Capitán de navío (68 page)

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Authors: Patrick O'BRIAN

Tags: #Narrativa Historica

BOOK: Capitán de navío
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Stephen les observaba sin ningún sentimiento en especial, pero fijamente. Notó que en un primer momento el corazón le dio un vuelco y su respiración se hizo entrecortada, y notó también que eso no afectaba su capacidad de observación. Seguramente había advertido su presencia desde el principio; era el recuerdo de su perfume el que daba vueltas en su mente antes de que cayera el telón, y era su relación con ella la que había encontrado reflejada en las notas de las arpas.

Ahora los aplausos habían cesado, pero Diana tenía aún las manos levantadas; se inclinó hacia delante y la miró con mayor intensidad. Ella movía la mano derecha mientras hablaba con el hombre que estaba detrás, y, desde luego, lo hacía con una gracia
consciente.
La puerta del palco se abrió. Otra banda azul; las mujeres se pusieron de pie y saludaron con la cabeza. No podía verle la cara debido a la altura de los hombres allí de pie, pero podía ver, vio realmente un cambio en ella: todos sus movimientos, desde la manera de erguir la cabeza hasta la forma graciosa en que agitaba su abanico de plumas de avestruz, cambiaron sutilmente. Reverencias, más saludos con la cabeza, risas; la puerta se cerró y el grupo, sin dejar de mirarla, volvió a acomodarse. La figura reapareció en otro palco. Stephen no hizo caso de él, no le importaba si era el duque de los infiernos, sino que concentró toda su atención en Diana para comprobar lo que ya sabía. Era cierto, todo parecía demostrarlo; y ante la evidencia se reavivó su dolor. Ella se exhibía. Había perdido la pureza de su gracia natural. Y al pensar que, en lo sucesivo, su concepto de ella debía ir asociado con la vulgaridad, Stephen se sintió tan afligido que su mente se turbó durante unos momentos. Pero esa pérdida no era obvia para alguien que la conociera menos o que valorara menos la pureza; ni tampoco hacía disminuir la admiración de los hombres del público o de sus acompañantes, porque tenía una habilidad innata para ocultarla; pero a esa mujer que había ahora en el palco, nunca, en ningún momento, le habría prestado atención.

Estaba intranquila; sentía su intensa mirada y, de vez en cuando, paseaba la vista por el teatro. Y cada vez que lo hacía, él bajaba los ojos, como si estuviera al acecho para cazar un conejo. Mucha gente la miraba desde el patio de butacas y los otros palcos; probablemente era la mujer más hermosa de las que allí había, con su vestido azul celeste y los diamantes que adornaban su negro pelo, recogido en lo alto de la cabeza. A pesar de su precaución, sus miradas se cruzaron por fin; ella dejó de hablar. Trató de ponerse de pie y saludar con la cabeza, pero no tenía fuerza en las piernas. Estaba sorprendido, y antes de que pudiera agarrarse al barandal acolchado para levantarse, el telón subió y las arpas continuaron
glissando
tras
glissando.

«No sabía», pensó Stephen, «que mi cuerpo estuviera afectado hasta este punto. He sentido repugnancia antes, Dios lo sabe, pero esta falta de control… ¿Existe todavía la Diana que vi en New Place? ¿Es una invención mía? ¿Puede uno crear un unicornio si lo desea vivamente?»

Entre la música y las agudas voces en el escenario, los insistentes golpes en la puerta de su palco interrumpieron sus reflexiones. No respondió, y enseguida cesaron. ¿Había tenido él algo que ver en su muerte? Negó con la cabeza.

Por fin el telón bajó y las luces se avivaron. Aquel palco estaba vacío y un par de largos guantes blancos reposaban sobre el barandal; la orquesta tocaba
Dios salve al Rey.
Permaneció sentado; allí abajo, la multitud que se había puesto de pie, moviéndose con lentitud, terminó de salir, luego algunas personas volvieron apresuradamente a buscar sus sombreros olvidados, y por fin el lugar quedó vacío, como una inmensa concha. Los empleados del teatro daban vueltas en aquel vacío con paso acostumbrado, recogiendo la basura y apagando las luces.

