Cadenas rotas (3 page)

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Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

BOOK: Cadenas rotas
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Vio soldados delante y alrededor de él, una cabeza aquí, un casco allá, espaciados en su curva línea irregular. Pero en cuanto al enemigo...

Entonces vio a uno.

Su piel era muy oscura —más que la de Tomás, incluso—, tanto que casi parecía negra. Tenía una frondosa barba negra, e iba envuelto en una túnica de lana de un azul tan vivo como el del cielo al atardecer. Incluso su cabeza estaba envuelta en tela. Aquella prenda era lo que Gaviota había oído llamar un turbante en un puerto de mar. Su caballo era marrón oscuro, y llevaba un arnés de cuero adornado con incrustaciones de oro labrado. El hombre agitaba sobre su cabeza una espada curvada como un creciente lunar, pero no estaba lanzando mandobles a los árboles, pues el caballo era capaz de bailar grácilmente por entre ellos. El jinete estaba reservando sus golpes para los enemigos.

Gaviota vio cómo uno de sus soldados —no sabía su nombre— retrocedía rápidamente, se enredaba en un amasijo de ramas durante un momento y lograba plantar los pies en el suelo y alzar su espada larga. El soldado llevaba un arco corto a la espalda, pero no había dispuesto del tiempo —o de la destreza— necesario para poner una flecha en él y tensarlo. El soldado estaba esperando la acometida del jinete.

«¡Lanzas, maldición! —pensó el leñador—. ¡Tendríamos que llevar lanzas! O, mejor aún, lanzas largas que se pudieran clavar en el suelo para arrancar a las tropas montadas de sus sillas...»

Pero enfrentarse a la caballería blandiendo espadas era una estupidez.

El jinete, que se encontraba muy por encima del infante y se movía mucho más deprisa, apartó la espada sin ninguna dificultad y después atacó con su sable curvo en un golpe de revés. Sorprendido por aquel ataque tan repentino, el infante perdió la parte superior de su cabeza bajo aquella hoja tan afilada como una navaja de afeitar.

Gaviota no pudo evitar sentir un escalofrío mientras contemplaba con horror la muerte de su hombre y se maldecía a sí mismo por su falta de preparación. Aplastó varias ramas con sus codos y alargó la mano hacia el arco largo colgado de su hombro.

Pero el arco largo no estaba allí. Entonces se acordó: el arco estaba perdido en algún lugar del campamento.

Gaviota se quedó boquiabierto mientras el jinete hacía que su montura volviese grupas en su dirección. La hoja que parecía una enorme hoz giró sobre el hombro del jinete que la blandía. Aullando como un demonio surgido del infierno, el jinete cargó sobre el leñador.

A falta de cualquier otra defensa, Gaviota se agachó..., y siguió moviéndose con el cuerpo inclinado.

Los árboles se volvían más frondosos cerca del suelo. Las ramas llevaban mucho tiempo muertas y ya no tenían agujas, pero seguían siendo tan duras como alambres. Unos momentos antes a Gaviota no le hubiese hecho ninguna gracia tener que arrastrarse por entre ellas, pero su nueva situación le había dado la fuerza de los desesperados y los acosados.

Deslizándose y avanzando a rastras, con el cuerpo tan pegado al suelo como si fuera una serpiente, el leñador usó la cabeza y los hombros para abrirse paso a través de las ramas, que se partían con un estrépito ensordecedor. Empujando y debatiéndose, y recogiendo grandes cantidades de agujas en su cabellera y su cuello y notando cómo se le metían entre la ropa y la piel, Gaviota siguió abriendo un sendero durante unos tres metros de dificultoso avance. Se hallaba estorbado por la pesada hacha que empuñaba en su mano izquierda, a la que le faltaban los últimos tres dedos, aplastados cuando un árbol cayó sobre ella. Una rodilla derecha lisiada, el resultado de otro roble que había caído en la dirección equivocada cuando su tronco acabó de romperse, suponía un estorbo similar. Ningún soldado le había causado jamás heridas tan graves como los árboles que cortó en el pasado.

Jadeando en busca de aire, como si se hubiera zambullido debajo del agua, Gaviota decidió que ya había ido lo bastante lejos. Cerró los ojos y subió estruendosamente por entre el dosel de ramas entrelazadas, lanzándose a través de él como un gigantesco conejo enloquecido.

Para aparecer en el sitio equivocado.

El jinete de la túnica azul estaba a unos tres metros de distancia, todavía lanzado a la carga. Pero en aquel momento estaba buscando al otro lado de su montura. Había visto cómo Gaviota desaparecía por allí, y no había conseguido seguir su travesía casi subterránea.

Lo cual era un grave error por su parte.

El leñador alzó su hacha, escupiendo agujas y ramitas mientras lo hacía, y la colocó sobre su hombro como si se dispusiera a cortar un haz de ramas. Gaviota pensó que nunca sería un buen soldado, porque era incapaz de atacar si no le habían visto antes.

—¡Aquí, carroña!

