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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

Cádiz (18 page)

BOOK: Cádiz
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—¿Por qué?

—No sé por qué. Siento deseos de reír a carcajadas. Siempre que salgo de casa, y voy a alguna parte donde puedo estar con alguna libertad, me parece que el alma quiere salírseme del cuerpo y volar bailando y saltando por el mundo; me embriaga la atmósfera y la luz me embelesa. Todo cuanto veo me parece hermoso, cuanto oigo elocuente (menos lo de Ostolaza), todos los hombres justos y buenos, todas las mujeres guapas, y me parece que las casas, la calle, el cielo, las Cortes con su presidente y su preopinante me saludan sonriendo. ¡Oh, qué bien estoy aquí! Inés y Asunción no parecen, D. Paco tampoco. Cuanto más tarde vengan mejor. Otra cosa…, ¿por qué no ha seguido usted yendo a casa por las noches? Nosotras nos hemos reído de usted.

—¿De mí? —pregunté con turbación.

—Sí, porque se la echaba usted de devoto para agradar a mamá. ¡Qué bien hacía usted su papel! Lo mismo, lo mismito hacemos nosotras.

Me asombré de la frescura con que la infeliz niña decía claramente que engañaba a su mamá.

—Vaya usted a casa. A nosotras no nos dejaban hablar con usted, pero nos entretuvimos mirándole.

—¡Mirándome!

—Sí, sí; a todo el que va a casa le examinamos y le medimos las facciones línea por línea. Después, cuando nos quedamos solas, decimos cómo tiene el pelo, los ojos, la boca, los dientes, las orejas, y disputamos sobre cuál de las tres se acuerda mejor.

—Bonita ocupación.

—Las tres estamos siempre juntas. La señora marquesa de Leiva está muy enferma, y como mamá dice que quiere tener a Inés bajo su vigilancia, ha mandado que viva en casa. Las tres dormimos en una misma alcoba y charlamos bajito por las noches. ¡Ah! ¿Sabe usted lo que me ha dicho Inés? Que usted está enamorado.

—¡Qué bromazo! Tal cosa no es verdad.

—Sí, nos lo dijo, y aunque no me lo dijera… Eso se conoce.

—¿Lo conoce usted?

—Al instante. En cuanto veo a una persona.

—¿Dónde ha aprendido usted eso? ¿Lee usted novelas?

—Jamás. No las leo; pero las invento.

—Eso es peor.

—Todas las noches saco de mi cabeza una distinta.

—Las novelas inventadas son peores que las leídas, señora doña Presentacioncita.

—Vuelva usted a casa por las noches.

—Volveré. Lord Gray las entretiene a ustedes bastante.

—Lord Gray no va tampoco —dijo con pena.

—¿Y si supiera doña María que usted ha venido aquí?

—Creo que nos mataría. Pero no lo sabrá. Inventaremos algo muy gordo. Diremos que venimos del Carmen, donde fray Pedro Advíncula nos entretuvo contándonos vidas de santos. Otras veces le hemos dicho esto, y luego fray Pedro Advíncula no nos ha desmentido. Es un santo varón y yo le quiero mucho. Tiene las manos blancas y finas, los ojos dulces, la voz suave, el habla graciosa; sabe tocar el ole en un organito muy mono, y cuando no está mamá delante, habla de cosas mundanas con tanta gracia como decencia.

—¿Y fray Pedro Advíncula, va a casa de usted?

—Sí… es amigo de lord Gray. Es el que hace la preparación espiritual de Inés para el matrimonio, y de Asunción para el monjío… Se me figura (y esto es reservado) que él llevó la papeleta de la tribuna.

—Y a usted ¿no la prepara para algo?

—A mí —contestó la muchacha con profundo desconsuelo— a mí, para nada.

