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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción

Canticos de la lejana Tierra (10 page)

BOOK: Canticos de la lejana Tierra
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—Si eso sucede, será procesada ante los bancos de memoria de los archivos. ¿Cuándo volverá a visitarnos? ¡Hay tantas cosas que quiero enseñarle!

—No tantas como las que yo quiero ver. Debe de tener usted muchas cosas que nos serán útiles en Sagan Dos, aunque sea una clase de mundo muy distinto.

«Y mucho menos atractivo», añadió Kaldor para sus adentros.

Mientras hablaban, Loren había llegado sin hacer ruido al área de recepción, obviamente de camino de la sala de juego a las duchas. Vestía un diminuto pantalón corto y llevaba una toalla sobre los hombros desnudos. A Mirissa comenzaron a temblarle las piernas al verle...

—Supongo que les has ganado a todos, como siempre —dijo Kaldor—. ¿No resulta algo aburrido?

Loren sonrió ligeramente.

—Algunos de los thalassanos jóvenes son prometedores. Uno quedaba sólo a tres puntos de mí. Naturalmente yo jugaba con la mano izquierda.

—En el caso muy improbable de que Loren no se lo haya dicho todavía —le comentó Kaldor a Mirissa—, en otro tiempo fue campeón de tenis de mesa en la Tierra.

—No exageres, Moses. Sólo fui el quinto... y al final los niveles eran miserablemente bajos. Cualquier jugador chino del Tercer Milenio me habría pulverizado.

—No creo que se te haya ocurrido enseñarle a Brant —dijo Kaldor con malicia—. Podría ser interesante.

Hubo un breve silencio. Loren respondió, con presunción pero con toda la razón:

—No sería justo.

—De hecho —dijo Mirissa—, a Brant le gustaría enseñarle algo a usted.

—¿Ah, sí?

—Usted me dijo que nunca había estado en una embarcación.

—Es cierto.

—Entonces está invitado a unirse a Brant y Kumar en el muelle tres... mañana, a las ocho y media de la mañana.

Loren se volvió hacia Kaldor.

—¿Crees que estaré seguro si voy? —preguntó con falsa seriedad—. No sé nadar.

—Yo no me preocuparía —contestó Kaldor, solícito—. Si tiene intención de traerte de vuelta, no importará lo más mínimo.

18
Kumar

Sólo una tragedia había oscurecido los dieciocho años de vida de Kumar Leonidas: siempre había sido diez centímetros más bajo de lo que realmente quería. No era sorprendente que su apodo fuera «El pequeño león»... aunque muy pocos se atrevían a utilizarlo en su presencia.

Como compensación a su falta de altura, había trabajado con constancia para conseguir anchura y fuerza. Mirissa le había dicho muchas veces, con divertida exasperación:

—Kumar, si pasaras tanto tiempo ejercitando el cerebro como el cuerpo, serías el mayor genio de Thalassa.

Lo que ella nunca le había dicho (y apenas admitía, siquiera a sí misma) era que el espectáculo de sus ejercicios gimnásticos de cada mañana solía excitar sentimientos muy poco fraternales en su pecho, así como una especie de celos hacia todas las demás admiradoras que se reunían para contemplarle. En una ocasión u otra, esto había incluido a la mayor parte de los del grupo de edad de Kumar. Aunque el envidioso rumor de que Kumar había hecho el amor con todas las chicas y la mitad de los chicos de Tarna era pura exageración, sí había en él una buena parte de verdad.

Pero Kumar, a pesar del abismo intelectual entre él y su hermana, no era un imbécil musculoso. Si algo le interesaba de verdad, no estaba satisfecho hasta haberlo dominado, sin importarle cuánto tiempo le costara. Era un espléndido marino, y durante dos años, con la ayuda ocasional de Brant, estuvo construyendo un excelente kayac de cuatro metros. La quilla estaba terminada, pero aún no había empezado la cubierta.

Juraba que un día lo botaría y entonces todos dejarían de reírse. Entretanto, en Tarna, la expresión «el kayac de Kumar» había llegado a significar todo tipo de labor inacabada... que, en verdad, eran muchas.

Además de esta común tendencia thalassana a posponer las cosas, los principales defectos de Kumar eran una naturaleza aventurera y una gran afición a las bromas pesadas algo arriesgadas. Muchos creían que algún día esto le causaría serios problemas.

Sin embargo, era imposible enfadarse incluso por sus diabluras más descabelladas, porque carecían de toda malicia. Era una persona totalmente abierta, incluso transparente; nadie podía imaginarle diciendo una mentira. Por ello se le podía perdonar muchas cosas, y eso es lo que solía suceder.

La llegada de los visitantes, naturalmente, había sido el suceso más emocionante de su vida. Le fascinaban sus equipos, las grabaciones de sonido, visuales y sensoriales que habían traído, las historias que contaban... todo. Y ya que veía más a Loren que a cualquier otro, no era nada sorprendente que Kumar se uniera a él y esto no era algo por lo que Loren se sintiera muy satisfecho. Si había algo peor que un compañero molesto era el típico aguafiestas: un hermano pequeño inseparable.