El jinete, sorprendido, giró justo a tiempo para no poder esquivar lo suficientemente deprisa. El caballo pareció bailar bajo su experta guía, pero las olas de verdor lo atraparon eficientemente. El jinete alzó su cimitarra, medio atacando y medio encogiéndose sobre sí mismo...

Y los cinco kilos de metal del hacha de Gaviota cayeron sobre él.

El pesado borde, que estaba lo bastante afilado para poder afeitar una piel, se abrió paso a través del muslo derecho del jinete, su silla de montar y la caja torácica de la montura. El caballo piafó, preparándose para relinchar, pero se encontró con que no disponía de aliento que gastar en ello, pues su pulmón había sido abierto por el hacha y se había llenado rápidamente de sangre. El jinete se limitó a parpadear mientras su muslo se separaba de él, y la mitad inferior de su pierna quedaba libre para caer y acabar colgando del estribo. No era el momento más adecuado para fijarse en ese tipo de cosas, pero Gaviota vio que el jinete llevaba zapatos de cuero puntiagudos que se curvaban hacia arriba y terminaban en una diminuta campanilla de plata. Un instante después los chorros de sangre salieron disparados en todas direcciones: sobre las ramas de las coníferas, por el aire... Perdido el equilibrio, y con su corazón ya empezando a fallar, el jinete se inclinó en la dirección opuesta a aquella de la que había llegado el golpe pero, disciplinado, siguió empuñando su cimitarra y las riendas. Su peso hizo que la cabeza de la montura girase, pero el animal estaba boqueando, con la boca llena de espuma rojiza, y se tambaleó, chocó con un árbol y se quedó inmóvil, para acabar hundiéndose lentamente hacia el suelo. Gaviota sintió pena por el animal, pues tardaría mucho tiempo en morir.

Y Gaviota supuso que su jinete sin duda era otro hombre tan corriente como él, arrancado de alguna remota comarca de los Dominios por el capricho de un hechicero y obligado mediante yugos mágicos a luchar para que el hechicero pudiera... ¿Qué? ¿Arrebatar más poder a otro hechicero?

«¡Maldición!», pensó. Si alguna vez olvidaba el propósito de su vida, el mundo no paraba de recordárselo. Él, su hermana y su ejército habían decidido detener a los hechiceros como pudieran, impidiendo que devastaran países enteros y convirtieran en un caos las vidas de las personas normales y corrientes.

A pesar de que su hermana y Lirio, su amante —o antigua amante, o cuasi amante—, eran un par de hechiceras.

Gaviota expulsó de su mente el pensamiento y las paradojas y se abrió paso por entre los árboles, buscando a sus soldados mientras avanzaba. ¿Adónde habían ido? ¿Habría acabado dando la espalda a su ruta original sin enterarse mientras luchaba? Gaviota giró sobre sí mismo en un lento círculo, buscando el torbellino que le permitiría orientarse. Pero el tornado había desaparecido. El cielo era de un color azul hielo, y estaba tan límpido como sólo podía estarlo el aire invernal en las montañas. ¿Cómo...?

Oyó gritos, se volvió y avanzó en esa dirección. Fue gritando «¡Amigo, amigo!» mientras caminaba hasta que se encontró con una mujer envuelta en harapos armada con una ballesta y una pica. La mujer le indicó dónde estaba Tomás con una inclinación de cabeza.

El leñador y Tomás no tardaron en estar el uno delante del otro en aquel laberinto de verdor, tan cerca que sus pechos casi se rozaban.

—¿Habéis capturado algún jinete? —preguntó.

Conseguir cautivos era su primer deseo, pues los cautivos traían consigo conocimientos..., algo que resultaba difícil recordar en el ardor de la batalla, tal como acababa de demostrar Gaviota.

—Tal vez, señor. Istu derribó a un hombre de su silla de montar.

—Puede que sobreviva —informó el soldado, envainando su espada corta y utilizando ambas manos ensangrentadas para dar énfasis a cada palabra—. Aparecieron por nuestra derecha, así que sabemos que hay dos grupos que están intentando flanquearnos. Creemos que acabamos con tres de ellos, y perdimos a uno de los nuestros antes de que retrocedieran. Gritaron en alguna lengua olvidada de los dioses, probablemente llamándonos medusas, y luego se fueron en dirección norte.

Estar tan cerca de él hizo que Gaviota pudiera oler el sudor de Tomás y la peste a ajo de su aliento. Tomás y sus hombres del sur le ponían ajo a todo.

—¿Crees que pueden estar moviéndose en un círculo para llegar al campamento desde atrás?

—No lo sé, señor. —Tomás movió una mano en un gesto que abarcó cuanto les rodeaba—. Podrían haber ido a cualquier parte.

Gaviota levantó la voz.

—¿Alguien ha visto hacia dónde fue ese remolino?

Entonces se dio cuenta de que sólo podía ver a cuatro soldados más, y se preguntó donde habrían caído los jinetes que habían sido derribados de sus monturas. El leñador supuso que su sangre y sus huesos alimentarían a los árboles durante años.

Nadie respondió, por lo que Tomás se decidió a hablar.

—Estábamos ocupados rechazando el ataque, señor.

