Camino a Roma (4 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico

BOOK: Camino a Roma
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2 Jovina

Cerca de Roma: invierno del 48 a. C.

—¡Fabiola! —la voz de Brutus rompió el silencio—. Enseguida estamos ahí.

Docilosa levantó un lateral de la tela para que su señora mirara al exterior desde la litera. Se estaba haciendo de día rápidamente, pero el grupo ya llevaba más de dos horas en marcha. Ninguna de las dos mujeres se había quejado de tener que madrugar tanto. Ambas estaban ansiosas por llegar a Roma, su destino. Lo mismo sentía Decimus Brutus, el amante de Fabiola. Julio César le había encomendado la misión urgente de deliberar con Marco Antonio, el jefe de Caballería. Se necesitaban más tropas en Egipto para levantar el bloqueo del que Fabiola y Brutus acababan de liberarse. La barricada enemiga seguía teniendo cautivos a César y a sus escasos miles de soldados en Alejandría.

Entre los cipreses altos que flanqueaban el camino, Fabiola sólo veía infinidad de tumbas de ladrillo. Al verlas, se le aceleró el pulso. Sólo quienes podían permitírselo se construían tales cenotafios en los accesos a Roma. Eran obras prominentes que no pasaban inadvertidas para ningún transeúnte, conservando así el frágil recuerdo de los muertos. Brutus tenía razón: estaban muy cerca. La Vía Apia, el camino hacia el sur, era el que contaba con más mausoleos, kilómetros y kilómetros; pero todos los caminos que llevaban a la capital estaban salpicados de ellos. Aquél, el camino procedente de Ostia, el puerto de Roma, no podía ser menos. Decorado con estatuas pintadas de los dioses y antepasados de los fallecidos, las tumbas constituían la última morada de matones y putas baratas. Pocos osaban pasar de noche por allí. Ni siquiera la luz tenue previa al amanecer reducía la amenaza de árboles susurrantes y estructuras que emergían sobre sus cabezas. Fabiola se alegraba de ir tan bien protegida: media centuria de los mejores legionarios y Sextus, su fiel guardaespaldas.

—Por fin podrás darte un baño —dijo Brutus, acercándosele con el caballo.

—¡Menos mal! —repuso Fabiola. Notaba la ropa pegada al cuerpo.

—El mensajero que envié ayer se asegurará de que todo esté preparado en la
domus.

—¡Qué considerado eres, amor mío! —Dedicó una sonrisa radiante a Brutus.

Satisfecho como era de esperar, Brutus hizo trotar al caballo y se dirigió a la parte delantera de la columna. Al igual que César, no era un hombre que liderara desde atrás.

Fabiola retrocedió horrorizada al notar el inconfundible hedor a excrementos humanos. Denso y desagradable, le resultaba tan familiar como el del pan recién horneado, aunque mucho menos atractivo. No obstante, era el olor predominante en Roma, el que había olido toda su vida y el que había reaparecido en cuanto el grupo había llegado a poco más de un kilómetro de las murallas. Se debía a que miles de plebeyos de aquella metrópolis atestada no disponían de acceso al sistema de alcantarillado. El contraste con la pulcritud de Alejandría no podía ser más radical. No había echado de menos ese aspecto de la vida en la capital. Si bien la ligera brisa matutina hacía que el olor resultara menos desagradable que durante los sofocantes días del verano, ya estaba omnipresente.

