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Authors: Charles Dickens

Tags: #Fantástico, #Clásico, #Cuentos

Canción de Navidad (10 page)

BOOK: Canción de Navidad
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La sobrina de Scrooge no tomaba parte en el juego de la gallina ciega, permanecía sentada en una butaca con un taburete a los pies en un cómodo rincón de la estancia, donde el Espíritu y Scrooge estaban en pie detrás de ella. Pero participaba en el juego de prendas, y era de admirar particularmente en el juego de «¿cómo os gusta?», con todas las letras del alfabeto, y la misma habilidad demostró en el de «¿cómo, dónde y cuándo?», y, con gran alegría secreta del sobrino de Scrooge, derrotaba completamente a todas sus hermanas, aunque éstas no eran tontas, como hubiera podido deciros Topper. Habría allí veinte personas, jóvenes y viejos, pero todos jugaban, y lo mismo hizo Scrooge, quien, olvídando enteramente (tanto se interesaba por aquella escena) que su voz no sonaba en los oídos de nadie, decía en alta voz las palabras que había que adivinar, y muy a menudo acertaba, pues la aguja más afilada, la mejor Whitechapel, con la garantía de no cortar el hilo, no era más aguda que Scrooge, por más obtuso que se propusiera parecer.

Al Espectro le agradaba verle de tan buen humor, y le miró con tal benevolencia, que Scrooge le suplicó, como lo hubiera hecho un niño, que se quedase allí, hasta que se fuesen los invitados. Pero el Espíritu le dijo que no era posible.

—He aquí un nuevo juego —dijo Scrooge—. ¡Media hora, Espíritu, sólo media hora!

Era un juego llamado «sí y no», en el cual el sobrino de Scrooge tenía que pensar en una cosa y los demás adivinar lo que pensaba, contestando a sus preguntas solamente

o
no
, según el caso. El vivo juego de preguntas a que estaba expuesto le hizo decir que pensaba en un animal, en un animal vivo, más bien un animal desagradable, un animal salvaje, un animal que unas veces rugía y gruñía y otras veces hablaba, que vivía en Londres y se paseaba por las calles, que no se exhibía , que nadie lo conducía, que no vivía en un zoológico, que nunca se llevaba al matadero, y que no era un caballo, ni un asno, ni una vaca, ni un toro, ni un tigre, ni un perro, ni un cerdo, ni un gato, ni un oso. A cada nueva pregunta que se le dirigía, el sobrino soltaba una nueva carcajada, y llegó a tal extremo su júbilo, que se vio obligado a dejar el sofá y echarse en el suelo. Al fin, la hermana regordeta, presa también de una risa loca, exclamó:

—¡He dado con ello! ¡Ya sé lo que es, Fred! ¡Ya sé lo que es!

—¿Qué es? —preguntó Fred.

—¡Es vuestro tío
Scro-o-o-o-oge
!

Eso era, efectivamente. La admiración fue el sentimiento general, aunque algunos hicieron notar que la respuesta a la pregunta «¿Es un oso?» debió ser «Sí», tanto más cuanto que una respuesta negativa bastó para desviar sus pensamientos de Scrooge, suponiendo que hubieran tenido cualquier tendencia en ese sentido.

—Ha contribuido en gran manera a divertirnos —dijo Fred— y seríamos ingratos si no bebiéramos a su salud. Y puesto que todos tenemos en la mano un vaso de vino caliente especiado, yo digo: ¡Por el tío Scrooge!

—¡Bien! ¡Por el tío Scrooge! —exclamaron todos.

—¡Felices Pascuas y feliz Año Nuevo para el viejo, sea lo que sea! —dijo el sobrino de Scrooge—. No aceptaría él tal felicitación de mí, pero que la reciba, sin embargo. ¡Por el tío Scrooge!

El tío Scrooge habíase dejado poco a poco conquistar de tal modo por el júbilo general, y sentía tan ligero su corazón, que hubiera correspondido al brindis de la reunión, aunque ésta no podía advertir su presencia, dándole las gracias en un discurso que nadie habría oído, si el Espíritu le hubiera dado tiempo. Pero toda la escena desapareció con el sonido de la última palabra pronunciada por su sobrino, y Scrooge y el Espíritu continuaron su viaje.

