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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Juvenil, Relato

Campos de fresas (4 page)

BOOK: Campos de fresas
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—¿Y además de eva, qué contenía esa pastilla?

—Ahí está todo lo que hemos detectado —señaló el análisis de sangre—, pero como siempre, es insuficiente. El cuerpo ya ha eliminado algunas sustancias. Seguimos sin saber contra qué luchamos. De las variedades analizadas por los laboratorios de toxicología últimamente, el ochenta por ciento era eva, y no había ninguna pastilla cuya composición fuese igual a otra. Siempre hay alguna porquería que las diferencia entre sí.

—Ésta también es diferente —le informó el inspector Espinós—. Según esos chicos, tenía una media luna grabada. Es la primera con esta marca, así que debe haber una nueva partida recién llegada a la ciudad, tal vez de procedencia remota.

—¿Por qué les ponen esos sellos? ¿Lo sabes?

—Para distinguirlas, para jugar… ¡qué sé yo! He visto pastillas con tantas figuras y nombres…: el conejito de Play Boy, la lengua de los Rolling Stones, logotipos de canales de televisión, dibujos infantiles…

—De momento, esta luna ya tiene una víctima.

—Luna —rezongó el policía—. Malditos hijos de puta… Un paquete de mil pastillas pesa algo más de un cuarto de kilo, ¿cómo lo ves, eh, Juan? Alrededor de doscientos ochenta gramos. ¡Diez mil pastillas pesan menos de tres kilos! ¡Y valen veinte millones de pesetas en el mercado!

—Es el precio lo que lo hace fácil —intercaló el médico—. ¿A cómo está ahora la cocaína en la calle?

Vicente Espinós suspiró agotado.

—Doce mil el gramo.

—Creo que el
speed
está a unas tres mil, y el éxtasis o el eva a un poco menos, ¿me equivoco? Es lo más barato, y por tanto también lo más explosivamente peligroso. En Inglaterra se consumen a la semana entre un millón y un millón y medio de pastillas, todas entre chicos y chicas de trece a diecinueve años. ¿Cuántas se consumen en España?

No había cifras, y los dos lo sabían. Por ello la pregunta se hacía más angustiosa.

—Nos llevan una gran ventaja —dijo el policía—, los fabricantes y los traficantes por un lado, y esos chicos por otro. A veces oigo a mi hija hablar de música y me parece una extraterrestre.
Rave
,
hardcore, trance, house, techno, hip-hop…
¡Hasta hace poco aún creía que el bacalao se comía, y ahora resulta que lo escriben con K y se baila! —no se rió de su mal chiste—. ¿Qué más quieren si ya salen de noche, practican el sexo y hacen lo que les da la gana? ¿Por qué además han de destruirse? ¿Es eso libertad?

—¿Recuerdas cuando fumábamos hierba en los sesenta?

—¡Venga, no compares, tú!

—Lo único que sé es que a veces se necesita una muerte para sacudir a la sociedad —desgranó Juan Pons con deliberada cautela—. En 1992 las drogas de diseño apenas si alcanzaban un tres por ciento del consumo total en nuestra Comunidad. En 1993 saltamos al diecinueve por ciento, en 1994 llegamos al treinta y cuatro por ciento y en 1995… Desde entonces, y sobre todo en estos últimos tiempos, ha seguido aumentando su consumo. Aun así, estamos lejos de los cincuenta y dos adolescentes muertos en Inglaterra en la primera mitad de los noventa. Cincuenta y dos, que se dice pronto. Y eso quitando comas, lesiones permanentes y efectos secundarios. Y espera, que dentro de diez años tendremos una generación de depresivos, porque eso es lo menos que les va a pasar a estos chicos. Las lesiones cerebrales y físicas serán de consideración.

—Este caso levantará ampollas —dijo Vicente Espinós.

—Por eso te decía que a veces se necesita algo como lo de esta chica para sacudir a la opinión pública.

—Ya, pero a la única opinión pública que va a sacudir es a la policía.

—¿Qué harás, una redada general de camellos con sello de urgencia?

—No seas cruel, Juan —protestó el inspector—. Pero desde luego va a haber una buena movida.

—¿Te han dado algún dato de interés esos chicos?

El policía se puso en pie.

—Una nariz aguileña.

—¿Y?

—Es suficiente —dijo Vicente Espinós—. Al menos por ahora.

Y le tendió la mano a su amigo, dispuesto a irse, dando por terminada su breve charla.

Capítulo 16
Negras: Alfil x d3

Marcó el número de teléfono de memoria y apenas lo hubo hecho, miró a derecha e izquierda, para asegurarse una vez más de que todo estaba tranquilo y la calle envuelta en la normalidad prematura de un sábado por la mañana. No tuvo que esperar mucho.

—¿Sí? —le contestó una voz femenina por el auricular.

—¿El señor Castro?

—Duerme —fue un comentario escueto—. ¿Quién le llama?

—Poli —dijo él—. Poli García.

—¿Qué quieres?

—Ha habido una movida. He de hablar con él.

—¿Qué clase de movida?