Uno de ellos le dijo a otro:

—Hay un caballero en un palco allí arriba.

—¿Está borracho?

—Tal vez piensa que hay otro acto, pero ya no hay ninguno más, gracias a Dios.

—Vamos, señor —dijeron, abriendo la puerta con su llave—, ya se ha acabado. Éste es el final de la obra.

* * *

Mucho antes del alba, la cubierta inferior de la
Lively,
abarrotada, caliente y maloliente cobró vida de pronto, cuando las voces de los ayudantes del contramaestre comenzaron a gritar: «¡Todos arriba! ¡Todos a soltar amarras! ¡A levantarse y lavarse! ¡A levantarse! ¡Muévanse! ¡Muévanse! ¡Muévanse!»

Los tripulantes de la
Lively
—los tripulantes masculinos, no las aproximadamente cien mujeres que había a bordo— se separaron de sus románticas acompañantes o sus prosaicas esposas, salieron corriendo a la húmeda oscuridad y soltaron amarras, como les ordenaban. El cabrestante giró, se oyeron las notas chillonas del violín, las mujeres que estaban a bordo temporalmente bajaron rápido a tierra y el faro de Nore desapareció a popa; la fragata puso rumbo a North Foreland con la marea favorable y el viento por la aleta.

El oficial de la guardia trató de escuchar las suposiciones de los marineros, que continuaron amparadas por el ruido de la piedra arenisca con que se limpiaban las cubiertas. ¿Qué pasaba? ¿Había comenzado Boney
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la invasión? Algo pasaba, de lo contrario no les habrían ordenado zarpar con sólo la mitad de la aguada. La falúa del almirante del puerto, con un civil y un oficial, se había abordado con ellos, y el caballero todavía estaba con el capitán. No tenían noticias hasta el momento, pero Killick o Bonden las sabrían antes de que se terminara el desayuno.

En la sala de oficiales había la misma perplejidad y la misma falta de información, pero también una aprensión y una intranquilidad que faltaban junto al palo mayor. Corría el rumor de que el doctor Maturin estaba de nuevo a bordo, y aunque simpatizaban mucho con él, temían lo que podría traer consigo.

—¿Está completamente seguro? —le preguntaron a Dashwood, que había estado encargado de la guardia de mañana.

—No podría jurarlo —dijo—, porque todo estaba borroso por la lluvia y había oscuridad. Pero nunca he visto a ninguna otra persona en el mundo que subiera por el costado tan torpemente, como un oso; uno no creería que alguien pudiera hacerlo si no lo viera. Estaría seguro si la respuesta desde el bote no hubiera sido: «Sí, sí».

—Eso lo aclara todo —dijo el señor Simmons—. El timonel del almirante del puerto nunca podría haber hecho un error como ese. Debe de ser algún oficial con una misión que el capitán conoce lo bastante para llamarle «querido amigo», seguramente un viejo compañero de tripulación. No puede ser el doctor Maturin.

—Por supuesto que no —dijo el señor Randall.

—De ninguna manera —dijo el segundo oficial.

El contador, cuya cabina había quedado fuera del alcance de las abejas, estaba más preocupado por los aspectos políticos de su repentina partida y el penoso estado de sus provisiones.

—No tengo más de cincuenta brazas de patos a bordo —dijo— y ni siquiera un trozo de cajeta. ¿Qué va a ser de nosotros cuando crucemos el Ecuador? ¿Qué va a ser de nosotros cuando estemos en Madeira y, ya no digamos, cuando estemos en Fernando Poo? Y Fernando Poo es nuestro destino, estoy seguro, por razones de estrategia.