Yo estaba absorto, pasmado y lelo, contemplando la seductora ignorancia, la infantil malicia, la franqueza sin freno de aquella alma, a quien la falta de toda educación mundana presentaba en la desnudez de su inocencia. Como era linda de rostro, y había tal viveza en su hablar espontáneo y armonioso, me encantaba verla y oírla, y como vulgarmente se dice con respecto a los niños, me la hubiera comido. No hallo otra frase mejor para expresar la admiración que aquel raudal de gracia y travesura, de sentimiento y de dulce ingenuidad me producía. Nombré antes a los niños, y aquí repito, aunque Presentacioncita había dejado de serlo, a mí me hacía el efecto de uno de esos chiquillos sentenciosos, que con sus verdades como puños nos causan asombro y risa. Verdad es que la de Rumblar, aun haciéndome reír, me causaba al mismo tiempo tristeza.

- XIX -

De pronto miré a la tribuna de señoras, que estaba al lado de la Epístola, en lo que podemos llamar el proscenio de la iglesia, y creí distinguir a las dos muchachas.

—¡Allí están, allí están!… —dije a mi acompañante.

—Sí, y en la tribuna inmediata, que es la de los diplomáticos, está lord Gray. ¿No le ve usted?… Está con la cabeza entre las manos, pensativo y meditabundo.

—No habla con ellas, ni puede hablar, porque una tabla les separa. Acaban de entrar en este momento.

Llegó a la sazón D. Paco, rojo como un pimiento, y abriéndose paso por entre la apiñada muchedumbre de
galerios
(así llamaban a los devotos de aquella religión, y así les nombraron después en son de remoquete en el tiempo de las persecuciones), acercósenos y nos dijo:

—¡Gracias a Dios que han parecido!… Lord Gray las llevó engañadas al campanario de la iglesia… después adentro… después a la calle… ¿Hase visto infamia semejante?… ¡Estoy bramando de furor!… ¿Qué habrán hecho, señor de Araceli, qué habrán hecho?… La señora doña Inesita estaba más pálida que una muerta, y la señora doña Asuncioncita más roja que una amapola… Vámonos, niña, vámonos de aquí.

—Sí, vámonos —repetí yo.

—Yo no me muevo de aquí, Paquito. Esto me gusta mucho. Ya han acabado de leer periódicos y papeles y vuelven los discursos… ¿Quién habla?

—Es el Sr. de Argüelles. ¡Buen pájaro está! ¡Pues bonitas cosas está oyendo la niña! —dijo D. Paco en voz más alta que la que a la respetabilidad del sitio correspondía—. Tratar de abolir las jurisdicciones, los señoríos, los fueros, el tormento y el derecho de poner la horca a la entrada del pueblo, y de nombrar jueces; quieren quitar las prestaciones y demás sabias prácticas en que consiste la grandeza de estos reinos.

—Pues que lo supriman todo —dijo Presentación con enfado—. De aquí no me muevo hasta que lo supriman todo.

—La niña no sabe lo que habla —exclamó D. Paco, suscitando los murmullos de los circunstantes con lo destemplado de su voz—. Ahora la señora doña María no podrá nombrar el alcalde de Peña-Horadada, ni cobrará tanto de fanega en el molino de Herrumblar, ni las doce gallinas de Baeza, ni podrá prohibir la pesca en el arroyo, ni los asnos de casa podrán meterse en las heredades del vecino a comerse lo que se les antoje.

—Señó abate —gritó una voz, mientras una mano pesaba con formidable empuje sobre los hombros del preceptor—; siéntese y calle.

—Caballero —dijo otro— ¿se podría saber quién es usted?

—Soy D. Francisco Xavier de Jindama —repuso con timidez y urbanidad el viejo.

—Lo digo porque en cuanto le vi a usted y le oí, diome olor a lechucería.

—Quiere decir que es usted de la hermandad de los bobos —añadió una moza que frontera a D. Paco estaba—. Con su voz de matraca no nos deja oír los escursos.

—Haya paz, señores —exclamó un tercero— y silencio. Aquí no se viene a lamentarse de que los asnos no puedan entrar en la heredad ajena.

