Read Cádiz Online

Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

Cádiz (15 page)

BOOK: Cádiz
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Al frenesí que antes había yo sentido sucedió un entorpecimiento y oscuridad tal de mis facultades intelectuales, que no supe qué responder a lord Gray, ni realmente le respondí nada.

—Pero, amigo mío —prosiguió él, menos afectado que yo por la bebida— hemos sabido que a Mariquilla de las Nieves la corteja… ¡cortejar!, hermosa palabra que no tiene igual en ningún idioma… pues decía que la corteja un guapo de Jerez que se me figura es más afortunado que nosotros. Sin duda a ese es a quien usted quiere matar.

—¡A ese, a ese! —dije sintiendo que se me despejaban un tanto los aposentos altos.

—Cuente usted conmigo. Currito Báez, que así se llama el jerezano, es un necio presumido y matasiete, que con todo el mundo arma camorra. Deseo tener cuestión con él. Le provocaremos.

—¡Le provocaremos, sí, señor; le provocaremos!

—Le mataremos delante de toda la gente del bronce, para que vean cómo sucumbe un tonto a manos de un caballero… Pero no sabía que estuviera usted enamorado. ¿Desde cuándo?

—Desde hace mucho, mucho tiempo —respondí viendo cómo daba vueltas la habitación delante de mis ojos—. Éramos niños; ella y yo estábamos abandonados y solos en el mundo. La desgracia nos impelió a compadecernos, y compadeciéndonos, sin saber cómo, nos amamos. Padecimos juntos grandes desventuras, y fiando en Dios y en nuestro amor vencimos inmensos peligros. Llegué a considerarla como indisolublemente unida a mí por superior destino, y mi corazón fortalecido por una fe sin límites, no padeció en mucho tiempo los martirios de celos, desconfianzas, temores ni amorosos sobresaltos.

—Hombre: eso es extraordinario. ¡Y todo por María de las Nieves!…

—Pero todo se acabó, amigo mío. El mundo se me ha caído encima. ¿No lo ve usted, no lo ve usted caer a pedazos sobre mi cabeza? ¿No ve usted estas montañas que me machacan los sesos? Mi cerebro hecho trizas salta en piltrafas mil y salpicando se esparce por las paredes… aquí… allí… más allá. ¿No lo ve usted?

—Ya lo veo… —repuso lord Gray, rematando una botella.

—El mundo se me cayó encima. Se apagó el sol… ¿No lo ve usted, hombre; no advierte las horribles tinieblas que nos rodean? Todo se oscureció, cielo y tierra, y el sol y la luna cayeron, como ascuas de un cigarro… Ella y yo nos separamos: leguas y más leguas, días y días y más días se pusieron entre nosotros; yo alargaba los brazos ansiando tocarla con mis manos; pero mis manos no tocaban sino el vacío. Ella subió y yo me quedé donde estaba. Yo miraba y no veía nada… estaba escondida: ¿dónde?, dirá usted… dentro de mi cerebro. Yo me metía las manos en la cabeza y escarbaba allí dentro; pero no la podía coger. Era una burbuja, una partícula, un átomo bullicioso y movible que me atormentaba en sueños y despierto. Quise olvidarla y no pude. De noche cruzaba los brazos y decía: «aquí la tengo; nadie me la quitará…». Cuando me dijeron que me había olvidado, no lo quería creer. Salí a la calle y todo el mundo se reía de mí. ¡Espantosa noche! Escupí al cielo y lo dejé negro… Me metí la mano en el pecho, saqué el corazón, lo estrujé como una naranja y se lo arrojé a los perros.

—¡Qué inmenso e ideal amor! —exclamó lord Gray—. Y todo eso por Mariquilla de las Nieves… Beba usted esa copa.

—Supe que amaba a otro —añadí sintiendo que mi cerebro despedía una lumbre vagorosa y desparramada, llama de alcohol que trazaba mil figuras en el espacio con sus lenguas azules—. Amaba a otro. Una noche se me apareció. Iba de brazo con su nuevo amante. Pasaron por delante de mí y no me miraron. Yo me levanté y tomando la espada, herí en el vacío, y en el vacío surgió un manantial de sangre. La vi que se llegaba hacia mí pidiéndome perdón. La manga de su vestido tocó mi rostro, y me quemó. ¿Ve usted la quemadura, la ve usted?

