Cadenas rotas (20 page)

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Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

BOOK: Cadenas rotas
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Rakel no pudo ocultar una sonrisa que se fue extendiendo lentamente por sus labios. Bajó la espada, fue hacia Gaviota y se inclinó hasta que su cadera rozó la del leñador.

—Bueno, mientras nadie haga astillas tu otra arma, todo irá bien —dijo.

Frunciendo el ceño y riendo al mismo tiempo, Gaviota la estrujó entre sus brazos con tanta fuerza que Rakel dejó escapar un chillido. Pero el leñador se preguntó por qué su estado de ánimo era tan cambiante como el cielo del verano: Rakel podía estar feliz y contenta en un momento dado para echarse a llorar al siguiente, y no quería decirle a qué se debían esos cambios tan bruscos.

Un instante después los brazos de Gaviota estaban llenos de carne de mujer que parecía derretirse entre ellos, y el leñador se olvidó de todo lo demás.

* * *

La llamada de un cuerno hizo que los dos combatientes volvieran al campamento.

El abigarrado ejército por fin había llegado a la meseta. Los exploradores de Bardo llevaron a las cansadas huestes hasta un claro en el bosque donde los robles no habían podido crecer demasiado y sólo tenían unos nueve metros de altura como mucho, pegándose tanto los unos a los otros que no habían tardado en dejar de estirarse hacia el cielo. Todo el mundo caminaba, montaba o conducía animales de carga, pues una de las primeras reglas de Gaviota era que no debían usar carros. Los soldados llevaban mochilas y fardos a la espalda y lanzas atravesadas encima de los hombros. Las esposas y los maridos iban cargados con sacos de comida y equipo del campamento. Curanderas samitas llevaban bolsas de ungüentos, vendajes y hierbas. Liko transportaba el largo garrote atado a su muñón, y blandía otro. Stiggur conducía a su rechinante bestia mecánica, de la que colgaban bultos, tiendas, cacharros de cocina, armas de repuesto y un sinfín de objetos más, y que además se hallaba tan repleta de niños como un muelle lo habría estado de gaviotas. Helki y Holleb, tan engalanados como caballos en un desfile, transportaban su armadura y sus arreos encima de sus lustrosos flancos rojizos. Tybalt y los otros tres estudiantes de magia arrastraban una plataforma de ramas cargada de maltrechas cajas, arcones y bolsas llenas de cachivaches y artilugios mágicos. Cocineros con las manos llenas de quemaduras llevaban el grano en los pliegues de sus camisas, y por lo menos un borracho estaba colocado de través sobre la grupa de una mula. El trasgo Sorbehuevos se había instalado encima de la cola de la bestia mecánica y estaba durmiendo en aquel nido improvisado. Un derviche muroniano cuya cabeza hacía mucho tiempo que no regía avanzaba lentamente sobre sus pies descalzos, discutiendo en voz baja consigo mismo. Había perros de todas clases, muchos de ellos medio salvajes; tres vacas de pelaje marrón rojizo conducidas mediante cuerdas; y gallinas encima de bultos vueltos del revés. Seis cartógrafos y bibliotecarios remolcaban otra plataforma de ramas cargada de tubos de observación montados sobre trípodes, rollos de pergamino sobre los que había dibujados mapas y montones de pergaminos envueltos en pieles aceitadas, y el resto de los exploradores de Bardo cabalgaban a lo largo del perímetro.

Aquella extraña multitud fue entrando poco a poco en el claro, donde dejó caer sus cargas, erigió tiendas, se levantó las faldas o se desabotonó los pantalones para hacer sus necesidades, cavó hoyos para las hogueras que no tardarían en encenderse, taló árboles para obtener combustible, empezó a limpiar y descuartizar la caza cobrada durante el viaje, exploró el bosque o gastó bromas pesadas a sus amigos, y se enfrascó en otras cien tareas más que el ejército necesitaba llevar a cabo para sobrevivir a un nuevo día.

