto pagasteis por él?

—¡Todas mis joyas! —tronó Femia—. ¡Y mi marido dejó que ese mercader del demonio pusiera sus manos sobre mí y se sirviera por sí mismo!

—¡Le dejó una! —protestó Masada.

—¿Cien besantes bastarán para compensaros?

—¡Quiero mis joyas! ¡Quiero a Morgennes! —aulló Femia.

—Que vayan a buscar cien besantes en joyas al tesoro —ordenó el hermano comendador a su escudero—.Traédmelas rápido, a ver si esta buena mujer se calma.

—Perdonadme, noble y buen hermano comendador —se atrevió a decir Masada—, pero, si me permitís, sobre mi mujer había mucho más que cien besantes de joyas. ¡Lo sé bien porque fui yo quien se las regaló! Además, el hermano Morgennes me aseguró que me daríais más de cien veces lo que gasté en comprarlo...

—¿No sois vos ese mercader judío llamado Masada que comerciaba con reliquias en Nazaret y que los templarios buscan por haberse atrevido a ocultar, no solo a ellos sino también al arzobispo de Jerusalén, el hallazgo del asno de Pedro el Ermitaño?

—Cien besantes de oro estará muy bien —se apresuró a decir Masada con voz melosa—. Es perfecto, del todo suficiente. Tal vez sea incluso excesivo.

—Digamos, pues, ochenta besantes de oro...

—Ochenta besantes de oro, muy bien —dijo Masada, a la vez disgustado, incómodo y avergonzado.

—Judíos —comentó el hermano capellán—, nunca pueden dejar de discutir el precio...

Masada y Beaujeu hicieron como si no lo hubieran oído.

El asunto parecía arreglado, cuando el hermano enfermero se presentó ante Beaujeu.

—Noble y buen hermano comendador, Raimundo de Trípoli ha despertado —anunció.

—Me alegra saberlo —dijo Beaujeu.

—Pero está muy mal. Respira con gran dificultad y su cuerpo está de tal modo bañado en sudor que hemos tenido que cambiarle las sábanas. He tratado de aliviarlo escarificándolo hasta ponerlo blanco, pero no ha mejorado. He hecho que quemaran incienso en su habitación para purificar el aire y he ordenado a seis de nuestros hermanos que se releven continuamente en la capilla para rogar por él. Hay que temer lo peor. Ah, y ha reclamado vuestra presencia.

—¿Quiere verme?

—Bien, en realidad ha reclamado a Morgennes. Le he dicho que solo vos podíais permitirle verlo. Entonces ha pedido por vos.

—Id a buscar a Morgennes, yo voy con Trípoli.

Beaujeu salió, pues, en dirección a la pequeña habitación que el señor de Trípoli ocupaba con su mujer y las cuatro hijas que ella había tenido de su primer matrimonio.

Trípoli estaba tendido en la cama, con su mujer —la condesa Eschiva— de pie a su lado, con las manos cruzadas sobre el vestido de franjas bordadas de oro. Habían llegado de Tiro varias semanas antes, con muchas de sus gentes que se preparaban para la guerra. Porque el combate no había terminado: bajo el mando de Conrado de Montferrat, el hijo del viejo marqués Guillermo de Montferrat, Tiro levantaba la cabeza y desafiaba a Saladino.

—Condesa —saludó Beaujeu al entrar en la habitación, una de las mejor decoradas del castillo.

Aun sin ser confortable, el aposento se había equipado en lo posible con todo lo necesario para hacerlo agradable a un matrimonio habituado a las comodidades y las riquezas. Por lo demás, Eschiva y Raimundo de Trípoli, al contrario que tantos otros barones y condes de Tierra Santa, se preocupaban bastante poco del lujo. Una alfombra de juncos cubría el suelo y pesadas colgaduras adornaban los muros. En un rincón, un perro dormía sobre un jergón. A veces, en su sueño, gemía y se rascaba vigorosamente.

Raimundo de Trípoli estaba tan pálido que sus cabellos blancos parecían grises. Su mirada era la de un hombre agotado y brillaba con un resplandor húmedo, reflejo de su estado febril.

—Hermano comendador... —empezó con voz apagada.

Pero Beaujeu le indicó que no hacía falta que hablara, que ya sabía.

—Economizad vuestras fuerzas, señor conde. Sé que queréis ver al hermano caballero Morgennes, y lo he mandado a buscar por vos.

Efectivamente, poco después dos guardias condujeron a Morgennes a su presencia y luego se retiraron sin decir palabra. Morgennes saludó a la condesa Eschiva, se acercó a Raimundo y le cogió la mano.

—Señor —le dijo—, buen señor, en qué estado os encontráis. ..

—La muerte no está lejos —dijo Raimundo de Trípoli—. He perdido todo vigor, y mi única alegría es ver a Eschiva y a mis hijas junto a mí.

Trípoli cerró los ojos.

La condesa fue a sentarse entonces al otro lado de la cama y cogió la mano de su marido.

—Morgennes —preguntó Raimundo—, ¿qué habéis hecho con Crucífera?

—Un sobrino de Saladino me la cogió —respondió Morgennes.

—Hay que encontrarla. Sin ella...

—Lo sé —dijo Morgennes—. Sin ella estoy perdido, pero ¿no lo estoy ya?

—Esa espada es nuestra mejor guía. Recordad, en El Cairo, qué bien sirvió. Vos erais joven entonces, el buen rey Amaury todavía vivía y se consumía queriendo conquistar Egipto... Pero vos estabais allí, ya fiel, y aceptasteis partir en busca de esa espada que Guillermo de Tiro había localizado...