Gaviota contempló el mar verde con el ceño fruncido. A partir de ese momento se mantendría encima de la bestia mecánica, utilizándola como torre móvil, o cabalgaría entre las tontas cabezas de Liko para poder ver qué infiernos hacía el enemigo.

—Bien, retrocedamos hasta unos..., eh..., unos cien pasos del campamento. Tenemos que estar lo bastante cerca unos de otros para poder oírnos si grita...

Y se calló de repente, y se quedó boquiabierto. Tomás giró sobre sus talones y masculló una maldición.

Avanzando velozmente a través del cielo, justo por encima de sus cabezas, había docenas de hombres y mujeres que blandían espadas e iban sentados sobre alfombras voladoras.

—¡El campamento! —graznó el leñador.

El tornado debía de haber sido una distracción para conseguir que se alejaran del campamento.

Gaviota giró sobre sus talones y alzó el hacha para apartar las ramas, pero enseguida se quedó inmóvil.

Delante de él había una silueta humana negra y cubierta de pelos. Incluso encogida sobre sí misma como un oso, era más alta, más ancha y más robusta que Gaviota.

La silueta abrió una boca rojiza ribeteada de colmillos y rugió.

_____ 2 _____

Norreen colocó a su niño dormido encima de su regazo y volvió a anudar las cintas de su corpiño. Hammen, tan moreno como sus padres, dejó escapar un balbuceo adormilado. El niño se quedaba dormido cada noche cuando lo amamantaba. Si conseguía depositarle dentro de su cuna sin que se despertara...

—¿Papá? —gorgoteó el niño. Sus ojos se abrieron, grandes como platos y del mismo color azul turquesa que los de su padre—. ¿Papá dónde?

Norreen sintió una punzada de melancolía.

—Está... fuera, cariño. Está asegurándose de que los animales estén bien encerrados.

—Oh. Pero quiero que papá...

La gravedad venció, y los párpados del niño fueron cayendo lentamente. Su madre ya le había colocado dentro de la cuna. El niño estaba creciendo tan deprisa que apenas cabía en ella y sus pies, cada vez más grandes, quedaban pegados al tablón del fondo. Sería un niño robusto y un hombre imponente, como era habitual en su familia, a la que Norreen llevaba tanto tiempo sin ver. Otra punzada de melancolía. Norreen intentó concentrarse en el niño. Ya había empezado a hablar usando palabras en vez de los sonidos ininteligibles típicos de los bebés. El niño necesitaba una cama, no una cuna. Pero su padre no podía hacerle una cama, porque estaba demasiado ocupado.

Aquella tercera y última punzada de melancolía hizo que las lágrimas afluyeran a sus ojos. Con la vista nublada, Norreen acabó de anudar las cintas de su corpiño. Por lo menos podía consolarse viendo cómo sus pechos y su estómago volvían a aplanarse poco a poco. ¡Dioses, qué precio tan grande pagaba el cuerpo de una mujer por dar a luz un niño! Norreen había sufrido menos cicatrices y desfiguraciones en el campo de batalla. El pequeño Hammen ya podía correr y arreglárselas por su cuenta fuera de la casa, y eso permitía que Norreen pudiera hacer más ejercicio. Debería volver a adiestrarse, acostumbrándose a sentir de nuevo el peso de la espada, el escudo, la daga y el arco en sus brazos y sus hombros. Vestida con el sencillo traje de lana de una campesina y un corpiño de cintas y encajes, con su negra cabellera crecida y un poco rizada, había muy poco en ella que pudiera delatar su antigua condición de guerrera..., salvo la estrella de siete puntas tatuada en su antebrazo izquierdo. Y sus recuerdos, naturalmente.

* * *

Norreen meneó la cabeza y salió de la casita para ir en busca de su esposo.

El aire era fresco y húmedo. El cielo nocturno estaba medio nublado, pero la Luna de las Neblinas era una calina grisácea hacia el occidente. En aquel lugar de las Tierras del Sur sólo había colinas ondulantes y bosquecillos, y casi todos los campos estaban cultivados para alimentar el voraz apetito de la ciudad de Estark, que se hallaba más al norte. Las laderas iban descendiendo plácidamente hasta que se encontraban con el Mar Interminable y las Tierras Verdes de Gish, una comarca remota y salvaje. Su casita estaba pegada a una colina cubierta de catalpas y álamos temblones, con un arroyo de límpidas aguas corriendo a su alrededor y dominando un pequeño valle.

El valle estaba cubierto de grandes parras, encajes de verdor sostenidos por estructuras de listones que llegaban hasta la cabeza de un adulto y avanzaban formando filas a través de la pendiente y, por debajo de ella, hasta los pastizales. Junto con su esposo, Norreen era propietaria de toda la tierra que podía divisarse desde allí, pues en tiempos lejanos habían sido ricos y después habían pasado a ser ricos en tierras. Era buena tierra: la ladera estaba encarada hacia el sur y recibía mucho sol y mucha lluvia, y las noches nunca eran frías. Cuando lo compraron el viñedo era muy fértil, y estaba considerado como el mejor de toda la comunidad.

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