Rakel estaba inmóvil encima de un pequeño montículo con las manos enguantadas apoyadas sobre sus caderas recubiertas de cuero, y meneaba la cabeza mientras ponía cara de disgusto.

—¡Qué pandilla de espantapájaros más sucia, torpe y lamentable! ¡Un ejército de verdad se los comería crudos y no dejaría nada de ellos salvo sus gritos!

Gaviota, un poco irritado, decidió defender a sus tropas.

—Pues no lo hicimos tan mal cuando nos enfrentamos a esos jinetes azules y a los incursores de las alfombras voladoras de Karli.

—¿Qué estás diciendo? —Rakel le contempló como si el leñador hubiera empezado a babear delante de ella—. Perdiste a diez combatientes: ¡un tercio de tus fuerzas! ¡Eso es una derrota lo mires como lo mires! ¡Otra victoria como ésa, y no te quedará ni un perro cojo al que dar órdenes!

—Oh, muy bien. ¡Pues entonces ya puedes empezar a enseñarles cómo hay que luchar! Eso es lo que acordamos, ¿no?

De hecho, Gaviota no estaba muy seguro de qué habían acordado, y sólo tenía claro que Rakel le había asegurado que reorganizaría aquel ejército hasta convertirlo en una potente fuerza de combate. Gaviota pensaba que era una gran idea, ya que él no era capaz de organizar ni a un grupo de niños para que recogiesen madera.

—Dales un poco de tiempo para que se instalen —siguió diciendo—, y luego...

—No. No hay tiempo. Esa cosa verde y viscosa es un imán para los problemas, y el cielo puede caer sobre vuestras cabezas en cualquier momento. No nos quedarían brazos suficientes para enterrar a los muertos. No. Vamos a empezar ahora. Empezaremos ahora mismo, ¿entendido?

Gaviota se limitó a agitar una mano.

Rakel movió la espada que colgaba de su cinturón hacia el costado, colocó su daga de heroína sobre la otra cadera y bajó del montículo para ir al encuentro del ejército.

Su ejército.

* * *

Rakel ordenó a la trompeta que lanzase una llamada general con su cuerno de carnero, y le dijo que debía ser lo más sonora posible. ¡Ta-roo, ta-ta-tataroooooo!

—¡Venid aquí todos, y deprisa! —gritó después, haciendo bocina con las manos alrededor de su boca.

Gaviota tuvo que admitir que nadie echó a correr. Los hombres y las mujeres volvieron la mirada hacia Rakel, se encogieron de hombros, interrumpieron sus tareas y fueron obedeciendo sin darse ninguna prisa. La guerrera benalita se había subido encima de la caja de una cocinera. La multitud murmuró, habló, bromeó y se preguntó qué iba a ocurrir.

—¿Quién eres? —gritó una combatiente que llevaba la cabellera rubia recogida en una larga trenza—. ¡No recuerdo haber contratado a ninguna bailarina!

La chanza provocó risotadas hasta que Rakel dirigió un dedo enguantado hacia la bromista.

—Lo averiguarás en cuanto te calles —dijo—. Por el momento, te has quedado sin la mitad de la paga de un día por habernos hecho perder el tiempo. ¿Dónde está el escribano? ¿Cómo te llamas? ¿Donahue? Bien, pues ahora has pasado a ser el furriel, porque así es como un ejército llama a su escribano jefe... Anota el nombre de esa mujer, Donahue. ¡Porque a partir de este momento sois un ejército, y yo soy su comandante!

Todos empezaron a hablar en susurros e intercambiaron codazos.

—¿Y en qué situación deja eso a Gaviota? —preguntó una mujer.

Como respuesta, el leñador se colocó al lado de Rakel, aunque no se subió a su caja de cocinera. Gaviota era lo bastante alto para que todo el mundo pudiera verle.

—Soy el comandante en jefe, o el general, o como quiera llamarme... Vamos, que soy el que está arriba de todo. Rakel será la que dé las órdenes. Sabe hacerlo mejor que yo, y de momento me dedicaré a mirar.

