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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico

Camino a Roma (8 page)

BOOK: Camino a Roma
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Al cabo de un tiempo, Romulus echó un vistazo a la posición enemiga.

—¡Por las pelotas de Júpiter! —exclamó—. Se están moviendo.

Petronius maldijo en voz bien alta. Al otro lado del valle, miles de hombres emergían desde detrás de las fortificaciones pónticas y se colocaban en formación. Las armas brillaban bajo el sol temprano de la mañana y el crujido de las ruedas de las cuadrigas y las órdenes dadas a gritos cruzaban el aire. Pronto resultó obvio que todo el ejército de Mitrídates abandonaba el campamento.

La respuesta de los oficiales romanos fue instantánea.

—¡Formación cerrada! ¡Alzad los escudos! —rugieron, caminando arriba y abajo delante de las filas. Los legionarios levantaron las jabalinas y obedecieron de inmediato. Aunque la pendiente que tenían delante era pronunciada, si el enemigo atacaba sería peligroso. De todos modos, no tenía por qué cundir el pánico: tardarían un rato en descender al valle y subir luego hasta su posición. Si eso ocurría, sus compañeros de las murallas dispondrían de tiempo más que suficiente para unirse a ellos.

—Debe de ser un desfile —dijo Petronius con desdén—. Mitrídates quiere demostrar a sus soldados lo valientes que son.

—Tal vez quiera que César despliegue más hombres aquí —replicó Romulus.

Petronius frunció el ceño.

—¿Para ralentizar la construcción de las fortificaciones?

Romulus inclinó la cabeza. Si todo su ejército tenía que defender el campamento constantemente, jamás llegarían a construirlo.

—Probablemente esté alardeando de ejército. Para que se sientan más seguros. Al fin y al cabo, son muchos más que nosotros —masculló Petronius.

Aquella teoría resultaba bastante convincente. Romulus sonrió, satisfecho de la ventaja psicológica de los legionarios romanos con respecto a otros ejércitos.

La pareja echó un vistazo al campamento, preguntándose cómo iba a responder su general. Al poco tiempo apareció una silueta enfundada en una capa roja en las murallas, seguida de un grupo de altos mandos y un solo
bucinator
. La aparición de César, que pretendía ver mejor al enemigo, fue recibida con una fuerte ovación. César alzó una mano para protegerse los ojos y atisbo a lo lejos. Observó el ejército de Mitrídates durante un buen rato.

Romulus hizo lo mismo. En la parte delantera distinguía grupos de honderos y arqueros, las tropas con proyectiles que lideraban la mayoría de los ataques con la misión de causar el mayor número de bajas posible. Detrás de ellos, en el centro, estaban formados los carros de guerra, con miles de peltastas y
thureophoroi
dispuestos en un compacto recuadro que los seguían muy de cerca. A la izquierda se encontraba la caballería pesada póntica, y al otro lado, una masa revoltosa de jinetes tracios con armas ligeras.

—A mí me parece que están en formación de batalla —murmuró Romulus.

—Pues sí —convino el otro con un gruñido receloso—. Ahora llega Mitrídates.

Extasiados, contemplaron a un jinete montado en un magnífico semental negro que cruzaba las puertas del campamento entre los vítores cada vez mayores del ejército que le aguardaba. Lo seguían varios guerreros con cota de malla a lomos de corceles parecidos. Gritando con voz profunda, Mitrídates avanzó lentamente hasta situarse delante del ejército. Los soldados reaccionaron profiriendo fuertes gritos de admiración, y el sonido inconfundible de las espadas golpeando los escudos se mezcló con el choque de los platillos y el redoble de los tambores. Como los soldados de cualquier otro ejército, los pónticos se deleitaban con las atenciones de su señor. Cuando llegó al centro, Mitrídates se pasó un buen rato dando órdenes a los aurigas y Romulus se puso más nervioso. Para cuando el rey se hubo dirigido a la fuerza entera, el nivel de ruido al otro lado del valle había alcanzado un
crescendo
amenazador.

—Que griten —dijo Petronius con desprecio—. A nosotros nos da igual.

Desconcertado, Romulus echó una mirada a César, que no había cambiado de postura. «Parece que no hay nada que ponga nervioso a este general», pensó aliviado.

César se volvió para deliberar con sus oficiales. Al cabo de unos instantes, se colocó de cara a la Vigésima Octava, bajo la mirada atenta de todos los hombres que la componían.

—No hacen más que alardear, camaradas —declaró con seguridad—. No hay de qué preocuparse. Hoy no habrá batalla. Es mucho más importante terminar nuestras fortificaciones. —Después de estas palabras, se oyó un suspiro de alivio. Satisfecho, César bajó al
intervallum
y desapareció.

—Como estabais —gritaron los oficiales—. Volved al trabajo.