—Oye, despiértalo, ¿vale? Puede ser importante y tiene que saberlo.

—¿Qué clase de movida? —repitió la voz femenina.

—Una chica en el hospital —bufó el camello—. Estoy en una cabina, y no tengo muchas monedas.

—Cómprate un móvil. ¿Qué tiene que ver esa chica con Alex?

—Le vendí una luna. De las primeras.

Ahora sí. Ella pareció captar la intención.

—Espera —suspiró.

No tuvo que hacerlo mucho tiempo, pero por si acaso introdujo otra moneda de veinte duros por la ranura del teléfono.

—¿Poli? —escuchó la voz de Alejandro Castro—. ¿Qué clase de mierda es ésa?

—Ya ves. Estuve en el Pandora's, vendí como cincuenta, y nada más irme una chica se puso a parir.

—¿Golpe de calor?

—Eso parece.

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo han soplado. Yo también tengo amigos, ¿sabes?

—¿Está bien?

—¡Y yo qué sé! Debe estar en algún hospital.

—¡Eh, eh, tranquilo!

—¿Tranquilo? Esa clase de marrones no me gustan. Si muere, habrá problemas; y aunque no la palme puede que los haya igualmente. ¡Coño, me dijiste que era material de primera!

—¡Y lo es!, ¿qué te crees?

—¡Nunca me había pasado nada así!

—Oye, Poli, entérate: yo no las fabrico, las importo. Y trabajo con gente que lo hace bien.

—Todo lo que tú quieras, pero yo tengo doscientas pastillas encima y ya veremos qué pasa esta noche.

—¡Yo tengo quince kilos, y hay que venderlas, no me vengas con chorradas!

—Mira, Castro, si esa cría muere, la poli va a remover cielo y tierra, y como den conmigo…

—¿Como den contigo, qué? —le atajó el aludido al otro lado del teléfono.

Poli percibió claramente su tono.

Llenó sus pulmones de aire.

—Nada —acabó diciendo—. Supongo que estoy un poco nervioso.

—Pues tómate una tila y cálmate, ¿vale?

No había mucho más que decir.

—¡Vale!

El otro ni siquiera se despidió.

Capítulo 17
Blancas: Reina x d3

Loreto apareció en la puerta de la cocina con el sueño todavía pegado a sus párpados. Su madre la contempló buscando, como cada mañana en los últimos días, la naturalidad en sus gestos y la indiferencia en su mirada. Pero también como cada mañana, le fue difícil hacerlo. Pese al camisón, que le llegaba hasta un poco más arriba de las rodillas, la delgadez, de su hija era tan manifiesta que seguía horrorizándola. Los brazos y las piernas eran simples huesos con apenas unos gramos de carne todavía luchando con firmeza por la supervivencia. El pecho no existía. Pero lo peor seguía siendo el rostro, enteco, lleno de ángulos debido a que en él no había ya más que piel.

A veces le costaba reconocerla.

Había sido tan bonita.

Tan…

—Hola, mamá. Buenos días.

—Buenos días, cielo.

—He dormido doce horas, ¿no?

—Sí, está bien. ¿Cómo te encuentras?

—¡Oh!, estupendamente.

Le hizo la pregunta que tanto temía, pero que debía formular para dar visos de normalidad cotidiana. La pregunta que tres veces al día la llenaba de zozobra. Y no porque ella fuese a rechazarla.

—¿Quieres desayunar?

Se encontró con la mirada de su hija.

—Unos cereales, con leche.

—¿Te los pongo yo?

—No, ya lo haré yo misma, gracias. Voy a lavarme.

La vio salir y se apoyó en la mesa. A fin de cuentas lo importante ya no era sólo que comiera algo sin muestras de gula o ansiedad, sino que no lo vomitara después.

Ésa era la clave.

De algún lugar de sí misma buscó las fuerzas que le permitieran seguir. Ella también estaba como su hija: en los huesos de su resistencia. Pero los médicos, los psiquiatras sobre todo, no dejaban de repetirle y recordarle que tenía que ser fuerte, muy fuerte.

Si ella flaqueaba, Loreto estaría perdida.

De pronto recordó la llamada telefónica.

Pensó en no decirle nada, pero de cualquier forma ella llamaría antes o después a sus amigos, así que…

—¡Loreto!

Fue tras ella. Ya estaba en el baño. Llamó a la puerta y entró casi a continuación. Su hija se cubrió el cuerpo rápidamente con la toalla. Pero bastó una fracción de segundo para que ella pudiese verla desnuda. Casi tuvo que abortar un grito de pánico y dolor.

Los prisioneros de los campos de exterminio nazis no tenían peor aspecto.

—¡Mamá! —gritó Loreto.

—Lo… siento, hija —trató de dominarse a duras penas—. Es que algo le ha pasado a Luciana y…

Loreto se olvidó de la interrupción.

—¿Qué pasa? —se alarmó.

—La han llevado al Clínico. Por lo visto se ha tomado algo esta noche, alguna clase de droga.

—¡Oh, no! —el rostro de la muchacha se transmutó—. ¿Está bien?

