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Authors: Friedrich A. Hayek

Tags: #Ensayo, Filosofía, Otros

Camino de servidumbre (19 page)

BOOK: Camino de servidumbre
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Es posible, por lo demás, organizar sobre este principio ciertas secciones de una sociedad que se mantiene libre en lo restante, y no hay razón para que esta forma de vida, con sus necesarias restricciones de la libertad individual, no esté abierta a quien la prefiera. Además, algún servicio voluntario de trabajo, sobre líneas militares, podría ser la mejor forma en que el Estado proporcionase a todos la certidumbre de una oportunidad de trabajo y un ingreso mínimo. Los proyectos de esta clase se demostraron en el pasado tan escasamente aceptables porque quienes estaban dispuestos a ceder su libertad a cambio de la seguridad exigían siempre, para entregar su plena libertad, que se quitase también ésta a todos los que no estaban dispuestos a ello. Es difícil encontrar justificación a una pretensión semejante.

El tipo de organización militar que conocemos nos da, sin embargo, una imagen muy inadecuada de lo que sería si se extendiese a toda la sociedad. Cuando sólo una parte de la sociedad está organizada sobre líneas militares, la falta de libertad de los miembros de la organización militar está mitigada por el hecho de seguir existiendo un ámbito libre al cual pueden pasar si las restricciones se hacen demasiado molestas. Para formarnos una imagen de lo que sería probablemente aquella sociedad si, de acuerdo con el ideal que ha seducido a tantos socialistas, se organizase como una gran fábrica única, tenemos que mirar hacia la antigua Esparta o la Alemania actual, que, después de avanzar en esta dirección durante dos o tres generaciones, está ahora tan cerca de alcanzar ese ideal.

En una sociedad acostumbrada a la libertad es improbable que haya mucha gente dispuesta a adquirir la seguridad a este precio. Pero la política que ahora se sigue por doquier, con la que se proporciona el privilegio de la seguridad, ora a este grupo, ora a aquel otro, está creando rápidamente unas condiciones en las que el afán de seguridad tiende a ser más fuerte que el amor a la libertad. La razón de ello es que con cada concesión de una completa seguridad a un grupo se acrecienta necesariamente la inseguridad del resto. Si se garantiza a alguien un trozo fijo en la distribución de una tarta de tamaño variable, la porción correspondiente a las restantes personas tiene que fluctuar proporcionalmente más que el tamaño de la tarta entera. Y el elemento esencial de seguridad que el sistema de competencia ofrece, que es la gran variedad de oportunidades, se reduce más y más.

Dentro del sistema de mercado, sólo la clase de planificación que se conoce por el nombre de restriccionismo (¡que incluye, sin embargo, casi toda la planificación que de hecho se practica!) puede otorgar seguridad a unos grupos particulares. El «control», es decir, la limitación de la producción, de tal forma que los precios aseguren una remuneración «adecuada», es el único camino, en una economía de mercado, para garantizar a los productores unos ciertos ingresos. Pero esto significa necesariamente una reducción de oportunidades abiertas a los demás. Para proteger a un productor, sea trabajador o empresario, contra las ofertas a más bajo precio de otros de fuera, hay que impedir a otros que están peor el participar en la prosperidad relativamente mayor de las industrias favorecidas. Toda restricción de la libertad de entrada en una industria reduce la seguridad de todos los que quedan fuera de ella. Y a medida que aumenta el número de personas cuyos ingresos se aseguran de aquella manera, se restringe el campo de las oportunidades alternativas abiertas a todo el que sufre una pérdida de ingresos; con lo que disminuyen, en correspondencia, para todos los afectados desfavorablemente por una alteración de las circunstancias, las probabilidades de evitar una disminución fatal de sus ingresos. Y si, como es más cierto cada vez, en toda actividad cuyas circunstancias mejoran se permite a sus miembros excluir a otros para que aquéllos se aseguren toda la ganancia, en forma de jornales o beneficios más altos, los pertenecientes a las industrias cuya demanda ha caído no tienen lugar a donde ir, y cada alteración de aquellas circunstancias es la causa de un aumento del paro. Apenas puede dudarse que son principalmente una consecuencia de estas medidas para acrecentar la seguridad, en las últimas décadas, el gran aumento del paro y la inseguridad para grandes sectores de la población.

