Capitán de navío (47 page)

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Authors: Patrick O'BRIAN

Tags: #Narrativa Historica

BOOK: Capitán de navío
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—Y yo espero con ansia llegar a Brighton y deseo estar tan complacida como tú. ¡Oh! Seguro que me encantará, ¿verdad Maturin? ¡Una semana de vacaciones descansando de la Tetera! Incluso si llueve todo el tiempo, podemos ir al Pabellón real. ¡Qué ganas tengo de ver el Pabellón real!

—Si la sinceridad no fuera el alma de la amistad, te diría: «¡Oh, Villiers, claro que te encantará!», fingiendo que no sé que estuviste allí la semana pasada.

—¿Quién te lo dijo? —preguntó, apartando el pan con mantequilla.

—Babbington estaba allí haciendo una visita a sus padres.

—Bueno, nunca he dicho que no hubiera estado allí. Además, fue una visita muy corta, no vi el Pabellón real. Eso es lo que quise decir. No seas desagradable, Maturin. ¡Hemos estado tan contentos todo el camino! ¿Lo mencionó en público?

—Sí. Jack se mostró muy preocupado. Piensa que Brighton es una ciudad llena de vicio, de mujeres y hombres libertinos, de innumerables tentaciones. Tampoco le gusta el Príncipe de Gales. Tienes la barbilla manchada de mantequilla.

—Pobre Jack —dijo Diana, limpiándose—. ¿Te acuerdas —¡me parece que ha pasado tanto tiempo!— que te dije que no era más que un niño grande? Era muy estricta respecto a eso; prefería a alguien más maduro, a un hombre realmente adulto. Pero, ¡cuánto echo de menos aquella alegría y aquella risa suyas! Se está poniendo muy pesado. Siempre con sus sermones y sus lecciones de moral. Maturin, ¿no podrías decirle que fuera menos aburrido? El te escucharía.

—No puedo. Tal vez los hombres toleren esas recomendaciones menos de lo que imaginas. En cualquier caso, siento mucho decir que ya no tenemos confianza suficiente, si es que la hemos tenido realmente alguna vez, para atreverme a decirle algo así. Y menos después de la cena del domingo pasado. Todavía tocamos un poco de música juntos de vez en cuando, pero sin armonía.

—Aquella cena no fue un éxito, aunque me esmeré con el
pudding.
¿Dijo algo?

—¿Aludiéndome a mí? No. Pero hizo algunos comentarios sarcásticos, de mal gusto, sobre los judíos.

—Por eso estaba tan apenado. Ya
entiendo.

—Desde luego que lo entiendes. No eres tonta, Villiers. Y la preferencia era muy marcada.

—¡Oh, no, no, Stephen! Era simplemente cortesía. Canning era un extraño y vosotros dos viejos amigos de la casa; tenía que sentarle a mi lado y atenderle. ¡Oh! ¿Qué pájaro es ese?

—Un culiblanco. Hemos visto alrededor de doscientos o trescientos desde que partimos y te he dicho su nombre dos, no, tres veces.

El cochero refrenó, se volvió y preguntó si al caballero le gustaría ver otra charca. Había una a menos de un estadio de distancia.

—No puedo entenderlo —dijo Stephen, volviendo a subir a la silla de posta—. El rocío, en sí mismo, es insignificante, y sin embargo, estas charcas están llenas. Siempre están llenas, como lo atestiguan las ranas.
Ellas
no depositan sus huevos en lagunas cambiantes y pasajeras,
sus
renacuajos no llegan a la madurez en charcas temporales. Y las encontramos aquí —sostenía una ranita del tamaño de la uña de su dedo meñique—, a montones, después de tres semanas de sequía.

—Es encantadora —dijo Diana—. Por favor, déjala fuera, en la hierba. ¿Crees que puedo preguntarte qué es ese delicioso olor sin ser reprendida?

—Tomillo —dijo Stephen en tono ausente—. Hojas de tomillo aplastadas por las ruedas del coche.

—Así que a Aubrey le han destinado al Báltico —dijo Diana, después de unos instantes—. No tendrá este tiempo encantador. Odio el frío.