—Sí, la veo, la veo. ¡Y todo por María de las Nieves!… Hombre es gracioso. A ver a qué sabe este Montilla.

—Yo quiero matar a ese hombre, o que él me mate a mí.

—No, a él, a él. ¡Pobre Currito Báez!

—Le mataré, le mataré, sí —exclamaba yo con furor, poniendo mi puño cerrado en el pecho de lord Gray—. ¿No siente usted cómo baila el mundo bajo nuestros pies? El mar entra por esa ventana. Ahoguémonos juntos y todo se concluirá.

—¿Ahogarme? No —dijo el inglés—. Yo también amo.

A pesar de mi lastimoso estado intelectual presté atención vivísima a sus palabras.

—Yo también amo —prosiguió—. Mi amor es secreto, misterioso y oculto, como las perlas, que además de estar dentro de una concha están en el fondo del mar. No tengo celos de nadie, porque su corazón es todo mío. No tengo celos más que de la publicidad; odio de muerte a todo el que descubra y propale mi secreto. Antes me arrancaré la lengua que pronunciar su nombre delante de otra persona. Su nombre, su casa, su familia, todo es misterioso. Yo me deslizo en la oscuridad, en oscuridad profunda que no proyecte sobra alguna, y abro mis brazos para recibirla, y los oscuros cuerpos se confunden en el negro espacio. Bullen átomos de luz, como estos que ahora nos rodean, y en las puntas de nuestros cabellos palpita con galvánica fuerza, embriagadora sensibilidad. ¿No percibe usted estas ondas que vienen del cielo, no siente usted cómo se abre la tierra y despide cien mil vidas nuevas, creadas en esta corola donde estamos, y en cuyos bordes nos movemos a impulso de la suave y embalsamada brisa?

—¡Sí, lo veo, lo veo! —respondí llevando el vaso a mis labios.

—Amigo mío, Dios hizo perfectamente al amasar este barro del mundo. Habría sido lástima que no lo hiciera. La materia vivificada por el amor es sin duda lo mejor que existe después del espíritu. Yo adoro el universo lleno de luz, pintado con lindos colores, sombreado por amorosas opacidades que cubren el discreto amor; yo adoro la naturaleza que todo lo hizo hermoso, y detesto a los hombres corruptores del elemento donde habitan, como ensucian los sapos la laguna. Mi alma se arroja fuera de este lodazal y busca los aires puros; huye de las infectas madrigueras de la civilización, abiertas en fango pestilente y se baña en los rayos de oro que cruzan los espacios.

»Olvidaba decir a usted que para hacer más encantadora mi aventura, la historia, es decir, diez y siete siglos de guerras, de tratados de privilegios, de tiranía, de fanatismo religioso, se oponen a que sea mía. Necesito demoler las torres del orgullo, abatir los alcázares del fanatismo, burlarme de la fatuidad de cien familias que cifran su orgullo en descender de un rey asesino, D. Enrique II, y de una reina liviana, doña Urraca de Castilla; apalear cien frailes, azotar cien dueñas, profanar la casa llena de pintarreados blasones, y hasta el mismo templo lleno de sepulcros, si la refugian en él.

—¿La va usted a robar, milord? —pregunté en un instante de rápida lucidez.

—Sí; la robaré y me la llevaré a Malta, donde tengo un palacio. He pedido un barco a Inglaterra.

Sentí súbito estremecimiento, como si mi conturbada naturaleza hiciera un esfuerzo colosal para recobrar su perdido aliento.

—Lord Gray —dije— somos amigos. Soy discreto. Yo le ayudaré a usted en esa empresa, que no será fácil por desgracia.

—No lo será… veremos —repuso exaltado después de beber con ardiente anhelo—. Yo le ayudaré a usted a matar a Currito Báez.

—Sí, le mataré; así tuviera mil vidas. Pero permítame usted que le pague su auxilio, ofreciéndole el mío para robar a esa mujer, y burlarnos de diez y siete siglos de guerras, de tratados, de privilegios, de fanatismo, de religión, de tiranía.