—¡Eh! —exclamó la bromista, haciendo oscilar de un lado a otro su trenza amarilla—. ¿Qué la hace tan especial? ¡Yo podría hacerlo mejor que ella! ¡Cualquiera de nosotros podría!

La respuesta de Rakel consistió en bajar de un salto de la caja. La multitud le abrió paso, y Rakel fue avanzando por entre ella hasta que se plantó delante de la rubia, que era una cabeza más alta que ella, con un enorme par de senos y unos hombros tan anchos como la puerta de un granero. Su coraza de cuero estaba señalada en una docena de sitios, así como sus brazos desnudos. Con su despeinada cabellera negra y sus pulcras prendas de cuero, Rakel parecía una niña delante de aquella amazona.

—Estoy al mando porque en todo este ejército no hay nadie que sepa luchar mejor que yo —le dijo a la bromista—. Puedo vencer a cualquiera de vosotros, repugnante pandilla de bastardos. ¿Quieres verlo?

La enorme rubia retrocedió un paso. Después movió cautelosamente una mano hasta colocarla sobre la empuñadura de la descomunal espada que colgaba de su costado...

... y Rakel se convirtió en un torbellino de actividad.

Una bota giró velozmente a la altura de su cintura mientras se agachaba y golpeó el codo de la mujer con tanta fuerza que la hizo girar sobre sí misma. La bromista dejó escapar un rugido de dolor y rabia, y lanzó un terrible golpe con su otra mano. Rakel se agachó por debajo del puñetazo y se impulsó hacia arriba hasta que su hombro golpeó el codo de la mujer desde abajo, dejándoselo tan inutilizado como el otro. Los dedos de Rakel se incrustaron en la garganta de la mujer, ahogando un grito. La guerrera rubia empezó a caer hacia atrás entre un acceso de toses y náuseas, y Rakel le golpeó la rodilla con un puño para ayudarla a acabar de caer. La espalda de la rubia chocó con el suelo...

Pero entonces un amigo suyo desenvainó su espada, la empuñó con ambas manos por encima de su cabeza y lanzó un feroz mandoble contra Rakel, acompañándolo con un alarido..., y la espada de Rakel se movió con la velocidad del rayo y las dos hojas chocaron produciendo un tremendo tañido metálico. El atacante, que había quedado con las manos entumecidas, intentó sostener su espada. Rakel dejó atrás sin ninguna dificultad su casi inexistente defensa y le golpeó debajo del mentón con el canto de la mano. Las mandíbulas del hombre se encontraron con un seco chasquido, cerrándole la boca de repente. Después Rakel le hizo retroceder casi dos metros con un espantoso puñetazo en el estómago que arrancó un gemido colectivo a la multitud.

Con sus dos atacantes caídos en el suelo, Rakel agarró el brazo de la bromista y se lo retorció hacia atrás hasta que la mujer aulló. La guerrera se sacudió como si estuviera levantando una bala de paja y dejó caer a la rubia junto a su amigo. Cuando pudieron volver a ver con claridad, los dos soldados se encontraron contemplando la reluciente longitud de la hoja de Rakel.

—Y ahora repito que soy la comandante de este ejército —jadeó Rakel—. ¿Hay alguien más que quiera discutirlo?

La mujer y el hombre menearon la cabeza, asegurándose de que no movían ninguna otra parte de sus cuerpos.

—Muy bien. Levantaos. Tenemos trabajo que hacer. —Rakel envainó la espada y alzó la voz—. ¡Quiero que todos los combatientes estén aquí dentro de una hora con el arma que mejor sepan manejar! ¡Y cuando ese cuerno suene, vendréis corriendo! ¿Entendido?

Hubo un murmullo de asentimiento general. «Sí. Claro. Desde luego que sí.»

—¡Cuando hago una pregunta, quiero oír bien claro «¡Sí, comandante!» como respuesta! —gritó Rakel, alzando todavía más la voz—. ¿Ha quedado entendido?

—¡Sí, comandante! —gritaron una docena de bocas.