Los picos y las palas volvieron a alzarse y descender. Las mulas que rebuznaban mientras cargaban piedras para las
ballistae
fueron empujadas hacia los muros. Un agrimensor salió por la puerta delantera charlando con un colega; un esclavo correteaba tras él sujetando el
groma
, el dispositivo que ayudaba a su amo a trazar una cuadrícula rectangular del campamento todos los días. El
groma
, un par de palos rectos entrecruzados en un bastón vertical, contaba con un plomo que colgaba de cada uno de los cuatro brazos.

Petronius y el resto de los compañeros de Romulus se relajaron y empezaron a charlar. Les había vuelto a tocar el trabajo más fácil. Los
optiones
y centuriones no hicieron nada para impedir sus chanzas. Si a César le daba igual, a ellos también.

Sin embargo, Romulus no aflojó la observación del enemigo. Mitrídates seguía hablando, y al final una ovación larga y entusiasta brotó de las tropas allí reunidas. Romulus soltó una maldición.

—César se ha equivocado —señaló—. Esos cabrones van a atacar.

Petronius le dedicó una mirada incrédula, pero cambió de expresión al observar a los pónticos. Hubo otros soldados que también se dieron cuenta.

Mitrídates ya se había hecho a un lado para permitir que los honderos y arqueros fueran los primeros en bajar por la ladera. A continuación aparecieron los carros falcados, cuyos ejes chirriaban con fuerza. A su lado trotaban la caballería pesada y los jinetes tracios, que formaban una segunda oleada de hombres y corceles. La retaguardia estaba ocupada por los peltastas y otros soldados de infantería. No obstante, lo que más preocupaba a Romulus eran los carros pónticos y la enorme cantidad de apoyo montado que tenían a cada lado. Si el ejército de Mitrídates tomaba la descabellada decisión de atacar colina arriba, él y sus compañeros tendrían que pelear para contener un ataque frontal. La mayoría de los jinetes de Deiotarus aún estaba por llegar.

La muchedumbre agitada de carros y jinetes llegó enseguida al pie de la ladera contraria. Se produjo una pausa significativa y todos los miembros de la Vigésima Octava contuvieron el aliento. ¿Avanzaría el enemigo por el fondo del valle o tomaría la decisión fatídica de atacar hacia arriba, hacia sus líneas?

Romulus se alegró al ver que su
optio
también estaba observando, pero ni él ni los centuriones parecían alarmados. No era tan extraño, supuso. Atacar colina arriba era una insensatez. Romulus frunció el ceño, preocupado por que aquello no fuera más que una maniobra del enemigo. No tenía nada de malo prepararse, advertir a César. ¿Acaso los oficiales tenían tanta fe ciega en él que no veían lo que ocurría delante de sus narices?

Los primeros honderos y arqueros saltaron al agua, seguidos rápidamente por sus compañeros. Manteniendo los arcos y hondas en alto, pronto alcanzaron la otra orilla levantando la vista hacia la posición romana. Los caballos relincharon al ser obligados a entrar en el arroyo, si bien la caballería pesada cruzó de forma ordenada. Como cabe esperar de las tropas irregulares, los tracios cruzaron sin orden ni concierto, gritando y riendo. De los carros surgían fuertes retumbos y salpicaduras, pues también atravesaban sin vacilar el agua que les llegaba a la altura de la pantorrilla. Los soldados pónticos se reagruparon en una zona de terreno más o menos llano y rápidamente retomaron sus posiciones originales. Todos ellos miraban entonces hacia arriba, mientras los oficiales señalaban y daban órdenes a gritos.

—No es posible que sean tan estúpidos —susurró Petronius.

—Yo no estaría tan seguro —replicó Romulus de manera sombría.

Se produjo un pequeño retraso cuando los guerreros enemigos espolearon sus monturas para que se pusieran en fila. Luego, a instancias de los aurigas que iban en cabeza, soltaron un grito airado y empezaron a avanzar al unísono. Colina arriba.

—¡Por Júpiter! —exclamó Petronius—. Están locos.

Su centurión por fin reaccionó.

—¡Nos atacan! —gritó—. ¡Dad la alarma!

El
bucinator
más cercano se llevó el instrumento a los labios y emitió una serie de notas cortas y agudas una y otra vez. La Vigésima Octava respondió rápido, los oficiales obligaron a las cohortes a colocarse en formación cerrada al tiempo que reducían el espacio con el vecino a cada lado. Los jinetes de Deiotarus, apenas un centenar, avanzaron juntos con inquietud. Poco después, los legionarios que trabajaban en las zanjas y murallas se fijaron en las filas bien apretadas que ascendían la colina. Liderados por sus oficiales, corrieron hacia el
intervallum
para coger los escudos y los
pila.

«Van lentos —pensó Romulus—. Demasiado lentos.»