—El asno será él.

—¡Orden y conveniencia! —gritó el portero—. Si no, en nombre de Su Majestad les echo a todos a la calle.

—Aquí no hay ninguna Majestad —dijo D. Paco.

—La Majestad son las Cortes, señor esparaván —afirmó con enfado un galerio.

—Es de los que vienen a aplaudir cuando rebuzna Ostolaza —dijo otro señalando a don Paco.

Viendo que la cuestión se agriaba, empeñeme en romper por medio del gentío, y esto causó nueva confusión y reconvenciones. Al mismo tiempo entre los diputados sonó rumor de disgusto por lo que pasaba en la tribuna, habló el presidente imponiendo silencio a los galerios, y acallados estos un tanto, el diputado Teneyro tomó la palabra. Como si la primera pronunciada por el buen cura de Algeciras fuera señal convenida, desatose una tempestad de risas y demostraciones, y cuanto más el orador alzaba la voz, más la ahogaban entre su murmullo los de arriba.

Repetir el sinnúmero de dichos, agudezas y apodos que salieron como avalancha de la tribuna pública, fuera imposible. Jamás actor aborrecido o antipático recibió tan atroz silba en corrales de Madrid. Lo extraño es que siempre pasaba lo mismo. Ya se sabía: hablar Teneyro y alborotarse el pueblo soberano, eran una misma cosa. ¡Y qué ceceo el suyo, qué ademanes tan graciosos, qué ira olímpica para apostrofar a las tribunas, qué lastimoso gesto, qué cruzar de brazos, qué arrugada cara, qué singular donaire para decir disparates, ya abogando por la Inquisición, ya por una soberanía popular a la moda, representada por una especie de concilio de párrocos y guerrilleros! Vamos, francamente, era cosa de morir de risa.

El presidente sabía que sesión en la cual Teneyro hablase, era sesión perdida, por no ser posible contener a las tribunas; trabábanse disputas inevitables entre ciertos procuradores y el público, y el escándalo obligaba a despejar los altos de la iglesia.

Esto ocurrió en aquel día, cuando el Cicerón de Algeciras, volviéndose hacia arriba con ademanes descompuestos y lengua balbuciente, gritó:

—Ya sabemos que esa es gente pagada.

Al oír esto, los denuestos, los improperios que lanzó el pueblo llenaron el ámbito de la iglesia en términos que aquello parecía una jaula de locos. Agitábanse los diputados, echándose unos a otros la culpa del alboroto; nos apostrofaban también desde abajo llamándonos canalla soez, y los porteros dieron principio a la expulsión. Aquí de los apuros. Presentación y yo queríamos salir sin poder lograrlo, por tener delante una muralla de carne humana que resistía la orden del presidente. Algunos se echaron fuera; mas no por eso se acalló el tumulto, y lo peor fue que aparecieron de súbito dos o tres personas que tomaron el partido del orador silbado contra el silbante pueblo.

—¡Que ustedes son unos servilones, mata candelas!

—¡Que ustedes son unos afrancesados!

—Que ustedes son… —imagínese el lector lo peor que haya oído en plazas, presenciado en tabernas y aprendido en garitos.

Y no paró aquí el desastre, sino que don Paco, viendo que alguien tomaba a pechos la defensa del pobre Teneyro, arriesgose, como leal amigo y contertulio, a ponerse de su parte.

—Envidia, no es más que envidia y rabia por las verdades como puños que dice —exclamó.

En mal hora lo dijera. Vimos desaparecer su enjuta figura entre una masa uniforme de brazos y manos. Presentación gritó con angustia:

—¡Que matan al pobre D. Paco!

Salió el infeliz, o lo sacaron, es decir, allá se fue todo junto, víctima y verdugos, por la puerta afuera. Con esto se despejó un tanto la tribuna y pudimos salir de los últimos tras la oleada de gente que mal de su grado abandonaba la sesión. Quisimos auxiliar al maestro, pero no nos era posible por hallarse distante; y aunque el infeliz no recibió golpe de arma alguna, las herramientas de puños y codos le hacían mucho daño. Al fin, acosado por todos, huyó, corriendo velozmente por la escalera abajo, dando no pocos tumbos y costaladas.

