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Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

Cadenas rotas

BOOK: Cadenas rotas
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Sólo han transcurrido unos meses desde que Gaviota el leñador y su hermana Mangas Verdes vieron surgir de la nada a dos hechiceros cuyo terrible duelo mágico terminó con la destrucción de su aldea y la muerte de toda su familia, pero su vida ha cambiado tanto que parece como si hubiera pasado toda una eternidad desde entonces.

Gaviota ya no es un simple leñador, sino el general de un abigarrado ejército de voluntarios que se ha fijado como meta terminar con la opresión de la magia y el desprecio con que los hechiceros usan y aniquilan a quienes llaman despectivamente «peones».

Mangas Verdes ya no es la joven retrasada cuya mente se hallaba nublada por el incesante murmullo sobrenatural del Bosque de los Susurros, y ha descubierto que posee grandes poderes mágicos... y que no tiene ni idea de cómo utilizarlos.

Los dos hermanos han empezado a recorrer un camino lleno de obstáculos, peligros y horrores, y cada día que pasa trae consigo el creciente temor de haberse embarcado en una empresa insensata que sólo acabará con su muerte y la de todos aquellos que han decidido ayudarles a aplastar el poder de la hechicería. Pero cuando ya apenas les quedaban esperanzas, una noche dará un nuevo y espectacular giro a sus vidas. Norreen, la heroína de Benalia que luchó junto a Garth el Tuerto para terminar con el abominable y corrompido campeonato de magia de la ciudad de Estark, en la apasionante epopeya que se narra en Arena, se unirá a su ejército para ayudarles a convertirlo en una fuerza bien organizada y capaz de enfrentarse a cualquier enemigo. Y poco después una voz surgirá de la oscuridad para guiar a Mangas Verdes hasta una enigmática meseta encantada donde mora Chaney, la misteriosa y anciana archidruida que puede poner en sus manos la llave de todos esos hechizos y poderes mágicos que siguen siendo un misterio para ella. Pero en el salvaje mundo de los Dominios toda bendición lleva implícito un peligro y oculta una maldición.

Norreen ha sido llevada hasta allí por la magia de un hechicero de Benalia para cumplir una terrible misión. Sus dueños y señores consideran que el ejército de voluntarios de Gaviota y Mangas Verdes supone una amenaza para su poderosa ciudad-estado, y le han ofrecido un trato espantoso: las cabezas de Gaviota y Mangas Verdes a cambio de la vida de Hammen, su hijo, prisionero del Gran Consejo de Benalia.

Clayton Emery

Cadenas rotas

Archidruida 2

ePUB v1.1

Moower
17.12.11

Ilustración de cubierta: Kevin Murphy

Título original: «Shattered Chains»

Traducción: Albert Solè

© 1995-2011 Wizards of the Coast LLC, a subsidiary of Hasbro

Inc. All Rights Reserved

Ediciones Martínez Roca, S.A.

ISBN: 978-84-270-2099-3

Impreso en España - Printed in Spain

Ediciones Martínez Roca, S.A., Pº. Recoletos, 4, 3ª planta - 28001 Madrid

_____ 1 _____

Fue el muchacho, Stiggur, desde lo alto de su bestia mecánica, quien primero vio el peligro.

—¡Gaviota! ¡Hacia el norte! Es un..., un... ¡No sé qué es!

Todo el campamento alzó la mirada. Había docenas de personas de todas las constituciones, estaturas y colores, envueltas en abigarrados ropajes multicolores para protegerse de la nieve de comienzos del invierno que cubría el suelo. Desde allí sólo se podían ver pequeñas coníferas que llegaban justo a la altura de la cabeza de un adulto, árboles y más árboles que parecían extenderse hacia el horizonte sin acabar nunca.