—Bien, amigo Gabriel; venga esa mano. ¡Viva lo imposible! El placer de acometerlo es el único placer real.

—Yo quisiera estar en los secretos de usted, milord.

—Lo estará usted.

—Yo mataré a mi hombre.

—Y pronto. Venga esa mano.

—Ahí va.

—Ahora bajemos —dijo lord Gray en el apogeo de su delirio.

—¿A dónde?

—Al mundo.

—El mundo se ha hecho pedazos, no existe —dije yo.

—Lo compondremos. Una vez se me rompió en mil pedazos un vaso etrusco que compré en Nápoles. Yo recogí los trozos uno a uno y los pegué perfectamente… ¡Oh, amada mía! ¿Dónde estás que no te veo? Este perfume de flores, esta música me anuncian que no estás lejos. Sr. de Araceli, ¿no la oye usted?

—Sí, una música encantadora —respondí, y era verdad que creí oírla.

—Ella viene envuelta en la nube que la rodea. ¿No advierte usted la deslumbradora claridad que entra en la pieza?

—Sí, la veo.

—Mi amada viene, Sr. de Araceli; ya entra; aquí está.

Miré a la puerta y la vi; era ella misma, rodeada de una luz dorada y pálida como la manzanilla y el Jerez que habíamos bebido. Quise levantarme; pero mi cuerpo se hizo de plomo, mi cabeza pesó más que una montaña y cayó entre mis brazos sobre la mesa, perdiendo de súbito toda noción de existencia.

- XVI -

Al recobrarla lenta y oscura, la voz del señor Poenco fue el accidente que me dio a conocer que había mundo. Lord Gray había desaparecido. Reconocime y me encontré estúpido; pero la vergüenza, motivada por el recuerdo de mi envilecimiento, vino más tarde. ¡Y qué vergüenza aquella, señores! Mucho tiempo tardé en perdonarme.

Pero echemos un velo, como dicen los historiadores, sobre el infausto suceso de mi embriaguez, y sigamos el cuento.

Desde tal día, el servicio en la Cortadura y en Matagorda me entretuvo algún tiempo, y no me fueron posibles aquellas visitas, ya tristísimas, ya alegres, que hacía a Cádiz; pero al fin, como el asedio no era penoso, disfruté de algún vagar, y un día púseme en camino de la calle Ancha, con intento de resolver allí qué dirección tomar.

En tiempos normales era la calle Ancha el sitio donde se reunía la caterva de mentirosos, desocupados, noveleros y toda la gente curiosa, alegre y holgazana. Allí iban también de paseo a la hora de medio día en invierno y por las tardes en verano las damas a la moda y los petimetres, abates y enamorados, ocurriendo con estos mil lances y escenas de que nos ha dejado retrato muy vivo D. Juan del Castillo en sus sainetes urbanos, no menos graciosos y verdaderos que los populares y consagrados a la majeza.

Pero en 1811, y después que las Cortes se trasladaron a Cádiz, la calle Ancha, además de un paseo público, era, si se me permite el símil, el corazón de España. Allí se conocían, antes que en ninguna parte, los sucesos de la guerra, las batallas ganadas o perdidas, los proyectos legislativos, los decretos del gobierno legítimo y las disposiciones del intruso, la política toda, desde la más grande a la más menuda, y lo que después se ha llamado chismes políticos, marejada política, mar de fondo y cabildeos. Conocíanse asimismo los cambios de empleados y el movimiento de aquella administración que, con su enorme balumba de consejos, secretarías, contadurías, real sello, juntas superiores, superintendencias, real giro, real estampilla, renovación de vales, medios, arbitrios, etc., se refugió en Cádiz después de la invasión de las Andalucías. Cádiz reventaba de oficinas y estaba atestada de legajos.

Además, la calle Ancha obtenía la primacía en la edición y propaganda de los diferentes impresos y manuscritos con que entonces se apacentaba la opinión pública; y lo mismo las rencillas de los literatos que las discordias de los políticos, lo mismo los epigramas que las diatribas, que los vejámenes, que las caricaturas, allí salieron por primera vez a la copiosa luz de la publicidad. En la calle Ancha se recitaban, pasando de boca en boca, los malignos versos de Arriaza, y las biliosas diatribas de Capmany contra Quintana.