Nuestra gran contrariedad consistía en que nos separaba de él una masa enorme de gente que nunca acababa de salir; así es que, cuando llegamos abajo, en vano mirábamos a todos lados. D. Paco no estaba. Hacíamos preguntas a todos, pero nadie nos daba razón satisfactoria. Quién decía; «le han llevado adentro»; quién «le han llevado afuera».

—¡Qué situación, qué compromiso! —decía la muchacha—. ¿Pero dónde está el pobre don Paco? Ahora tendré que ir a casa sola o con usted.

En la calle había también apiñado gentío, entre el cual vi a uno de esos individuos que se aparecen como llovidos en toda escena de agitación popular, dispuestos a echar el peso, no de su autoridad, sino de sus garrotes, en la balanza de las contiendas políticas. ¡Desgraciado Teneyro, desgraciado Ostolaza! ¡Qué ovación les esperaba!

La hermandad de la porra no es tan antigua como el mundo, no; pero entradilla en años es.

—Busquemos, busquemos a ese infeliz —me decía mi linda pareja—. De modo que tengo que ir sola a casa… ¿Y qué voy a decir?… Y mi hermana e Inés ¿dónde están?… ¡Oh, señor de Araceli, más vale que se abra la tierra y me trague!

Al fin nos dio razón del desgraciado preceptor un soldado, diciéndonos:

—Se lo llevaron entre cuatro.

—¿Pero a dónde, no se sabe a dónde?

El soldado, encogiéndose de hombros, fijó su vista en la puerta de San Felipe, por donde salían bastantes diputados. Felizmente y gracias a la intervención de D. Juan María Villavicencio, los que se disponían a obsequiar a Teneyro y Ostolaza no pasaron a vías de hecho; mas con la agudeza de sus silbidos y el mugir de sus insultos fueron dando música a ambos personajes por largo trecho de la calle.

Fue aquel lance uno de los muchos que afearon la primera época constitucional; pero no llegó a ser tan escandaloso como el ocurrido poco después con motivo del famoso incidente Lardizábal, y que puso en gran peligro la vida de D. José Pablo Valiente, diputado absolutista, el cual hubiera sido despedazado por el pueblo si Villavicencio no le librara heroicamente de las garras de aquel, embarcándole al instante.

—¡Virgen Santísima! —repetía Presentación—. ¡Y esas niñas no parecen!… Vámonos al punto de aquí. Allí sale el Sr. Ostolaza… Me va a conocer.

Marchamos por la calle de San José para tomar la del Jardinillo: pero no nos fue posible esquivar las miradas y la persecución del Sr. Ostolaza, que llamándonos desde lejos nos obligó a detenernos.

—Señora mía —dijo el taimado clérigo— eso está muy bien… En la calle con un mozalbete… Por fuerza ha muerto la señora condesa.

—Por Dios y la Virgen —exclamó la muchacha llorando—. Sr. de Ostolaza… no diga usted nada a mamá… Yo le explicaré a usted… Salimos a paseo y como nos perdiéramos, pues… No diga usted nada a mamá. ¡Ay! Sr. de Ostolaza; usted es un buen sujeto y tendrá lástima de mí.

—En efecto; siento lástima de la señorita.

—Quiero decir… Lléveme usted a casa… Amigo —añadió esforzándose en aparecer jovial— oí su discurso y me pareció muy bonito. ¡Qué bien habla usted, qué bien!… Da gusto…

—Basta de lisonjas —dijo el clérigo; y luego mirándome añadió—: y usted, señor militar-teólogo, ¿de qué arterías se ha valido para sacar de su casa a esta señorita?

—Yo no he sacado de su casa a esta señorita —repuse—; la acompaño porque la he encontrado sola.

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