Poco antes de esto, tras haber dado instrucciones del rumbo a tomar, Jack, llevando la camisa de dormir y una capa, regresó a su cabina. Allí estaban sus órdenes, junto a un grueso fajo de papeles con instrucciones detalladas y un abultado sobre sellado con el letrero: «No abrir hasta la latitud 43° N». Tenía una expresión solemne, pero también muy preocupada.

—Querido Stephen —dijo—, gracias mil por haber venido tan rápidamente. No pensaba verte hasta Falmouth. Pero creo que he tratado de atraerte con falsas promesas; Madeira y las Antillas están muy explotadas. Además, he recibido orden de zarpar con la mayor urgencia y reunirme con otros navíos a la altura de Dodman.

Acercó el papel a la luz y leyó: «Reunirse con
Indefaligable, Medusa
y
Amphion».

—Es extraño. Y tengo órdenes selladas que no pueden abrirse hasta la latitud tal y tal. ¿Qué se propondrán con esto, Stephen?

—No lo sé —dijo Stephen.

—¡Dios maldiga al Almirantazgo y a todos sus lores! Con la mayor urgencia… y te echan a perder todos los planes. Te pido disculpas humildemente, Stephen —dijo Jack, y continuó leyendo—. ¡Eh, eh, Stephen! Creí que no sabías nada. Creí que tú habías venido por casualidad con el mensajero. Pero en caso de separación de uno o más… en cualquier eventualidad y todo eso, se me ordena que siga las sugerencias y consejos del honorable S. Maturin, doctor en medicina, etc., nombrado capitán adjunto de la Armada real… y que confíe en sus conocimientos y discreción.

—Es posible que tengas que mantener negociaciones y puedo serte útil en ellas.

—Bueno, creo que debo ser discreto —dijo Jack, sentándose y mirando a Stephen inquisitivamente—. Pero dijiste que…

—Escúchame, Jack, ¿quieres? Tengo cierta inclinación a mentir; las circunstancias me obligan a ello de vez en cuando. Pero no me gusta que nadie me lo diga.

—¡Oh, no, no, no! —dijo Jack—. Nunca se me ocurriría hacer eso, no —el recuerdo le hacía sonrojarse— cuando estoy en mi sano juicio, y no sólo por el afecto que te tengo sino porque es demasiado peligroso. Silencio; guardaré silencio. Ahora estoy empezando a comprenderlo todo; me asombra que no lo hubiera sospechado antes. ¡Qué astuto eres! Pero ahora caigo en la cuenta.

—¿De veras, amigo mío? Dios te bendiga.

—Pero lo que me deja con la boca abierta, lo que me deja totalmente asombrado —dijo Jack— es que te hayan dado un nombramiento temporal. En la Armada guardan con extraordinario celo los rangos, no prodigan atenciones. No recuerdo haber oído algo así, excepto una vez. Deben de tener un gran concepto de ti en Whitehall.

—A mí también me asombra esa insistencia en darme un nombramiento. Me sorprendió desde el primer momento. Agradezco la atención, pero me deja perplejo. ¿Por qué no podía ser tu invitado?

—¡Ya lo tengo! —dijo Jack—. Stephen, puedo preguntarte, sin ser indiscreto, si ésta es una —¿cómo lo diría?— una expedición
lucrativa?

—Podría serlo.

—Entonces lo que intentan es que participes en el reparto del botín. Es por eso, quieren que te corresponda la misma proporción que a un capitán. Éstas son órdenes del Almirantazgo, así que no habrá que compartir el botín con ningún buque insignia. Si es mucho, te corresponderá una cuantiosa suma.

—¡Qué generoso ha sido sir Joseph! Es una delicadeza por su parte. No me arrepiento de haberle enviado mi ginandromorfo con el mensajero; por cierto que el tipo parecía asombrado, y no es para menos… es un magnífico regalo. Y dime, ¿qué parte le correspondería a un capitán de… diré una suma hipotética… un millón de libras?