Allí aparecieron, arrebatados de una mano a otra mano, los primeros números de aquellos periodiquitos tan inocentes, mariposillas nacidas al tibio calor de la libertad de la imprenta, en su crepúsculo matutino; aquellos periodiquitos que se llamaron
El Revisor Político
,
El Telégrafo Americano
,
El Conciso
,
La Gaceta de la Regencia
,
El Robespierre Español
,
El Amigo de las Leyes
,
El Censor General
,
El Diario de la Tarde
,
La Abeja Española
,
El Duende de los Cafés
y
El Procurador general de la Nación y del Rey
; algunos, absolutistas y enemigos de las reformas; los más, liberales y defensores de las nuevas leyes.

Allí se trabaron las primeras disputas de las cuales hicieron luego escandalosa síntesis los autores respectivamente de los dos célebres libros
Diccionario manual
y
Diccionario crítico-burlesco
, ambos signo claro de la gran reyerta y cachetina que en el resto de siglo se había de armar entre los dos fanatismos que ha tiempo vienen luchando y lucharán por largo espacio todavía.

En la calle Ancha, en suma, se congregaba todo el patriotismo con todo el fanatismo de los tiempos; allí, la inocencia de aquella edad; allí, su bullicioso deseo de novedades; allí, la voluble petulancia española con el heroico espíritu, la franqueza, el donaire, la fanfarronada, y también la virtud modesta y callada. Tenía la calle Ancha mucho de lo que llamamos Salón de conferencias, de lo que hoy es Bolsa, Bolsín, Ateneo, Círculo, Tertulia, y era también un club.

Cualquiera que entonces entrase en ella por las calles de la Verónica o Novena y la atravesase en dirección a la plaza de San Antonio, habríase creído transportado a la capital de un pueblo en pleno goce del más acabado bienestar y aun de la paz más completa, si no mostrara otra cosa la multitud de uniformes militares, tan varios como alegres, que abundantemente se veían. Gastaban las damas gaditanas ostentoso lujo, no sólo por hacer alarde de tranquilidad ante las amenazas de los franceses, sino porque era Cádiz entonces ciudad de gran riqueza, guardadora de los tesoros de ambas Indias. Casi todos los petimetres y la juventud florida en masa, lo mismo de la aristocracia que del alto comercio, se habían instalado en los diferentes cuerpos de voluntarios que en Febrero de 1810 se formaron; y como en tales cuerpos ha dominado siempre, por lo común, la vanidad de lucir uniformes y arreos de gran golpe de vista, aquello fue una bendición de Dios para el lucimiento de sastres y costureras, y los milicianos de Cádiz estaban que ni pintados.

Debo advertir que se portaron bien y con verdadero espíritu militar en todo lo muy difícil y arriesgado que durante el sitio se les confió; pero su principal triunfo estaba en la calle Ancha entre muchachas solteras, casadas y viuditas.

Llamábanse unos los
guacamayos
, por haber elegido el color grana para su uniforme, y estos formaban cuatro batallones de línea. Menos vistoso y deslumbrador era el vestido de los dos batallones de ligeros, a quienes llamaron
cananeos
, por usar cananas en vez de cartucheras. Otros, por haber aplicado profusamente a sus personas el color verde, fueron designados con el nombre de
lechuguinos
, si bien hay quien atribuye este apodo a la circunstancia de pertenecer los tales
lechuguinos
a los barrios de Puerta de Tierra y extramuros, donde se crían lechugas. Con los mozos de cuerda y trabajadores formose un regimiento de artillería, y como eligieran para decorarse el morado, el rojo y el verde, en episcopal combinación, fueron llamados los
obispos
, y no hubo quien les quitara el nombre durante todo el transcurso de la guerra. Otros, que militaron en la infantería, y eran modestísimos en estatura y traje, fueron designados con el mote de
perejiles
, y a las personas graves que habían formado una milicia urbana y exornádose con un levitón negro y cuello encarnado, se les tituló los
pavos
. Todos llevaban nombre contrahecho, y hasta el cuerpo que se formó con los desertores polacos, no pudo llamarse nunca de los
polacos
, sino de las
polacras
.

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