—Así es. El Báltico y la zona más al norte —dijo Stephen, reflexionando sobre ello—. ¡Dios mío! ¡Cuánto me gustaría ir con él! ¡El pato de flojel, el falaropo, el narval! Desde que me puse calzones por primera vez he anhelado ver un narval.

—¿Qué pasará con tus pacientes cuando no estés?

—¡Oh! Han mandado a un sustituto, un joven alegre y de buen talante, aunque un poco tonto y parlanchín, con escrófula en las orejas, signo de mal funcionamiento del cuerpo. Los que no se han muerto podrán sobrevivir.

—¿Y adonde vas a ir ahora? ¡Oh, Stephen, qué preguntona, qué entrometida soy! Exactamente igual que mi tía Williams. Espero no haber sido indiscreta.

—¡Oh! —exclamó Stephen, asaltado por la tentación de decirle que iba a desembarcar en la costa española una noche, después de ocultarse la luna, la clásica tentación del agente secreto de huir de su soledad, pero que nunca antes había sentido—. ¡Oh! Me ocuparé de aburridos asuntos legales. Primero iré a la ciudad, luego a Plymouth y después quizás pasaré un tiempo en Irlanda.

—¿A la ciudad? Pero Brighton está muy apartado de tu camino. Creía que ibas a Portsmouth cuando te ofreciste a traerme. ¿Por qué te has apartado tanto de tu camino?

—Por las charcas de rocío, los culiblancos, el placer de viajar en coche sobre la hierba.

—¡Por Dios, Maturin, qué arisco y descortés eres! —dijo Diana—. Ya no me dedicas cumplidos.

—No —dijo Stephen—. Pero confieso con tristeza que me gusta ir contigo en una silla de posta, sobre todo cuando te comportas así. Quisiera que el camino no tuviera final.

Una pausa; una larga espera. Pero no continuó hablando, y finalmente ella, con una risa forzada, dijo:

—Muy bien, Maturin. Eres todo un caballero. Pero creo que ya veo el final del camino. Ahí está el mar y esa debe de ser la hondonada del diablo. ¿Me llevarás hasta mi puerta, como es lo correcto? Pensé que tendría que llegar en zuecos, los traje en este pequeño cesto con tapa. Te estoy muy agradecida. Seguro que verás el narval. ¿Dónde se puede encontrar? Supongo que en una pollería, ¿no?

—Eres muy amable, querida. ¿Estás dispuesta a revelar la dirección en que vas a alojarte?

—En casa de lady Jersey, en el paseo marítimo.

—¿Lady Jersey? Era la amante del Príncipe de Gales. Y Canning estaba en su grupo de amigos.

—Está casada con un Villiers, un primo mío, ¿sabes? —replicó Diana rápidamente—. Y es falso lo que dicen esos vulgares artículos de periódico. Se tienen simpatía, eso es todo. La señora Fizherbert la quiere mucho.

—¿De veras? En verdad, no sé mucho de estas cosas. ¿Quieres que te hable ahora del brazo del pobre Macdonald?

—¡Oh, sí! —dijo Diana—. Tenía muchos deseos de preguntarte desde que salimos de Dover.

Se despidieron a la puerta de lady Jersey, sin decir nada más, entre nerviosos sirvientes que llevaban el equipaje, con tensión y sonrisas artificiales.

* * *

—Un caballero desea ver a la señorita Williams —dijo el mayordomo del almirante Haddock.

—¿Quién es, Rowley?…

—El caballero no ha dicho su nombre, señorita. Es un oficial de marina. Preguntó por el señor y después por la señorita Williams, así que le hice pasar a la biblioteca.

—¿Es un guardiamarina alto y guapo? —preguntó Cecilia.—¿Estás seguro de que no preguntó por mí?

—¿Es un capitán? —preguntó Sophia, dejando las rosas.

—El caballero lleva una capa, señorita, y no he podido ver su rango. Pero probablemente será un capitán, un guardiamarina no, desde luego. Ha venido en un coche de cuatro caballos.