Al comienzo Fabiola se había mostrado encantada de regresar. Cuatro años fuera de su ciudad natal era mucho tiempo. El más reciente de sus hogares temporales, Egipto, le parecía un lugar extraño cuyas gentes odiaban a sus futuros dirigentes romanos. Su resentimiento se había desvanecido ante la sorpresa de ver a Romulus en los muelles donde se libraba una batalla la misma noche en que había partido de Alejandría. Como es natural, Fabiola habría deseado quedarse a ayudarlo. Su hermano gemelo estaba vivo ¡y en el ejército romano! El hecho de que Brutus se negara a retrasar su partida le había causado un profundo disgusto. La situación era demasiado desesperada. Dada la angustia de Fabiola, se había disculpado; pero no había dado su brazo a torcer. A ella no le había quedado más remedio que ceder ante su decisión. Los dioses habían considerado oportuno mantener a Romulus con vida hasta ese momento y, con su ayuda, volvería a encontrárselo algún día. Ojalá hubiera entendido lo que su hermano le había gritado. Su llamamiento se había perdido entre el caos de la partida del trirreme; suponía que le había intentado comunicar la unidad en la que servía. A pesar de todo, el encuentro había dado a Fabiola un motivo de peso para seguir adelante en la vida.

Ahora, tras pasar más de una semana en lamentables condiciones, el viaje casi había tocado a su fin y, a pesar de la tela fina que cubría la litera, el aire del interior ya olía a excrementos.

A Fabiola se le revolvió el estómago al recordar el balde mugriento que ella y los demás esclavos habían tenido que usar en casa de Gemellus. «Nunca más —pensó orgullosa—. ¡Qué lejos he llegado desde entonces!» Incluso el burdel al que el comerciante la había vendido contaba con unos lavabos limpios, dentro de lo que cabe. Sin embargo, aquella pequeña mejora apenas compensaba la degradación que suponía el hecho de que hombres desconocidos la utilizaran para su satisfacción sexual. La dura realidad de la vida en el Lupanar bastaba para minar la moral de cualquier mujer, pero no la de Fabiola. «Sobreviví porque era lo que me tocaba», caviló. Dispuesta a vengarse de Gemellus, y habiendo descubierto la identidad del padre de ella y Romulus, había decidido huir de su nuevo oficio… como fuera.

La lista de hombres ricos que frecuentaban el prostíbulo fue lo que la salvó. Siguiendo el consejo de una prostituta amiga suya de que conquistara al noble adecuado, Fabiola había usado todos sus encantos para engatusar a varios candidatos que nada sospechaban.

Levantó la gruesa tela y miró disimuladamente a Brutus, que cabalgaba otra vez al lado de la litera. Sextus también estaba al alcance de la mano, como era habitual durante el día. Por la noche, dormía fuera, junto a la puerta. Fabiola inclinó la cabeza, siempre contenta de tener cerca a su guardaespaldas. Entonces Brutus la vio y enseguida le dedicó una radiante sonrisa. Fabiola le lanzó un beso. Soldado de profesión y fiel seguidor de César, Brutus era valiente y agradable. Tras realizar varias visitas al Lupanar, había caído de lleno en su trampa. Tampoco es que ése fuese el único motivo por el que Fabiola se había decidido por él, claro está.

La estrecha relación de Brutus con César era lo que la había ayudado a tomar la decisión final. ¿Había sido una corazonada? Fabiola todavía no sabía cómo calificarlo. Afortunadamente, su apuesta por Brutus como mejor candidato le había resultado de lo más provechosa. Hacía cinco años que se la había comprado al burdel, y él la había nombrado dueña y señora de su nuevo latifundio, o finca, cerca de Pompeya.

¡El anterior propietario de la finca había sido nada más y nada menos que Gemellus! Fabiola esbozó una sonrisa triunfal. Hasta el día de hoy, saber que se había arruinado le parecía una dulce venganza. Tampoco es que hubiera dejado pasar la oportunidad de matar a ese hijo de perra si hubiera tenido ocasión. Sus varios intentos por localizarlo habían fracasado estrepitosamente y, al igual que buena parte del pasado de Fabiola, Gemellus había quedado difuminado en su mente. Sin embargo, seguía teniendo unos recuerdos muy vividos de la corta estancia en el ex latifundio de éste. A Fabiola se le encogieron las entrañas de miedo y miró a ambos lados del camino.