—¿Qué habéis dicho?

—¡Si, comandante! —gritaron medio centenar de bocas.

—¡Muy bien! ¡Una hora, y venid corriendo! ¡Quien llegue el último, hoy trabajará gratis!

Cuando se dio la vuelta esta vez, toda la multitud se apresuró a retroceder. Los dos soldados caídos en el suelo fueron ayudados por algunos amigos. Todos se dieron cuenta de que, aun habiendo sido tratados con gran dureza, no habían padecido morados ni roturas de huesos.

Rakel se reunió con Gaviota.

—Ven. Vamos a comer.

—¡Sí, comandante! —gritó el leñador.

Rakel le fulminó con la mirada y Gaviota le sonrió, pero su sonrisa se fue desvaneciendo poco a poco.

—Eh... Por supuesto. Por aquí..., eh..., Rakel..., ah..., comandante.

Después de la comida, Rakel hizo sonar el cuerno y los soldados acudieron a la carrera. Los seguidores del campamento también vinieron para ver cómo la nueva comandante ejercía su cargo.

Rakel no desperdició ni un instante. Contó a diecinueve soldados, ocho de ellos mujeres, más cuatro jinetes del desierto que habían sido capturados en la batalla de la taiga. Los jinetes no compartían ninguna lengua con el resto del ejército, pero dieron a conocer sus deseos mediante el lenguaje de los signos. Todo el mundo había dado por sentado que ya eran miembros del ejército, y los jinetes habían sido aceptados como tales. Si alguno de los seguidores de Gaviota les guardaba alguna clase de rencor por el ataque, todavía tenían que demostrarlo con actos.

Rakel emparejó a los soldados al azar, tres parejas cada vez, e hizo que lucharan con las armas que habían elegido, advirtiéndoles de que no debía haber ningún derramamiento de sangre. Junto a ella permanecía inmóvil una escribana que había pedido prestada a Donahue, una joven llamada Frida provista de tintero, pergamino y pluma. La nueva comandante del ejército observó los combates con el ojo perspicaz de una experta en las artes de la guerra, estudiando los puntos débiles y las habilidades y viendo en qué sobresalía cada soldado y qué trataba de ocultar. Después de cada batalla, Rakel pedía a los combatientes que le dijeran sus nombres, los calificaba en una escala, les daba un descanso y llamaba a una nueva pareja. Gaviota permaneció detrás de ella todo el rato, y observó y aprendió. A mediados de la tarde, Rakel emparejó ganadores con ganadores y asignó una calificación a todo el mundo, desde el recluta más inexperto que padecía delirios de grandeza al veterano más viejo, duro y astuto; pero incluso a estos últimos fue capaz de enseñarles unos cuantos trucos nuevos, que le granjearon un respeto concedido a regañadientes.

Rakel anunció el fin de los combates cuando aún faltaba un buen rato para la llegada del crepúsculo, y todo el mundo se estiró y empezó a gruñir y soltar gemidos. Después volvieron a gemir cuando Rakel se enfrentó a su siguiente responsabilidad.

Más de la mitad de los soldados del campamento tenían seguidores: esposas, maridos, hijos cuyas edades iban desde los que todavía llevaban pañales hasta los adolescentes... Muchos eran artesanos que vendían sus artículos y servicios al ejército, y entre ellos había herreros, cocineros, hojalateros, remendones y trabajadores del cuero. Algunos hombres se habían emparejado para compartir su manta y la corpulenta bromista rubia no se había conformado con una sola esposa, sino que tenía a dos viviendo en su tienda. Algunos combatientes eran simples mercenarios que andaban detrás del botín, y otros eran muchachos y muchachas que se habían escapado del aburrimiento de las granjas, y también había muchas familias de refugiados que habían sido expulsadas de sus hogares por las guerras, los hechiceros, las plagas o unos gobernantes demasiado tiránicos. A Rakel le daba igual quién se hubiera unido al ejército, y lo único que quería era averiguar si había venido libremente y porque así lo deseaba.

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