18
La pequeña Polly

—Aun no puedo creerlo, Loren —dijo Brant Falconer—. ¿Nunca has estado en una lancha... o en un barco?

—Creo recordar haber remado en un pequeño estanque, a bordo de una lancha neumática. Eso debió de ser cuando yo tenía unos cinco años.

—Entonces, esto te gustará. No hay ni una ola que te revuelva el estómago. Tal vez podamos convencerte para que bucees con nosotros.

—No, gracias; no quiero vivir más de una experiencia a la vez. Y he aprendido a no entrometerme jamás cuando otros hombres tienen trabajo que hacer.

Brant tenía razón; empezaba a pasárselo bien cuando los hidropropulsores, casi en silencio, llevaron el pequeño trimarán hacia el arrecife. Sin embargo, poco después de subir a bordo y ver cómo retrocedía la firme seguridad de la costa, había vivido un momento de cierto pánico.

Sólo su sentido del ridículo le había salvado de dar un espectáculo. Había recorrido cincuenta años luz, el viaje más largo jamás efectuado por seres humanos, hasta alcanzar este sitio. Y ahora le preocupaban los pocos centenares de metros que le separaban de tierra.

Pero no había modo de rehusar el desafío. Mientras estaba cómodamente en popa, observando a Falconer, que iba al timón (¿cómo se había hecho aquella cicatriz blanca que le cruzaba la espalda...? Ah, sí, había mencionado algo sobre un accidente en un microvolador, hacía años...), se preguntó qué pasaba por la mente del thalassano.

Era difícil de creer que cualquier sociedad humana, aun la más ilustrada y liberal, pudiera carecer por completo de celos o de cualquier otra forma de sentido de la posesión sexual. Tampoco era que Brant (hasta entonces, ¡ay!) tuviera muchos motivos para sentirse celoso.

Loren dudaba si había hablado cien palabras con Mirissa; la mayor parte había sido en compañía de su esposo. Corrección: en Thalassa, los términos «esposo» y «esposa» no se usaban hasta el nacimiento del primer hijo. Cuando se escogía un niño, la madre solía adoptar, aunque no siempre, el apellido del padre. Si el primogénito era una niña, ambas mantenían el apellido de la madre, al menos hasta el nacimiento del segundo, y último, hijo.

Había muy pocas cosas que asombraran a los thalassanos. La crueldad, especialmente con los niños, era una de ellas. Y tener un tercer embarazo, en un mundo de sólo veinte mil kilómetros cuadrados de superficie habitable, era otra.

La mortalidad infantil era tan baja que los partos múltiples bastaban para mantener una población estable. Había habido un caso famoso, el único en toda la historia de Thalassa, en el que una familia había sido bendecida, o castigada, con dobles quintillizos. Aunque no se le podía echar la culpa a la pobre madre, su recuerdo estaba rodeado de aquella aureola de deliciosa depravación que una vez ostentaron Lucrecia Borgia, Messalina o Faustine.

«Tendré que jugar mis cartas con mucho, mucho cuidado», se dijo Loren. Que Mirissa le encontraba atractivo, ya lo sabía. Podía leerlo en su expresión y en el tono de voz. Y tenía pruebas aún más claras en contactos accidentales de las manos y suaves choques de los cuerpos que se habían prolongado más de lo estrictamente necesario.

Ambos sabían que era sólo cuestión de tiempo. Y Loren estaba totalmente seguro de que Brant pensaba lo mismo. Sin embargo, a pesar de la mutua tensión, seguían siendo bastante amigos.

El impulso de los propulsores cesó y la lancha se dejó llevar por la corriente hasta detenerse cerca de una gran boya de vidrio que oscilaba suavemente sobre el agua.

—Eso es nuestro suministro de energía —explicó Brant—. Sólo necesitamos algunos cientos de vatios, así que nos las arreglamos con células solares. Es una ventaja de los mares de agua dulce. En la Tierra no sería posible, porque vuestros océanos eran demasiado salados: habrían engullido muchísimos kilovatios.

—¿Seguro que no has cambiado de opinión, tío? —sonrió Kumar burlonamente.

Loren negó con la cabeza. Aunque al principio le había desconcertado, ya se había acostumbrado al saludo común utilizado por los thalassanos más jóvenes. En realidad, resultaba bastante agradable adquirir de repente docenas de sobrinas y sobrinos.

—No, gracias. Me quedaré aquí y miraré por la ventana submarina por si acaso se os comen los tiburones.

—¡Tiburones! —exclamó Kumar con aire pensativo—. Animales maravillosos, maravillosos... Ojalá tuviéramos algunos aquí. Bucear resultaría mucho más emocionante.

Loren observó con el interés de un técnico cómo Brant y Kumar se colocaban los equipos. Comparado con lo que había que llevar en el espacio eran bastante simples, y el tanque de presión era un objeto diminuto que cabía perfectamente en la palma de la mano.

—Jamás habría pensado que este tanque de oxígeno pudiese durar más de un par de minutos —dijo.

Brant y Kumar le miraron con reproche.