—No lo sé. Han llamado muy de mañana, apenas había amanecido.

—¿Por qué no me despertaste?

—Vamos, hija, ¿qué querías que hiciese?

—He de ir allí —dijo Loreto.

—¿En tu estado? —Mamá…

Salió del baño, envuelta en la toalla, y caminó en dirección al teléfono. Marcó el número de la casa de Luciana y esperó unos segundos.

—No hay nadie —dijo finalmente.

Colgó.

Y en ese instante el timbre del aparato las sacó a las dos de su silencio.

Capítulo 18
Negras: e6

Vicente Espinós salió por la puerta de urgencias del Hospital Clínico y se detuvo en la acera para tomar aire y decidir qué rumbo seguir. La mañana era agradable. Una típica mañana de primavera, a las puertas del verano y en tiempo de verbena, pero aún sin los calores caniculares. No le gustaban los hospitales. Debía ser hipocondríaco. Se decía que un buen tanto por ciento de personas que entraban en un hospital, salían con algún virus pegado al forro. Y lo mismo los pacientes. Los curaban de una tontería y salían con algo gordo.

Se olvidó de sus malos presagios cuando le vio a él. Aunque de hecho su presencia no hizo más que reavivarle otros.

El reconocimiento fue mutuo.

—¡Vaya por Dios! —comentó el policía sin ocultar su disgusto.

—Caramba, la ley —dijo el aparecido deteniéndose ante él.

No podía ser casual. No con Mariano Zapata.

—¿Qué hace por aquí? —le preguntó.

—Creo que lo mismo que usted —sonrió el periodista—. ¿Qué hay de esa chica?

—Las noticias vuelan rápido. ¿Quién le ha llamado?

—Contactos —se evadió Mariano Zapata con un aire de suficiencia.

—¿Por qué no le hace un favor a ella, y a la investigación, y se va?

—Vamos, Espinós —el periodista abrió los brazos mostrándole sus manos desnudas—. ¿Me lo dice en serio?

—Se lo digo en serio, sí.

—Debería saber que es bueno que esas cosas se sepan —justificó Zapata—. Siempre actúan de freno. Un montón de padres les prohibirán a sus hijos salir el próximo fin de semana, y tal vez, algunos chicos y chicas no vuelvan a tomar porquerías recordando lo que le ha sucedido a esta chica. Eso tiene de bueno la información.

—Depende de cómo se dé.

—¿Quiere decir que yo la manipulo?

No le contestó directamente, aunque le hubiera gustado. Siempre había existido una coexistencia más o menos pacífica entre la ley y la prensa. Pero Mariano Zapata era otra cosa. Un sensacionalista.

—Si habla de esa chica, los responsables de lo que le ha sucedido tomarán precauciones.

—O sea, que debo callar para ayudarles a desarrollar su investigación.

—Más o menos.

—No puedo creerlo —se burló el periodista antes de que cambiara de tono y dijera con énfasis—: ¡La gente tiene derecho a saber lo que pasa! ¡Y cuanto antes mejor!

Era la misma historia de siempre. No sabía por qué discutía con él.

Inició de nuevo su camino, sin siquiera despedirse.

—Vamos, Espinós —le acompañó la voz de Zapata—. Tiene todo el día de hoy para investigar el caso, ¿qué más quiere?

Quería romperle la cara, o detenerle, pero eso hubiera sido… ¿anticonstitucional?

¿Quién decía que hasta las ratas tienen derechos?

Capítulo 19
Blancas: Alfil f4

Al llegar al portal del edificio, los dos aminoraron el paso de forma que se detuvieron como si se les hubiese terminado la energía. Santi, que llevaba a Cinta cogida por los hombros, fue el que se colocó delante de la chica para besarla.

Ella se dejó hacer, sin colaborar, sin reaccionar.

—¿Estás bien? —acabó preguntando él.

—Sí.

—¿Seguro?

—Que sí.

Santi levantó la cabeza. Miró la casa.

—No es conveniente que te quedes sola —comentó.

—Ya —Cinta plegó los labios.

—¿Tus padres vuelven mañana?

—Ya sabes que sí.

—Déjame que suba.

—No.

—Pero…

—Ahora no —quiso zanjar el tema sin conseguirlo.

—¿Por qué?

—Porque acabarás como siempre, y no me apetece. Además, la última vez casi nos pillan, y juré que no volvería a ser tan imprudente.

—Oye, que es sábado por la mañana. La otra vez era domingo y nos quedamos dormidos. Y ellos no van a volver el sábado por la mañana, ¿vale?

—Imagínate que mi madre se pone mal o qué sé yo.

—Escucha —trató de ser convincente, casi tanto como solía gustarle a su novia—, sólo quiero echarme un rato, nada más. Y así nos hacemos compañía. Ha sido un palo, y no quiero dejarte sola.

Se encontró con la mirada cargada de dudosos reproches de Cinta, pero nada más.

—Además dije en casa que estaría fuera todo el fin de semana —continuó él—. Si aparezco a esta hora del sábado van a creer que ha pasado algo. No esperaba que ocurriera una cosa así.

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