Canción de Navidad

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Fantástico, #Clásico, #Cuentos

BOOK: Canción de Navidad
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Canción de Navidad
—o
Un cuento de Navidad
— (
A Christmas Carol
), es una novela corta victoriana del escritor inglés Charles Dickens, publicada en 1843.

Relato de fantasmas que ha gozado del favor del público desde el mismo momento de su aparición,
Canción de Navidad
narra la inquietante noche que en la víspera de esta festividad pasa Ebenezer Scrooge —anciano miserable y tacaño que es una de las más acabadas representaciones del avaro de la historia de la Literatura y otro de los inolvidables personajes de la amplia galería dickensiana— de resultas de la visita del espectro de su antiguo socio, Jacob Marley. Éste hace desfilar ante él la visión de los espíritus de la Navidades pasadas, presentes y futuras, imprimiendo así en su existencia una feliz transformación. La afortunada mezcla de lo sobrenatural, la caricatura, la inquietud social y el sentimiento conseguida por CHARLES DICKENS (1812-1870) en esta narración, hace que mantenga intacta aún hoy su capacidad para conmover y hacer disfrutar.

Charles Dickens

Canción de Navidad

ePUB v1.0

tonoponfe
29.12.12

Título original:
A Christmas Carol. A ghost story of Christmas

Charles Dickens, 1843.

Ilustraciones: John Leech, Roberto Innocenti.

Editor original: tonoponfe (v1.0)

ePub base v2.1

Prefacio

Me he esforzado en este pequeño libro para levantar el fantasma de una Idea que no pondrá a mis lectores de mal humor consigo mismos, con otros, con la estación invernal ni conmigo. Entonces los fantasmas podrán frecuentar sus casas agradablemente y nadie deseará abandonarlas.

Su fiel Amigo y Sirviente,

C. D.

Diciembre, 1843.

Primera Estrofa
El Fantasma De Marley

M
arley estaba muerto, dicho sea para empezar. De ello no cabía la menor duda. La partida de defunción estaba firmada por el cura, por el sacristán, por el encargado de las pompas fúnebres y por el presidente del duelo. También la firmó Scrooge. Y el nombre de Scrooge era digno de crédito en cualquier documento en que se viera estampado. El viejo Marley estaba
tan muerto como el clavo de una puerta
, como se dice vulgarmente.

¡Bueno! Esto no quiere decir que yo sepa por experiencia propia lo que hay de particularmente muerto en el clavo de una puerta. Antes me inclinaría a creer que un clavo de ataúd es la pieza de ferretería más muerta que existe en el comercio. Pero la sabiduría de nuestros antepasados resplandece en los símiles, y mis manos impías no deben perturbarla, o el País está perdido. Me permitiré pues, repetir enfáticamente que Marley estaba tan muerto como el clavo de una puerta.

¿Sabía Scrooge que aquél había muerto? Indudablemente. ¿Cómo podía ser de otro modo? Scrooge y él fueron socios durante no sé cuántos años. Scrooge fue su único albacea, su único administrador, su único cesionario, su único legatario universal, su único amigo y el único que lo lloró. Y que no sólo se sintió sumamente afligido por acontecimiento tan desgraciado, sino que dio pruebas de ser un excelente hombre de negocios el mismo día de su entierro, solemnizándolo con la conclusión de un buen negocio.

La mención del entierro de Marley me hace retroceder al punto de partida. Es indudable que Marley había muerto. Esto debe ser perfectamente comprendido, pues de lo contrario nada maravilloso podría desprenderse de la historia que voy a relatar. Si no estuviéramos plenamente convencidos de que el padre de Hamlet murió antes de empezar la representación teatral, no hallaríamos nada excepcional en su paseo durante la noche, en medio de la tempestad, por su propia fortaleza, como no lo hubiera sido que cualquier otro caballero de mediana edad diera unas vueltas temerariamente, después de la caída de la noche, por un lugar azotado por el viento —como el cementerio de San Pablo, por ejemplo—, con el simple motivo de atemorizar la débil mente de su hijo.

Scrooge no borró el nombre del viejo Marley. Permaneció durante muchos años esta inscripción sobre la puerta del almacén: «Scrooge y Marley». La casa de comercio se conocía bajo la razón social «Scrooge y Marley». Algunas veces los clientes nuevos llamaban a Scrooge, «Scrooge» y otras veces «Marley», pero él atendía por ambos nombres. A él le daba igual.

¡Oh! Pero Scrooge era atrozmente tacaño, avaro, cruel, desalmado, miserable, codicioso, incorregible, duro y esquinado como el pedernal, pero del cual ningún eslabón había arrancado nunca una chispa generosa; secreto y retraído y solitario como una ostra. El frío de su interior le helaba las viejas facciones, le amorataba la nariz afilada, le arrugaba las mejillas, le entorpecía la marcha, le enrojecía los ojos, le ponía azules los delgados labios; hablaba astutamente y con voz áspera. Fría escarcha cubría su cabeza y sus cejas y su barba de alambre. Siempre llevaba consigo su frialdad, helaba su despacho en los días caniculares y no lo templaba ni un grado en Navidad.

El calor y el frío exteriores ejercían poca influencia sobre Scrooge. Ningún calor podía templarle, ninguna temperatura invernal podía enfriarle. Ningún viento era más áspero que él, ninguna nieve más insistente en sus propósitos, ninguna lluvia más impía. El temporal no sabía cómo atacarle. La más mortificante lluvia, y la nieve, y el granizo, y el aguanieve, podían jactarse de aventajarle en un sola cosa: a menudo caían dulcemente, y Scrooge, nunca.