Gaviota el leñador dejó caer su cena, cruzó el campamento a la carrera y subió a toda prisa por la escalerilla de cuerda que colgaba a lo largo del flanco de la bestia mecánica. El general de aquel sorprendente ejército había iniciado su carrera como leñador, y tenía el aspecto que podía esperarse en un leñador. Gaviota era alto y estaba bronceado por toda una vida pasada al aire libre, con una larga cabellera castaña a duras penas retenida en la nuca por una tira de cuero. Llevaba una túnica de cuero repleta de marcas y arañazos encima de una camisa de lana y un faldellín de cuero, y completaba su atuendo con unas polainas rojas y unas resistentes botas que le llegaban hasta la rodilla. Su aliento se convirtió en nubéculas mientras subía por la escalerilla.

La bestia mecánica era un extraño artefacto, un gigantesco caballo hecho de madera y planchas de hierro cuyas entrañas no tenían nada que envidiar a un molino en su confusión de rechinantes engranajes de madera, tiras de cuero, poleas y palancas. Todavía tenían que descubrir si aquella criatura minuciosamente construida estaba viva o no. Sólo sabían que siempre estaba en movimiento, zumbando como una colmena, y que podía ser guiada mediante palancas colocadas sobre su cráneo de roble.

El propietario, o amo, o amigo de la bestia era un joven huérfano llamado Stiggur, un nombre que significaba «puerta» porque ése era el lugar donde había sido encontrado. Stiggur era flaco y tendría unos trece años, y las vestimentas de cuero y lana que envolvían su delgado cuerpo, apretándolo como si fuera una salchicha humana, estaban claramente inspiradas en el atuendo de Gaviota, su héroe.

Gaviota trepó hasta el precario nido-silla de montar que Stiggur había construido en lo alto de la bestia mecánica. Durante los meses transcurridos desde que había aprendido a controlarla, Stiggur había ido añadiendo una mejora detrás de otra, amontonando los artilugios, corazas y armas primero y cargándola de sacos, bolsas y cestas para transportar el campamento ambulante después. Gaviota tuvo la sensación de estar encima de un almacén móvil mientras escrutaba el horizonte por encima de las copas de las coníferas. Estando de pie, se encontraba a casi nueve metros del suelo.

La taiga, un bosque de coníferas subártico, parecía extenderse interminablemente en aquel valle de fondo plano. Al este había una planicie más alta que el resto de la zona, casi una meseta y tan lisa como el tablero de una mesa, que se desplegaba hacia el norte hasta perderse de vista. Al oeste se alzaba una cordillera, una hilera de montañas en forma de dientes de sierra tan altas que un águila no podía atravesarlas. La consecuencia de todo eso era que el ejército improvisado compuesto por todos aquellos individuos tan distintos unos de otros sólo podía seguir avanzando por la taiga con la esperanza de que terminara en algún sitio.

Pero algo había surgido de la nada para obstruirles el paso.

«Un cono», pensó el leñador. Un cono invertido que... ¿se meneaba?

El aire gélido estaba tan limpio que hizo que Gaviota tuviera la sensación de poder alargar las manos y tocar aquella cosa. Era enorme, de un centenar de metros de altura o más, y se aplanaba por arriba, como el humo de un incendio forestal que se extendiera en sentido horizontal al chocar con un nubarrón de tormenta. El cono se iba estrechando hasta quedar reducido a casi nada en el suelo. Allí donde tocaba el suelo —¿del bosque?—, escupía un chorro de fragmentos diminutos al aire, como si un perro estuviera cavando y lanzando un surtidor de tierra por entre sus patas.

—¿Qué es, Gaviota?

Stiggur pensaba que Gaviota lo sabía todo.

Pero el leñador le decepcionó.

—No lo sé, muchacho. ¿Es una columna... oscura... de humo que gira? ¿Es peligrosa? ¿Y a qué distancia se encuentra? No tengo nada que me permita juzgar la distancia...

Pero aquellos fragmentos que eran arrojados por los aires parecían familiares. ¿Y era un ulular aquello que oía a lo lejos...?