En Inglaterra estas restricciones, especialmente las que afectan a las zonas intermedias de la sociedad, no habían alcanzado dimensiones importantes hasta hace relativamente poco tiempo, y por eso apenas hemos advertido todas sus consecuencias. La extrema desesperanza de la situación de quienes, en una sociedad que ha crecido en rigidez, han quedado fuera de las filas de las ocupaciones protegidas, y la magnitud de la sima que les separa del poseedor afortunado de un empleo para quien la protección contra la competencia ha hecho innecesario moverse siquiera un poco a fin de hacer sitio a quienes no lo tienen, sólo pueden apreciarlas los que las han sufrido. No se trata de que los afortunados cediesen sus puestos, sino simplemente de que participasen en la común desgracia con alguna reducción de sus ingresos, o como bastaría frecuentemente, tan sólo con algún sacrificio de sus perspectivas de mejora. Pero lo impide la protección de su «nivel de vida», o de su «justo precio», o de su «renta profesional», a lo que se creen con derecho, y para la cual reciben la ayuda del Estado. Por consecuencia, en lugar de serlo los precios, los salarios y las rentas individuales, son ahora el empleo y la producción lo que está sujeto a fluctuaciones violentas. Jamás ha existido una peor y más cruel explotación de una clase por otra que la de los miembros más débiles o menos afortunados de un grupo de productores a manos de los bien situados; lo cual lo ha permitido la «regulación» de la competencia. Pocas consignas han causado tanto daño como la «estabilización» de precios (o salarios) en particular, que, asegurando los ingresos de algunas personas, hacen más y más precaria la posición de las restantes.

Así, cuanto más intentamos proporcionar seguridad plena, mediante intromisiones en el sistema del mercado, mayor se hace la inseguridad; y lo que es peor, mayor se hace el contraste entre la seguridad de quienes la han obtenido como un privilegio y la creciente inseguridad de los postergados. Y cuanto más privilegio es la seguridad y mayor el peligro para los excluidos de ella, más apreciada será. A medida que el número de los privilegiados aumenta y la diferencia entre su seguridad y la inseguridad de los demás se eleva, surge gradualmente un conjunto de valores sociales completamente nuevos. Ya no es la independencia, sino la seguridad, lo que da categoría y posición social. El derecho seguro a una pensión, más que la confianza en su capacidad, hace a un joven preferido para el matrimonio. La inseguridad lleva al temido estado del paria, en el que permanecen por toda su vida quienes en su juventud no fueron admitidos en el refugio de un empleo a sueldo.

El empeño general de lograr seguridad por medidas restrictivas, tolerado o favorecido por el Estado, ha producido con el transcurso del tiempo una progresiva transformación de la sociedad, una transformación en la que, como en tantas otras direcciones, Alemania ha guiado y los demás países han seguido. Se ha acelerado esta marcha por otro efecto de la enseñanza socialista: el deliberado menosprecio de todas las actividades que envuelven riesgo económico y el oprobio moral arrojado sobre las ganancias que hacen atractivo el riesgo, pero que sólo pocos pueden conseguir. No podemos censurar a nuestros jóvenes porque prefieran una posición asalariada segura mejor que el riesgo de la empresa, cuando desde su primera juventud han visto aquélla considerada como ocupación superior, más altruista y desinteresada. La generación más joven de hoy ha crecido en un mundo donde, en la escuela y en la prensa, se ha representado el espíritu de la empresa comercial como deshonroso y la consecución de un beneficio como inmoral, y donde dar ocupación a cien personas se considera una explotación, pero se tiene por honorable el mandar a otras tantas. Los viejos quizá consideren esto como una exageración de la situación actual, pero la diaria experiencia del profesor universitario apenas le permite dudar que, como resultado de la propaganda anticapitalista, la alteración de los valores va muy por delante del cambio hasta ahora acontecido en las instituciones británicas. La cuestión es si, al cambiar nuestras instituciones para satisfacer las nuevas demandas, no destruiremos inconscientemente unos valores que todavía cotizamos muy alto.

El cambio de la estructura de la sociedad implicado en la victoria del ideal de seguridad sobre el de independencia no puede ilustrarse mejor que comparando los que, hace diez o veinte años, aún podían considerarse como modelos de la sociedad inglesa y la sociedad alemana. Por grande que pueda haber sido la influencia del Ejército en Alemania, es un grave error atribuir principalmente a esta influencia lo que el inglés consideraba el carácter «militar» de la sociedad alemana. La diferencia alcanzó mucha mayor profundidad que lo que podía explicarse por este motivo, y los atributos peculiares de la sociedad alemana se daban no menos en los círculos donde la influencia propiamente militar era insignificante, que en aquéllos donde era fuerte. Lo que daba a la sociedad alemana su carácter peculiar no era tanto el hecho de estar casi siempre organizada para la guerra una parte mayor del pueblo alemán que la de otros países, como el de emplearse el mismo tipo de organización para otros muchos fines. Lo que daba a su estructura social su peculiar carácter era que en Alemania se organizaba deliberadamente, desde arriba, una parte de la vida civil mayor que en ningún otro país; era que una proporción tan grande de su pueblo no se considerase a sí misma independiente, sino como funcionarios. Alemania ha sido desde hace mucho, y los mismos alemanes se envanecían de ello, un
Beamtenstaat
, en el cual, no sólo dentro de la administración pública propiamente dicha, sino en casi todas las esferas de la vida, alguna autoridad asignaba y garantizaba renta y posición.