—¿Capturado por una escuadra de cuatro, no, cinco capitanes? Déjame ver… diez entre cinco es dos, doscientos entre ocho, veinticinco… setenta y cinco mil libras. Pero no hay presas como esa navegando en estos tiempos, mi ingenuo amigo, y es una lástima.

—¿Setenta y cinco mil libras? ¡Qué absurdo! ¿Qué pensaría sir Joseph que iba a hacer yo con una suma como esa? ¿Qué podría hacer un hombre razonable con una suma como esa?

—Yo puedo decirte lo que haría —dijo Jack, con un intenso brillo en los ojos.

Salió de la cabina, a pesar del grito «¡no te vayas!», para ver si el contrafoque y el fofoque estaban bien hinchados y si todas las bolinas estaban tensas. Después de molestar a los hombres de guardia unos minutos, regresó, dejando tras de sí comentarios airados y desfavorables.

—Espero que este patrón no se nos vuelva un ogro —dijo el capitán de la cofa.

—No me gusta en absoluto lo que hace —dijo el sargento de Infantería de marina—. Antes no se daba aires.

—Quizás es porque tiene una cita con su novia —dijo Edward
el azulado,
el malayo—. ¡Dios mío, también yo iría a toda vela si tuviera que ver a mi novia, sobre todo llamándose Sophie!

—No faltes al respeto, Edward —dijo George Alien—, porque no te lo consentiré.

—Un hombre podría, por supuesto, atravesar Laponia o emular a Banks en el océano Pacífico —dijo Stephen—. Pero dime, Jack, ¿cómo fue el viaje? ¿Cómo soportó Sophie el movimiento del barco? ¿Tomó la cerveza negra en las comidas?

—¡Oh, admirablemente, admirablemente!

Dijo que habían sido días perfectos, cálidos, agradables, en los que apenas había espuma en el mar… Simmons había hecho un magnífico conjunto de sobrejuanetes y sosobres, con alas arriba y abajo y ella había dicho que nunca había visto nada tan hermoso… la
Lively
había dejado atrás la
Amethyst,
cuyos hombres estaban rojos de vergüenza en el alcázar. Hubo encantadores días de calma chicha, días enteros… habían hablado a menudo de Stephen… ¡cómo le habían echado de menos! Y ella había sido muy amable con el joven Randall, que había llorado mucho la muerte de Cassandra… Randall el viejo la quería con locura, y también el resto de los oficiales… habían cenado dos veces con ellos. Cecilia parecía llevarse muy bien con Dredge, un infante de marina a quien Jack le estaba agradecido por apartarla de ellos… Por supuesto que Sophie había bebido la cerveza, y un vaso de
grog,
y había comido espléndidamente… a Jack le gustaba que una mujer tuviera buen saque. Y respecto al futuro, tenían muchas esperanzas, pero… ella se conformaba con muy poco… sin caballos… una casita de campo… patatas.

—Stephen —dijo—, te estás durmiendo.

—No —dijo Stephen—. He observado que mencionaste las dos últimas cosas con evidente satisfacción. Pero estoy agotado, lo confieso. He viajado toda la noche y ayer fue un día muy duro. Me acostaré, si es posible. ¿Dónde dormiré?

—Ese es un problema—dijo Jack—. ¿Dónde debes alojarte, en realidad? Por supuesto que dormirás en mi cabina; pero, oficialmente, ¿dónde deberías colocarte? Eso desconcertaría a Salomón. ¿Qué antigüedad le corresponde al nombramiento que te han dado?

—No lo sé. No he leído el documento, aparte de la frase «Depositamos toda nuestra confianza en S. M.», que me gustó mucho.

—Bueno, supongo que tienes menos antigüedad que yo, así que te corresponde la parte de sotavento de la cabina y a mí la de barlovento, y cada vez que viremos cambiaremos de lado. ¡Ja, ja, ja! Será un jaleo, ¿verdad? Pero hablando en serio, supongo que se le debería comunicar tu nombramiento a la tripulación; ésta es una situación rara.

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