Un retumbar de cascos medio ahogado por la nieve interrumpió el curso de sus pensamientos. Bardo, el paladín, irrumpió en el campamento, apartando las masas oscuras de las coníferas desde la grupa de su nervioso corcel de guerra. Bardo, un soldado profesional consagrado a su dios, llevaba cota de malla debajo de una capa de lana color marrón hoja abierta delante para permitir que su blasón de tela mostrara su símbolo sagrado: un báculo alado trazado en rojo. Había tantos dioses que Gaviota nunca se había tomado la molestia de preguntarle a cuál representaba. Disciplinado y meticuloso, Bardo mandaba un grupito de cazadores-exploradores. Todos iban armados con arcos largos que sobresalían de las aljabas especiales adosadas a sus sillas de montar, y con espadas largas que llevaban cruzadas a través de la espalda o en vainas colgadas de sus sillas.

Bardo tenía la mandíbula prominente, y sus ojos eran de un azul tan gélido como los glaciares de las lejanas tierras del norte en las que había nacido. Su cabellera relucía con un amarillo tan vivo como el de la paja por debajo de su capuchón de cota de malla. Bardo llevó su caballo hasta la base de la bestia mecánica. Cuando habló, el acento del paladín resultó todavía más perceptible que de costumbre debido a la excitación que impregnaba su voz.

—¡Se acerrcan jinetes porr el norrte, Gaviota! ¡Están contorrneando la meseta, y vienen hacia aquí! ¡Crreemos que hay unos trreinta! ¡Mis explorradorres han ido a investigarr si hay otrro grrupo porr el oeste, y me imagino que lo habrrá!

—¿Qué clase de jinetes? ¿Son tropas de caballería? ¿Hay algún comerciante con ellos?

Una sacudida de la cabeza.

—No. Todos llevan arreos de guerra.

—Bien...

Gaviota se sintió estúpido e impotente, como de costumbre. Había sido nombrado líder de aquel ejército tan variopinto sin saber muy bien cómo, y la gente esperaba que tomara decisiones. Gaviota pensó que no estaba cualificado para ello, desde luego. Era un leñador. Que le pidieran que derribase un espino sin que rozara a sus vecinos, y podría hacerlo caer encima de una aguja. Pero si le preguntaban qué medidas había que adoptar ante dos contingentes de caballería que amenazaban con rodearles...

—Debemos de ser su objetivo, ya que aquí no hay nada más. Da la alarma general, Stiggur. —El muchacho alzó un cuerno de carnero recubierto con adornos de oro y sopló por él, produciendo un estruendoso trompeteo que hizo vibrar el cráneo de Gaviota—. Bardo, usa esas señales tuyas para avisar a tus exploradores de que sigan observándoles, pero sin entablar combate. Envía a Helki y Holleb hacia..., eh..., hacia el oeste para que no nos tiendan una emboscada. Ah, y manda a alguien a nuestra retaguardia para que no nos pillen por sorpresa.

Bardo frunció el ceño.

—No tengo gente suficiente parra tantas cosas.

—Oh... Bueno, de acuerdo. Yo me encargaré de eso. ¡Vamos, muévete! ¡No, espera! Sube aquí a ver si reconoces esta cosa.

Los soldados se iban metiendo la cena en la boca o la guardaban en la camisa mientras se apresuraban a coger sus armas debajo de Gaviota. Las esposas y esposos de los combatientes les ayudaban a colocarse los arreos de guerra. Los cocineros y el resto del séquito correteaban de un lado a otro, preparando el campamento por si tenían que irse a toda prisa. Había gente corriendo por todas partes. Dos soldados se dieron de narices el uno con el otro al seguir las órdenes que ladraban sus sargentos.

Bardo nunca caminaba cuando podía montar, por lo que hizo avanzar su caballo en una pirueta lateral y agarró la escalerilla desde la silla. Se encogió al lado de Gaviota —la espalda de la bestia mecánica no era muy ancha—, y frunció el ceño mientras contemplaba el cono que giraba en el norte.

—Nunca lo había visto antes.

—Y tú eres de las tierras del norte... —murmuró Gaviota con voz pensativa—. ¿Dónde estás, Varrius? ¡Varrius! Sube aquí, ¿quieres?

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