Desde la ventana de la biblioteca Stephen vio cómo Sophia atravesaba corriendo el jardín, cogiéndose la falda y dejando un reguero de pétalos de rosas, y subía los escalones de la terraza de tres en tres. «Un ciervo no podría haberlos subido con más gracia», pensó. Luego la vio pararse en seco y después cerrar los ojos un segundo, cuando supo que el caballero de la biblioteca era el doctor Maturin. Y casi inmediatamente ella abrió la puerta y dijo:

—¡Qué agradable sorpresa! ¡Qué gentileza venir a vernos! ¿Está usted en Plymouth? Pensé que había sido destinado al Báltico.

—El
Polychrest
está en el Báltico —dijo, besándola con sincero afecto—. Estoy de permiso.

Entonces, acercándola a la luz, dijo:

—Tiene usted buen aspecto… muy bueno… un rosado subido.

—Mi queridísimo doctor Maturin —dijo—, no debería usted saludar a las jóvenes así. No en Inglaterra, desde luego. Por supuesto que tengo un color rosado… rojo, diría yo. ¡Me ha besado usted!

—¿De veras, querida? Bueno, eso no hace daño. ¿Toma usted la cerveza negra?

—Religiosamente, en una jarra de plata. Ya casi me gusta. ¿Qué le apetece tomar? El almirante siempre bebe grog a esta hora. ¿Estará en Plymouth mucho tiempo? Espero que se quede.

—Si pudiera darme una taza de café, se lo agradecería mucho. Me alojo en Exeter, y me dan la peor infusión… No, estoy de paso —zarparé con la marea—, pero no quería dejar de presentarle mis respetos. Estoy de viaje desde el viernes, y sentarme con mis amigos media hora es un buen respiro.

—¿Desde el viernes? Entonces probablemente no habrá oído las magníficas noticias.

—No, no he oído nada.

—La Asociación Patriótica le ha concedido al capitán Aubrey un galardón y cien guineas por haber destruido el
Bellone,
y los comerciantes una placa. ¿No son magníficas noticias? Aunque es menos de lo que se merece, estoy segura, realmente mucho menos. ¿Cree usted que le ascenderán?

—¿Por un barco corsario? No. Y no lo espera. Los ascensos hoy en día son dificilísimos. No hay barcos suficientes para todos los que han sido ascendidos. El viejo Jarvie no los construía, pero nombraba nuevos capitanes de navío. Por eso ahora tenemos montones de capitanes de navío desempleados y multitud de capitanes sin ser ascendidos.

—Pero ninguno lo merece más que el capitán Aubrey —dijo Sophia, descartando al resto de la lista de capitanes—. No me ha dicho cómo está.

—Ni usted me ha preguntado por su prima Diana.

—Estoy avergonzada; le pido disculpas. Espero que esté bien.

—Muy bien. Muy alegre. Fuimos juntos desde Dover a Brighton hace unos días. Va a pasarse una semana en casa de lady Jersey.

Era obvio que Sophia nunca había oído hablar de lady Jersey, pues dijo:

—Me alegro mucho. Nadie puede ser mejor compañía que Diana cuando está… (Cambió rápidamente «de buen humor» por un débil «muy alegre».)

—Y respecto a Jack, siento no poder decir que está muy alegre, ni siquiera alegre. Está triste. Su barco es malísimo, está bajo las órdenes de un almirante que es un miserable y tiene innumerables preocupaciones a bordo y en tierra. Y le diré con franqueza, querida, que tiene celos de mí y yo de él. Le aprecio como nunca he apreciado a otro hombre, pero en los últimos meses me he preguntado a menudo si podemos estar juntos en el mismo barco sin pelearnos. Ya no le sirvo de consuelo sino que le provoco irritación, y le estorbo… nuestra amistad es forzada. Y por estar encerrados en un barco pequeño día tras día, la tensión es enorme, hay indirectas, riesgo de un malentendido, reflexión sobre lo que decimos e incluso sobre lo que cantamos. Esta situación es tolerable cuando estamos en medio del océano, pero realizando el servicio del Canal, yendo y viniendo a los
downs,
no se puede soportar.