La protección que necesitaban —el resto de la caballería de Deiotarus— no aparecía por ningún sitio. Además, las legiones del campamento tardarían media hora en encontrar todos sus aperos, montarlos y marchar hacia la batalla. Para entonces, toda la Vigésima Octava estaría aniquilada. Romulus miró a su alrededor y vio la misma constatación en el rostro de los demás hombres. No obstante, tenían que quedarse donde estaban: sin su protección, sus compañeros poco preparados del interior de los muros correrían la misma suerte.

El ambiente de confianza que había reinado toda la mañana se evaporó. Lo que había parecido pan comido iba a significar la muerte de todos ellos. Nadie habló mientras observaban al enemigo avanzar colina arriba, tomándose su tiempo para que los caballos conservaran la energía. Los hombres de Mitrídates, que habían luchado contra los romanos con anterioridad, sabían que no corrían el riesgo de estar a tiro de las jabalinas hasta que se encontraran a treinta pasos, o quizá cincuenta en una pendiente como aquélla. Las
ballistae
seguían tras los muros, por lo que no había forma de evitar que el enemigo ascendiera la ladera sin problemas. Los caballos pónticos dispondrían de tiempo más que suficiente para reagruparse antes de cargar. Romulus notaba la boca seca ante tal panorama.

Un silencio incómodo se apoderó de la Vigésima Octava; se oían gritos airados y chillidos procedentes del campamento mientras el resto del ejército se preparaba a toda prisa. Seis centurias de unos ochenta hombres tenían que juntarse para formar una cohorte; diez de ellas juntas formaban una legión. Si bien la maniobra se realizaba con fluidez, llevaba su tiempo. «Un buen general no hace marchar a sus hombres a la batalla sin antes prepararlos», pensó Romulus. Él y sus compañeros tendrían que apañárselas.

La hueste enemiga no tardó demasiado en situarse a doscientos pasos de su posición. Entonces Romulus distinguió a los honderos y arqueros. Ataviados con unas sencillas túnicas de lana, se parecían a los mercenarios contra los que habían luchado en Egipto. Cada hombre llevaba dos hondas, una para distancias cortas y otra para las largas. Llevaban la de recambio alrededor del cuello y una bolsa de cuero con una correa con la munición. Había muchos que también llevaban navajas. Los arqueros, vestidos con túnicas blancas, iban mejor armados. Aparte de los arcos recurvados, muchos portaban espadas en los cinturones rojos de cuero. Con alguna que otra coraza de piel o tela y cascos, aquellas tropas podían entrar en combate con el enemigo además de lanzar flechas desde una distancia considerable.

«No obstante, ninguno de estos tipos supondrá una amenaza para el muro de escudos de los legionarios», pensó Romulus. Los que sí lo supondrían eran los aurigas de las cuadrigas que los seguían, y los jinetes armados hasta los dientes a ambos lados. Aunque estaba al corriente del fracaso de los persas al intentar utilizar carros falcados contra Alejandro en Gaugamela, Romulus seguía sintiéndose intranquilo. Los hombres que lo rodeaban, a diferencia de los de Alejandro, no habían aprendido a luchar contra tales vehículos. Tirados por cuatro caballos acorazados y controlados por un único guerrero, disponían de cuchillas curvas como un brazo de largas que sobresalían del extremo de los ejes y de ambas ruedas. Transmitían una promesa de devastación.

Los carros persas tampoco habían contado con el apoyo de la caballería pesada, como ocurría con los pónticos. Estos jinetes podían dar media vuelta y situarse en la retaguardia para evitar así cualquier retirada. Romulus se quedó aterrado al recordar los catafractos partos. Con los cascos cónicos de hierro, cota de malla de escamas hasta debajo de la rodilla y armados con jabalinas largas, quienes tenían delante se parecían mucho a los guerreros con cota de malla que habían machacado sin piedad a las legiones de Craso. Los rayos del sol destellaban en la cota de malla que cubría el pecho y los flancos de sus caballos, lo cual hacía que en el rostro de los legionarios se reflejara una luz cegadora.

La amenaza que suponía el ejército de Farnaces fue calando en torno a Romulus. Los hombres parecían muy preocupados. «Si supieran lo que yo vi en Carrhae —pensó—, muchos echarían a correr.» Por suerte no lo sabían, así que mantuvieron las temblorosas filas. Su
optio
miró al centurión, que carraspeó con timidez.

—¡Firmes, muchachos! —ordenó—. No tendremos que contener a esos cabrones demasiado tiempo. César está en camino.

—Más le vale al muy cabrón —comentó Petronius.

Una risa nerviosa recorrió las filas de soldados.

No tenían la oportunidad de andarse con contemplaciones, ya que los arqueros y honderos pónticos lanzaron la primera ráfaga. Cientos de flechas y espadas salieron disparadas y oscurecieron el cielo. En la mayoría de las batallas aquélla era la primera maniobra, cuya intención era causar el máximo número de bajas y mermar al enemigo antes de una carga. Aunque su escudo se componía de varias capas de madera curada y estaba recubierto de cuero, Romulus sintió que apretaba la mandíbula.

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