Si es dudoso que el espíritu de libertad pueda en algún sitio extirparse por la fuerza, no es seguro que otro pueblo pueda resistir con éxito al proceso por el cual fue lentamente sofocado en Alemania. Allí donde categoría social y distinción se logran casi exclusivamente convirtiéndose en un sirviente a sueldo del Estado, donde la ejecución de un deber asignado se considera más laudable que la elección por sí de su campo de utilidad, donde todas las actividades que no dan acceso a un lugar reconocido en la jerarquía oficial o derecho a un ingreso fijo se consideran inferiores e incluso algo deshonrosas, sería excesivo esperar que muchos prefieran largo tiempo la libertad a la seguridad. Y donde la alternativa frente a la seguridad en una posición dependiente es la más precaria posición, en la que a uno se le desprecia tanto si triunfa como si fracasa, pocos serán los que resistan a la tentación de salvarse al precio de la libertad. Cuando las cosas han llegado tan lejos, la libertad casi se convierte realmente en objeto de burla, puesto que sólo puede adquirirse por el sacrificio de la mayor parte de las cosas agradables de este mundo. En tal situación, poco puede sorprender que sean cada vez más las gentes que empiezan a sentir que sin seguridad económica la libertad «carece de valor» y están dispuestas al sacrificio de su libertad para ganar la seguridad. Pero es inquietante ver que el profesor Harold Laski emplea en Inglaterra el mismísimo argumento que ha influido más quizá que ningún otro para llevar al pueblo alemán al sacrificio de su libertad
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No cabe duda que uno de los principales fines de la política deberá ser la adecuada seguridad contra las grandes privaciones y la reducción de las causas evitables de la mala orientación de los esfuerzos y los consiguientes fracasos. Pero si esta acción ha de tener éxito y no se quiere que destruya la libertad individual, la seguridad tiene que proporcionarse fuera del mercado y debe dejarse que la competencia funcione sin obstrucciones. Cierta seguridad es esencial si la libertad ha de preservarse, porque la mayoría de los hombres sólo estará dispuesta a soportar el riesgo que encierra inevitablemente la libertad si este riesgo no es demasiado grande. Pero, si bien no debemos perder jamás de vista esta verdad, nada es tan fatal como la moda de hoy, entre los dirigentes intelectuales, de exaltar la seguridad a expensas de la libertad. Es esencial que aprendamos de nuevo a enfrentarnos francamente con el hecho de que la libertad sólo puede conseguirse por un precio y que, como individuos, tenemos que estar dispuestos a hacer importantes sacrificios materiales para salvaguardar nuestra libertad. Si deseamos conservarla, tenemos que recobrar la convicción en que se basó la primacía dada a la libertad en los países anglosajones, y que Benjamin Franklin expresó en una frase aplicable a nosotros en nuestras vidas individuales no menos que como naciones: «Aquellos que cederían la libertad esencial para adquirir una pequeña seguridad temporal no merecen ni libertad ni seguridad».

10. Por qué los peores se colocan a la cabeza

Todo poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente.

LORD ACTON

Tenemos que examinar ahora una creencia de la que obtienen consuelo muchos que consideran inevitable el advenimiento del totalitarismo y que debilita seriamente la resistencia de otros muchos que se opondrían a él con toda su fuerza si aprehendieran plenamente su naturaleza. Es el creer que los rasgos más repulsivos de los regímenes totalitarios se deben al accidente histórico de haberlos establecido grupos de guardias negras y criminales. Seguramente, se arguye, si la creación del régimen totalitario en Alemania elevó al poder a los Streichers y Killingers, los Leys y Heines, los Himmlers y Heydrichs, ello puede probar la depravación del carácter alemán, pero no que la subida de estas gentes sea la necesaria consecuencia de un sistema totalitario. ¿Es que el mismo tipo de sistema, si fuera necesario para lograr fines importantes, no podrían instaurarlo gentes decentes, para bien de la comunidad general?

No vamos a engañarnos a nosotros mismos creyendo que todas las personas honradas tienen que ser demócratas o es forzoso que aspiren a una participación en el gobierno. Muchos preferirían, sin duda, confiarla a alguien a quien tienen por más competente. Aunque pueda ser una imprudencia, no hay nada malo ni deshonroso en aprobar una dictadura de los buenos. El totalitarismo, podemos ya oír, es un poderoso sistema lo mismo para el bien que para el mal, y el propósito que guíe su uso depende enteramente de los dictadores. Y quienes piensan que no es el sistema lo que debemos temer, sino el peligro de que caiga en manos de gente perversa, pueden incluso verse tentados a conjurar este peligro procurando que un hombre honrado se adelante a establecerlo.

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