—¿Conoce él sus sentimientos hacia Diana? Seguro que no. Seguro que a su mejor amigo nunca… Le aprecia muchísimo.

—Bueno, por lo que se refiere a eso… sí, creo que me aprecia, a su manera. Y creo que si no hubiera llegado a esta situación por una serie de desagradables malentendidos, nunca habría «pasado por mi escobén», como diría él. Y respecto a si conoce la naturaleza de mis sentimientos, quiero pensar que no. En todo caso, su idea no es muy clara, no está en la parte consciente de su mente. Jack no es muy rápido en esas cosas; no piensa de forma analítica, excepto cuando está a bordo de un barco, pero de vez en cuando tiene ideas lúcidas.

Les interrumpieron al traer el café, y durante un tiempo permanecieron sin decir palabra, muy pensativos.

—¿Sabe una cosa, querida? —dijo, revolviendo el café—. En relación con las mujeres, un hombre está completamente indefenso ante un ataque directo. No me refiero a una especie de reto, el cual, por supuesto, estaría moralmente obligado a aceptar, sino a una abierta demostración de afecto.

—No puedo, no puedo de ninguna manera escribirle de nuevo.

—No. Pero si el
Polychrest
atracara aquí, lo cual es probable durante el verano, podría usted perfectamente pedirle, o el almirante podría pedirle que las llevara a usted y a su hermana hasta los
downs…
no hay nada más normal… nada que favorezca más un entendimiento.

—¡Oh, nunca podría hacer eso! Estimado doctor Maturin, dese cuenta de que sería un descaro, un atrevimiento… y existiría el riesgo de un rechazo. Me moriría.

—Si usted hubiera visto las lágrimas que ha vertido por su bondadoso gesto, por sus canastas, no hablaría de un rechazo. Estaba muy turbado.

—Sí, me lo dijo usted en su amable carta. Pero no, es totalmente imposible… impensable. Un hombre podría hacer una cosa así, para una mujer es imposible.

—Hay muchos motivos para estar a favor de la franqueza.

—¡Oh, sí, sí! Muchos. Todo sería mucho más simple si uno pudiera decir sencillamente lo que piensa o siente.

Hizo una pausa y continuó en un susurro:

—Dígame, ¿me permite decirle algo que tal vez sea impropio e indiscreto?

—Lo tomaría como una prueba de su amistad conmigo.

—Si fuera usted franco con Diana y le propusiera matrimonio, ¿no seríamos todos completamente felices? Todo depende de eso, y eso es lo que ella espera.

—¿Yo? ¿Hacerle una proposición? Mi queridísima Sophie, usted sabe que no soy un buen partido. Soy bajito y feo y no tengo apellido ni fortuna. Y sabe que Diana tiene relaciones y es muy orgullosa y ambiciosa.

—Se valora usted muy poco, desde luego. Muy, muy poco. Es demasiado humilde. A su manera, es usted tan atractivo como el capitán Aubrey, todo el mundo lo dice. Además, tiene usted un castillo.

—Encanto, tener un castillo en España no es igual que tenerlo en Kent. El mío está casi en ruinas, y en la parte que tiene techo se refugian las ovejas. Y gran parte de mis terrenos son montañas. Incluso en tiempo de paz, no me reporta más de doscientas o trescientas libras al año.

—Pero eso es
mucho
para vivir. Si ella le quiere, por poco que sea, y no veo por qué una mujer no habría de quererle, estará encantada con su proposición.

—Es usted muy amable, pero su falta de parcialidad no le deja ver claro, querida. Y respecto al amor —amor, esa hermosa palabra sin sentido— independientemente del modo en que usted lo defina, no creo que ella sepa lo que es, como me dijo usted misma una vez. Muestra afecto, amabilidad, amistad y generosidad a veces, pero nada más. No. Debo esperar. Tal vez llegue la ocasión. Y entonces me sentiré muy contento de ser su
pis aller.
Sé también en qué forma debo esperar. No puedo arriesgarme a un rechazo directo, a un rechazo quizás con desdén.

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