—¿Oxígeno? —resopló Brant—. Es un veneno mortal por debajo de los veinte metros. Esta botella contiene aire y sólo es el suministro de emergencia, utilizable durante quince minutos.

Señaló la estructura de la parte trasera en forma de branquias que Kumar ya llevaba puesta.

—Todo el oxígeno que se necesitan está disuelto en agua de mar, si puede extraerse. Pero eso requiere energía, de modo que hay que tener una célula de energía que haga funcionar las bombas y los filtros. Podría pasarme una semana allá abajo con este equipo si quisiera.

Dio unos leves golpes en la pantalla verde fluorescente del ordenador que llevaba en la muñeca izquierda.

—Esto me da toda la información que necesito: profundidad, estado de la célula de energía, tiempo para salida a la superficie, paradas para descompresión...

Loren se arriesgó a hacer otra pregunta estúpida.

—¿Por qué tú llevas una máscara facial y Kumar no?

—Sí que la llevo —sonrió Kumar—. Mira con atención.

—Oh... claro. Muy ingenioso.

—Pero molesto —dijo Brant—, a menos que, prácticamente vivas bajo el agua, como Kumar. Probé las lentillas en una ocasión, y encontré que me dañaban los ojos. De modo que sigo con la máscara de toda la vida: da muchos menos problemas. ¿Listo?

—Listo, jefe.

Simultáneamente se dejaron caer por babor y estribor, con tanta sincronización que la lancha apenas se balanceó. A través del grueso panel de cristal situado en la quilla, Loren vio cómo se deslizaban sin esfuerzo hacia el arrecife. Sabía que eran más de veinte metros de profundidad, pero parecía mucho más cerca.

Los dos buceadores, que ya habían lanzado antes las herramientas y los cables, se pusieron rápidamente a trabajar en la reparación de las redes rotas. De vez en cuando intercambiaban crípticos monosílabos, pero la mayor parte del tiempo trabajaban en completo silencio. Cada uno conocía su tarea, y su compañero, tan bien que no era preciso hablar.

A Loren le pasó el tiempo muy de prisa; le parecía estar observando un mundo nuevo, y así era en realidad. Aunque había visto innumerables grabaciones de vídeo hechas en los océanos de la Tierra, casi toda la vida que se movía debajo de él ahora le era totalmente desconocida. Había discos giratorios y gelatinas palpitantes, ondeantes alfombras y espirales... pero hay pocas criaturas que, por mucho que se ejercitase la imaginación, pudieran llamarse peces. Sólo en una ocasión, cerca del borde de su campo de visión, pudo atisbar un torpedo que se movía velozmente, al que estaba casi seguro de haber reconocido. Si estaba en lo cierto, aquel pez también era un exiliado de la Tierra.

Creía que Brant y Kumar se habían olvidado de él, cuando le sobresaltó un mensaje transmitido por el intercomunicador submarino.

—Ya subimos. Estaremos contigo dentro de veinte minutos. ¿Va todo bien?

—Perfectamente —contestó Loren—. ¿Eso que acabo de ver era un pez de la Tierra?

—No me he fijado.

—Tío tiene razón, Brant: hace unos cinco minutos ha pasado una trucha mutante de veinte kilos. Tu arco de soldadura la ha asustado.

Habían dejado ya el lecho marino y estaban ascendiendo lentamente por la estilizada cadena del ancla. A unos cinco metros de la superficie se detuvieron.

—Ésta es la parte más pesada de cada inmersión —dijo Brant—. Tenemos que esperar quince minutos aquí. Canal dos, por favor... gracias... pero no tan alto...

La música para la descompresión probablemente había sido escogida por Kumar; su ritmo inquieto parecía bastante inapropiado para el pacífico escenario submarino. Loren se sentía enormemente feliz de no haberse sumergido, y estuvo encantado de apagar el aparato reproductor cuando los dos buceadores volvieron a ascender.

—Ha sido una mañana bien empleada —dijo Brant mientras subía a cubierta—. Voltaje y corriente normales. Ya podemos irnos a casa.

La inexperta ayuda de Loren para quitarles los equipos de inmersión fue recibida con gratitud. Ambos hombres estaban cansados y tenían frío, pero se reanimaron rápidamente tras tomar varias tazas del líquido caliente que los thalassanos llamaban «té», aunque se parecía muy poco a cualquier bebida terrestre de este nombre.

Kumar puso en marcha el motor y partieron, mientras Brant rebuscaba entre el lío de aparatos que estaban en el fondo de la lancha hasta que encontró una caja pequeña de brillantes colores.

—No, gracias —dijo Loren cuando Brant le ofreció una de sus tabletas suavemente narcóticas—. No quiero adquirir ningún hábito local que no será fácil dejar.

Se arrepintió de su comentario apenas lo hubo dicho; posiblemente lo provocó algún impulso perverso del subconsciente... o quizá su sentimiento de culpa. Sin embargo, era obvio que Brant no había visto ningún significado oculto pues se tumbó, con las manos detrás de la cabeza, mirando el cielo sin nubes.

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