Los viajeros que iban y venían de la ciudad abundaban a tan escasa distancia de ésta. Los comerciantes tiraban de mulas cargadas de productos; los agricultores se dirigían a los mercados bulliciosos. Había niños que llevaban cabras y ovejas a pastar, leprosos que cojeaban ayudados de muletas improvisadas y veteranos desmovilizados que regresaban juntos a casa. Un sacerdote de aspecto irritado pasó en silencio junto a ellos seguido de una manada de acólitos con la cabeza rapada, sermoneándoles sobre algún aspecto religioso. Una fila de esclavos con grilletes en el cuello seguía penosamente a una figura musculosa que vestía un jubón de cuero y portaba un látigo de mango largo. La columna iba flanqueada de guardas armados: medidas de seguridad para evitar que los cautivos huyeran. Aquella imagen no era nada del otro mundo; al fin y al cabo, en Roma se necesitaba una cantidad ingente de esclavos. No obstante, Fabiola se encogió en la litera al pasar por delante de aquellos hombres y mujeres que arrastraban los pies, abatidos. Notó un sabor a hiel en la garganta. Más de cuatro años después, el mero hecho de pensar en Scaevola —un malvado cazador de esclavos al que había plantado cara— seguía aterrorizándola.

De todos modos, no iba a permitir que eso la detuviera.

Hasta que vio a Romulus en Alejandría, el mayor descubrimiento de Fabiola había sido que César era su padre. Se había quedado a solas con el general, que guardaba un asombroso parecido con su hermano, en una única ocasión. Y, aprovechando la oportunidad, él había intentado violarla. No había sido únicamente la expresión lujuriosa en los ojos de César lo que la había convencido de su culpabilidad. La dureza de sus palabras —«estate quieta o te haré daño»— todavía reverberaba en su interior. Sin saber muy bien por qué, al oírlas se había dado cuenta de que no era la primera vez que las pronunciaba. Convencida de ello en lo más profundo de su ser, desde entonces se había mantenido a la espera ojo avizor. Algún día tendría la oportunidad de vengarse.

Si bien César se enfrentaba en esos momentos a una de sus peores amenazas en Alejandría, Fabiola no quería que encontrara allí la muerte. Morir a manos de una turba extranjera frustraría su deseo de una venganza orquestada. Sin embargo, en cuanto César pudiera marcharse de Egipto, le esperaban más guerras. En África y en Hispania, las fuerzas republicanas seguían siendo fuertes. Regresar a Roma entonces ofrecía a Fabiola la oportunidad perfecta de urdir un plan; para reunir a los hombres que matarían a César si regresaba. Al igual que había hecho con Brutus, encontraría a muchos conspiradores si les decía que el general planeaba convertirse en el nuevo rey de Roma.

La mera idea resultaba repugnante a todo ciudadano vivo. Sin embargo, la
domus
de Brutus no era el lugar adecuado para urdir planes. Fabiola sonrió al pensar que confiaba en que los dioses la ayudarían a encontrar una base de operaciones mejor.

Transcurrieron varias semanas hasta que Fabiola se sintió lo bastante segura para aventurarse al exterior sin ir acompañada de Brutus. El hecho de entrar en Roma le había devuelto el miedo a que Scaevola quisiera vengarse. A Fabiola la embargaba una profunda sensación de pánico si salía sola. Por consiguiente, se contentaba con permanecer en la
domus
. Había un sinfín de cosas que hacer: mantener la casa en orden, dar banquetes para los amigos de Brutus y seguir las clases impartidas por el tutor griego al que había contratado. Fabiola también aprendió a leer y a escribir, lo cual le daba muchísima más seguridad en sí misma. Devoraba cualquier manuscrito que caía en sus manos. Entonces comprendió por qué Jovina había querido que sus prostitutas fueran analfabetas. La ignorancia las hacía más maleables. Cuando regresaba a casa exhausto, Brutus se quedaba impresionado por las preguntas perspicaces que Fabiola le hacía sobre política, filosofía e historia.