Al evocar aquellos recuerdos, Morgennes volvió a ver imágenes de edificios en llamas y sintió incluso el soplo de un poderoso incendio rozando su cara, en el lugar de antiguas heridas.

—Beaujeu —siguió Trípoli—, se acabaron todos nuestros sueños. Nuestros territorios en Tierra Santa retroceden como el día ante la noche. Mi nombre no vale más que el de un Guido de Lusignan, ya que se me acusa de haber cometido traición y de haberme aliado con Saladino. Sin embargo, juro por Dios que si me entendí con él fue para hablar de paz, no para entregar el reino donde Nuestro Señor Jesucristo sufrió tanto. En cuanto al nombre del hermano Morgennes, ese héroe del que algún día deberá cantarse la leyenda, suena ahora para un buen número de cristianos como los nombres infames de Gerardo de Ridefort o de Reinaldo de Chátillon.

Trípoli se quedaba sin aliento. Respiró roncamente, y su mujer le apretó la mano un poco más fuerte. Beaujeu llamó al hermano enfermero.

—¡Dejadlo tranquilo, no quiero nada con ese brujo que ni siquiera sabe distinguir a un leproso de un hombre sano! —exclamó Trípoli, agotado—. No quiero verlo.

Beaujeu anuló la orden, pero desplazó las cazoletas de incienso que enviaban el humo a la cara del viejo conde.

—Hermano comendador —dijo Trípoli—, quiero que se confíe una misión a Morgennes. Cuarenta días bastarán; luego, vos mismo juzgaréis.

—¿Qué misión? —preguntó Beaujeu.

—Confiadle la tarea que Su Santidad os ha encargado. Morgennes encontrará la Vera Cruz, os doy mi palabra. No fallará. Por otra parte, nunca lo ha hecho. Pedidle que encuentre una espada, y la encuentra; que os traiga las lágrimas de Alá, y os las entrega. ¿No es cierto, Morgennes?

Morgennes se estremeció, emocionado.

—Pero no tenemos intención de... —empezó Alexis de Beaujeu.

—Chsss... —le cortó Trípoli—. ¿Qué creéis? ¿Que no sé nada de ese misterioso jinete que lleva turbante y maneja la ballesta que vino a veros la semana pasada? Vamos, sé que os entregó una bula firmada por Urbano III en la que os ordena que difiráis el envío de tropas a Jerusalén y encontréis la Vera Cruz, Modis Ómnibus...

—Exactamente —dijo Beaujeu—. Una caravana que transporta más de doscientos mil besantes de oro, es decir, el rescate de un rey, que nos prestan nuestros hermanos del hospicio de Sansón, en Constantinopla, se dirige en este mismo momento hacia nosotros. Una de nuestras patrullas, conducida por el antiguo escudero de Morgennes, el hermano Emmanuel, acaba de partir a su encuentro. Una vez que el oro se encuentre en nuestra posesión, rescataremos la Vera Cruz de manos de Saladino.

—¿Quién os ha dicho que el oro le interesaba? —le espetó Trípoli.

—¿Será Saladino diferente de los otros? —replicó Alexis de Beaujeu.

—No es oro lo que necesitáis, sino a un hombre. Y ese hombre es Morgennes.

—Pero el trato del Papa...

—¡Es indigno de un Papa! Perdonadme, noble y buen sire comendador, pero hacer competir así al Temple y al Hospital es volver al concilio de Troyes de 1128, en el que se adoptó la regla de los templarios; es ensuciar la memoria de Calixto II, que encargó a la orden de los hospitalarios la defensa del Santo Sepulcro, y es hacer poco caso de Inocencio II y Eugenio III, que otorgaron, el uno, sus privilegios a los templarios, y el otro, el honor de llevar la cruz. Finalmente, es condenar a muerte a las dos órdenes y al reino franco de Jerusalén, cualquiera que sea el resultado de este innoble trato.

—Señor, noble y buen hermano comendador —intervino Morgennes—, ¿de qué trato habláis?

Trípoli le resumió todo el asunto y luego concluyó:

—Roma se cansa de Jerusalén. ¡Roma está harta de esta ciudad que le hace sombra, de esos reyezuelos, principitos, barones y condes que lloran y se lamentan porque Saladino los amenaza! Roma ya no soporta que el Hospital y el Temple sean tan poderosos. Esto ofende al clero. Quiere castigarlos y recordar a todos quién manda. ¡Y nunca consentirá que la política de Oriente se haga en Jerusalén antes que en Roma! ¡Para eso, mejor no hacerla en absoluto!

—Esta es, por desgracia, la triste verdad —señaló Alexis de Beaujeu—. Su Santidad Urbano III permitirá a aquella de las dos órdenes que recupere la Vera Cruz continuar existiendo. La otra será disuelta, y sus bienes se repartirán a medias entre la orden vencedora y Roma.

—¡Y por eso precisamente afirmo —dijo Trípoli, jadeante— que las dos órdenes, Roma y el reino de Jerusalén están perdidos para siempre! ¡Para siempre! ¡Malditos por culpa de un papa que se preocupa más por el Sacro Imperio que por el Santo Sepulcro!

—Nuestro deber —intervino Morgennes— es recuperar la Vera Cruz, cualesquiera que sean las expectativas de Roma, y devolverla a Jerusalén.

—¡Roma la quiere para ella! —se lamentó Beaujeu, desesperado.

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