Vieron muchos países, fueron muy lejos y visitaron muchos hogares, y siempre con feliz resultado. El Espíritu se colocaba junto al lecho de los enfermos y ellos se sentían dichosos; si visitaba a los que se hallaban en un país extranjero, creíanse en su patria; si a los que luchaban contra la suerte, sentíanse resignados y llenos de esperanza; si se acercaba a los pobres, se imaginaban ricos. En las casas de caridad, en los hospitales, en las cárceles, en todos los refugios de la miseria, donde el hombre, orgulloso de su efímera autoridad, no había podido prohibir la entrada y cerrar la puerta al Espíritu, él dejaba su bendición e instruía a Scrooge en sus preceptos.

Fue una larga noche, si es que todo aquello sucedió en una sola noche; pero Scrooge dudó de ello, porque le parecía que se habían condensado varias Navidades en el espacio de tiempo que pasaron juntos. Era extraño, sin embargo, que mientras Scrooge no experimentaba modificación en su forma exterior, el Espectro se hacía más viejo, visiblemente más viejo. Scrooge había advertido tal cambio, pero nunca habló de ello, hasta que al salir de una reunión infantil donde se celebraba la noche de Reyes, mirando al Espíritu cuando se hallaban solos, notó que sus cabellos eran grises.

—¿Tan corta es la vida de los Espíritus? —preguntó Scrooge.

—Mi vida sobre este globo es muy corta —replicó el Espíritu—. Esta noche termina.

—¡Esta noche! —gritó Scrooge.

—Esta noche, a las doce. ¡Escuchad! La hora se acerca.

En aquel momento las campanas daban las once y tres cuartos.

—Perdonadme sí soy indiscreto al hacer tal pregunta —dijo Scrooge, mirando atentamente la túnica del Espíritu—, pero veo algo extraño, que no os pertenece, saliendo por debajo de vuestro vestido. ¿Es un pie o una garra?

—Pudiera ser una garra a juzgar por la carne que hay encima —contestó con tristeza el Espíritu—. ¡Mirad!

De los pliegues de su túnica hizo salir a dos niños miserables, abyectos, espantosos, horribles, repugnantes, que cayeron de rodillas a sus pies y se agarraron a su vestidura.

—¡Oh, hombre! ¡Mira aquí! ¡Mira, mira, aquí abajo! —exclamó el Espectro.

Eran un niño y una niña, amarillos, flacos, cubiertos de harapos, ceñudos, feroces, pero postrados, sin embargo, en su abyección. Cuando una graciosa juventud habría debido llenar sus mejillas y extender sobre su tez los más frescos colores, una mano marchita y desecada, como la del tiempo, las había arrugado, enflaquecido y decolorado. Donde los ángeles habrían debido reinar, los demonios se ocultaban para lanzar miradas amenazadoras. Ningún cambio, ninguna degradación, ninguna perversión de la humanidad, en ningún grado, a través de todos los misterios de la admirable creación, ha producido, ni con mucho, monstruos tan horribles y espantosos.

Ignorancia y Miseria

Scrooge retrocedió, pálido de terror. Teniendo en cuenta quien se los mostraba, intentó decir que eran niños hermosos, pero las palabras se detuvieron en su garganta antes que contribuir a una mentira de tan enorme magnitud.

—Espíritu, ¿son hijos vuestros? —Scrooge no pudo decir más.

—Son los hijos del Hombre —contestó el Espíritu, mirándolos—. Y se aferran a mí apelando a sus padres. Este niño es la
Ignorancia
. Esta niña es la
Miseria
. Guardaos de ambos y de toda su descendencia, pero sobre todo del niño, pues en su frente veo escrita la palabra
Condenación
, a menos que lo escrito sea borrado. ¡Niégalo! —gritó el Espíritu, extendiendo una mano hacia la ciudad—. ¡Calumnia a los que te lo dicen! Eso favorecerá tus designios abominables. ¡Pero el fin llegará!

—¿No tienen ningún refugio ni recurso? —exclamó Scrooge.

—¿No hay cárceles? —dijo el Espíritu, devolviéndole por última vez sus propias palabras—. ¿No hay albergues para pobres?

Hambre y miseria

La campana dio las doce.

Scrooge miró a su alrededor en busca del Espíritu, y ya no lo vio. Cuando la última campanada dejó de vibrar, recordó la predicción del viejo Jacob Marley, y, alzando los ojos, vio un fantasma de aspecto solemne, vestido con una túnica con capucha y que iba hacia él deslizándose como la niebla a ras del suelo.

Cuarta Estrofa
El Último De Los Espíritus

E
l Fantasma se aproximaba con paso lento, grave y silencioso. Cuando llegó a Scrooge, éste dobló la rodilla, pues el Espíritu parecía esparcir a su alrededor, en el aire que atravesaba, tristeza y misterio.