Desde que diera a Marco Antonio, el sustituto oficial de César, la noticia de que éste se encontraba en apuros, a Brutus se le había encomendado la gestión de la República junto con Antonio y otros partidarios del dictador. De todos modos, no habría tregua: en Roma había más agitación que nunca. El pueblo había estado manifestándose, desconcertado ante la falta de información sobre César, pues hasta la reaparición de Brutus, hacía más de tres meses que se desconocía su paradero. Alentados por unos pocos políticos ávidos de poder, los nobles descontentos que estaban gravemente endeudados exigían la compensación total a César, lo cual convertía en farsa su ley anterior para abolir parcialmente sus deudas. Algunos descontentos incluso se habían declarado a favor de los republicanos. Para colmo de males, cientos de veteranos de la legión preferida de César, la Décima, habían retornado a Italia y se sumaban al malestar. Exasperados ante el retraso en la concesión de dinero y tierras para su jubilación, se manifestaban con regularidad.

Marco Antonio, como de costumbre, había reaccionado con mano dura: había hecho traer tropas para dispersar a los primeros grupos de alborotadores y poco después se había derramado sangre en las calles. Brutus despotricaba ante Fabiola de que ese trato se asemejaba más al que recibían los galos rebeldes que al que se merecían los ciudadanos romanos. Si bien las tendencias rebeldes de los seguidores de Pompeyo habían ido aplacándose, Antonio había hecho bien poco para apaciguar a los veteranos. Su intento simbólico de pacificación había resultado ser un fracaso. Brutus, de natural más diplomático que el exaltado jefe de Caballería, se había reunido con los cabecillas de la Décima y los había apaciguado temporalmente. De todos modos, quedaba mucho por hacer para que la situación se estabilizara.

A comienzos de verano, a Fabiola le satisfacía que Brutus estuviera ocupado con otros asuntos, y que no hubiera ni rastro de Scaevola. Se le había ocurrido una idea estrafalaria y al final decidió visitar el Lupanar, el prostíbulo que había sido su hogar durante su época de meretriz. Sin embargo, Brutus no debía enterarse de nada de todo aquello. Por el momento, cuanto menos supiera su amante, mejor. Desgraciadamente, el hecho de que el sitio que iba a visitar tuviera que mantenerse en secreto implicaba que ninguno de los legionarios de Brutus la escoltaría. El temor se agolpaba en el interior de Fabiola ante la idea de caminar por las calles acompañada sólo de Sextus, pero consiguió disiparlo. No podía quedarse eternamente confinada entre las cuatro gruesas paredes de casa, y tampoco deseaba tener que depender de escuadras de soldados para salir a la calle.

Mantener el secreto resultaba de suma importancia.

Así pues, haciendo caso omiso de la mueca de desagrado de su criada Docilosa y de las quejas que masculló el
optio
al mando de los hombres de Brutus, ella y Sextus salieron al Palatino. En ese barrio residencial vivían, sobre todo, ricos; aunque, como en todas partes de Roma, también había muchas
insulae
, los bloques de pisos de madera donde vivía la gran mayoría de la población. Las
insulae
tenían tres, cuatro o incluso cinco plantas de altura, y los bajos solían albergar comercios de frente abierto. Eran un auténtico peligro debido a la escasa iluminación, la enorme cantidad de ratas y la falta de sistema de saneamiento, además de contar sólo con braseros para caldear el ambiente. Las enfermedades campaban allí a sus anchas y de vez en cuando se producían brotes de cólera, disentería o viruela. Asimismo, era habitual que las
insulae
se desmoronaran o se incendiaran y calcinaran a todos los inquilinos que vivían en su interior. La escasa distancia que había entre unas y otras suponía que entraba muy poca luz por las estrechas callejuelas, atestadas y llenas de barro. Sólo las vías públicas más importantes estaban pavimentadas, y había aún menos que tuvieran más de diez pasos de ancho. Todas ellas estaban cada día abarrotadas de ciudadanos, comerciantes, esclavos y ladrones, lo cual no hacía más que intensificar la sensación de claustrofobia.

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