Jamás le había detenido nadie en la calle para decirle alegremente: «Querido Scrooge, ¿cómo estáis? ¿Cuándo iréis a verme?». Ningún mendigo le pedía limosna, ningún niño le preguntaba qué hora era, ningún hombre ni mujer le preguntaron en toda su vida por dónde se iba a tal o cual sitio. Hasta los perros de los ciegos parecían conocerle, y cuando le veían acercarse arrastraban a sus amos hacia los portales o hacia las callejuelas, y entonces meneaban la cola como diciendo: «Es mejor ser ciego que tener mal de ojo, amo oscuro».

¡Pero qué le importaba a Scrooge! Era lo que deseaba. Seguir su camino a lo largo de los concurridos senderos de la vida, avisando a toda humana simpatía que guardase la distancia, y por eso quienes lo conocían lo consideraban loco.

Una vez, en uno de los mejores días del año, la víspera de Navidad, el viejo Scrooge se hallaba trabajando en su despacho. Hacía un tiempo frío, crudísimo y neblinoso, y podía oír a la gente que pasaba jadeando arriba y abajo, golpeándose el cuerpo con las manos y pateando sobre las piedras del pavimento para entrar en calor. Los relojes públicos acababan de dar las tres, pero la obscuridad era casi completa —había sido obscuro todo el día—, y por las ventanas de las casas vecinas se veían brillar las luces como manchas rojizas en el aire negruzco de la tarde. La niebla se filtraba a través de todas las hendiduras y de los ojos de las cerraduras, y era tan densa por fuera que, aunque la calleja era de las más estrechas, las casas de enfrente se veían como meros fantasmas. Al ver la sórdida nube extenderse, oscureciéndolo todo, uno podría haber pensado que la Naturaleza se estuviera echando encima y estuviera tramando algo a gran escala.

Scrooge tenía abierta la puerta del despacho para poder vigilar a su dependiente, que en una celda lóbrega y apartada, una especie de cisterna, estaba copiando cartas. Scrooge tenía poquísima lumbre pero la del dependiente era mucho más escasa, parecía una sola ascua. Mas no podía aumentarla porque Scrooge guardaba la caja del carbón en su cuarto, y si el dependiente hubiera aparecido trayendo carbón en la pala, sin duda habría considerado necesario despedirle. Así, el dependiente se embozó en la blanca bufanda y trató de calentarse en la llama de la bujía pero, como no era hombre de gran imaginación, fracasó en el intento.

—¡Felices Pascuas, tío! ¡Dios os guarde! —gritó una voz alegre.

Era la voz del sobrino de Scrooge, que cayó sobre él con tal precipitación, que fue el primer aviso que tuvo de su aproximación.

—¡Bah! —dijo Scrooge—. ¡Paparruchas!

Este sobrino de Scrooge se hallaba tan arrebatado a causa de la carrera a través de la bruma y de la helada, que estaba todo encendido: tenía la cara como una cereza, sus ojos chispeaban y humeaba su aliento.

—Pero, tío, ¿una paparrucha la Navidad? —dijo el sobrino de Scrooge—. Seguramente no habéis querido decir eso.

—Sí —contestó Scrooge—. ¡Felices Pascuas! ¿Qué derecho tienes tú para estar alegre? ¿Qué razón tienes tú para estar alegre? Eres bastante pobre.

—¡Vamos! —replicó el sobrino alegremente—. ¿Y qué derecho tenéis vos para estar triste? ¿Qué razón tenéis para estar cabizbajo? Sois bastante rico.

No disponiendo Scrooge de mejor respuesta en aquel momento, dijo de nuevo: «¡Bah!». Y a continuación: «¡Paparruchas!».

—No estéis enfadado, tío —dijo el sobrino.

—¿Cómo no voy a estarlo —replicó el tío— viviendo en un mundo de locos como éste? ¡Felices Pascuas! ¡Buenas Pascuas te dé Dios! ¿Qué es la Pascua de Navidad sino la época en que hay que pagar cuentas no teniendo dinero; en que te ves un año más viejo y ni una hora más rico, la época en que, hecho el balance de los libros, ves que los artículos mencionados en ellos no te han dejado la menor ganancia después de una docena de meses desaparecidos? Si estuviera en mi mano —dijo Scrooge con indignación—, a todos los idiotas que van con el «¡Felices Pascuas!» en los labios los cocería en su propia substancia y los enterraría con una vara de acebo atravesándoles el corazón. ¡Eso es!

—¡Tío! —suplicó el sobrino.

—¡Sobrino! —repuso el tío secamente—. Celebra la Navidad a tu modo y déjame a mí celebrarla al mío.

—¡Celebrar la Navidad! —repitió el sobrino de Scrooge—. Pero vos no la celebráis.

—Déjame que no la celebre —dijo Scrooge—. ¡Mucho bien puede hacerte a ti! ¡Mucho bien te ha hecho siempre!

—Hay muchas cosas que podían haberme hecho mucho bien y que no he aprovechado, me atrevo a decir —replicó el sobrino—, entre ellas la Navidad. Mas estoy seguro de que siempre, al llegar esta época, he pensado en la Navidad, aparte la veneración debida a su nombre sagrado y a su origen, como en una agradable época de cariño, de perdón y de caridad; el único día, en el largo almanaque del año, en que hombres y mujeres parecen estar de acuerdo para abrir sus corazones libremente y para considerar a sus inferiores como verdaderos compañeros de viaje en el camino de la tumba y no otra raza de criaturas con destino diferente.

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