Le envolvía una vestidura negra, que le ocultaba la cabeza, la cara y todo el cuerpo, dejando solamente visible una de sus manos extendida. Pero, además de esto, hubiera sido difícil distinguir su figura en medio de la noche y hacerla destacar de la completa obscuridad que la rodeaba.

Reconoció Scrooge que el Espectro era alto y majestuoso cuando le vio a su lado, y que su misteriosa presencia le llenaba de un temor solemne. No supo nada más, porque el Espíritu ni hablaba ni se movía.

—¿Estoy en presencia del Espíritu de la Navidad futura? —dijo Scrooge.

El Espíritu no respondió, pero continuó con la mano extendida.

—Vais a mostrarme las sombras de las cosas que no han sucedido, pero que sucederán en el tiempo venidero —continuó Scrooge—, ¿no es así, Espíritu?

La parte superior de la vestidura se contrajo un instante en sus pliegues, como si el Espíritu hubiera inclinado la cabeza. Fue la sola respuesta que recibió.

Aunque habituado ya al trato de los espectros, Scrooge experimentó tal miedo ante la sombra silenciosa, que le temblaron las piernas y apenas podía sostenerse en pie cuando se disponía a seguirle. El Espíritu se detuvo un momento observando su estado, como si quisiera darle tiempo para reponerse.

Pero ello fue peor para Scrooge. Estremecióse con un vago terror al pensar que tras aquella sombría mortaja había unos ojos fantasmales intensamente fijos en él, y que, a pesar de todos sus esfuerzos, él sólo podía ver una mano espectral y una gran masa negra.

—¡Espíritu del futuro —exclamó—, os tengo más miedo que a ninguno de los espectros que he visto! Pero como sé que vuestro propósito es procurar mi bien y como espero ser un hombre diferente de lo que he sido, estoy dispuesto a acompañaros con el corazón agradecido. ¿No queréis hablarme?

No obtuvo ninguna respuesta. La mano seguía extendida hacia adelante.

—¡Guiadme! —dijo Scrooge—. ¡Guiadme! La noche se está desvaneciendo rápidamente, y es un precioso tiempo para mí, lo sé. ¡Adelante, Espíritu!

El Fantasma se alejó igual que había llegado. Scrooge le siguió en la sombra de su vestidura, que según pensó, levantábale y llevábale con ella.

Apenas pareció que entraron en la ciudad, pues más bien se creería que ésta surgió alrededor de ellos, circundándolos con su propio movimiento. Sin embargo, hallábanse en el corazón de la ciudad, en la Bolsa, entre los hombres de negocios, que marchaban apresuradamente de aquí para allá, haciendo sonar las monedas en el bolsillo, conversando en grupos, mirando sus relojes, jugando pensativamente con sus grandes sellos de oro, y así sucesivamente, como Scrooge les había visto muchas veces.

El Espíritu se detuvo frente a un pequeño grupo de hombres de negocios. Observando Scrooge que su mano indicaba aquella dirección, se adelantó para escuchar lo que hablaban.

—No —decía un hombre grueso y alto, de barbilla monstruosa—; no sé más acerca de ello; sólo sé que ha muerto.

—¿Cuándo ha muerto? —inquirió otro.

—Creo que anoche.

—¿Y qué le ha ocurrido? —preguntó un tercero, tomando una gran porción de tabaco de una enorme tabaquera—. Yo creí que no iba a morir nunca.

—Sólo Dios lo sabe —dijo el primero bostezando.

—¿Qué ha hecho con su dinero? —preguntó un caballero de faz rubicunda con una excrescencia que le colgaba de la punta de la nariz y que ondulaba como las barbas de un pavo.

—No lo he oído decir —dijo el hombre de la enorme barbilla bostezando de nuevo—. Quizá se lo haya dejado a su sociedad. A mí no me lo ha dejada, es todo lo que sé.

Esta broma fue acogida con una carcajada general.

—Es probable que sea un funeral muy modesto —dijo el mismo interlocutor—, pues, por mi vida, no conozco a nadie que vaya a ir. ¿Vamos nosotros a acompañarlo?

—No tengo inconveniente si hay merienda —observó el caballero de la excrescencia en la nariz—, pero si voy tienen que darme de comer.

Otra carcajada.

—Bueno, después de todo, yo soy el más desinteresado de todos vosotros —dijo el que habló primeramente—, pues nunca me pongo guantes negros y nunca meriendo. Pero estoy dispuesto a ir si alguno viene conmigo. Cuando pienso en ello, no estoy completamente seguro de no haber sido su mejor amigo, pues acostumbrábamos detenernos a hablar siempre que nos encontrábamos. ¡Adiós, señores!

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