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Authors: Federico Moccia

Tags: #Romántico

Carolina se enamora (11 page)

BOOK: Carolina se enamora
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—En fin…, creo, sí, estoy casi segura, sí, yo… ¡me he enamorado!

—¿Y Lorenzo?

—Pero ¿por qué me cortas el rollo de esa manera? Además, ¡a saber si vuelvo a ver a Massi! Debería hacer miles de intentos con igual número de prefijos para encontrar su número…

—¡Eso supone casi noventa millones de combinaciones!

—¡Gibbo! ¡Lo has oído todo!

—Claro…

Es mi amigo el matemático. Le encanta la película
El indomable Will Hunting
, que ha visto ya por lo menos diez veces. De cuando en cuando nos invita a su casa y nos la pone de nuevo mientras nos explica que todo está relacionado con las matemáticas, incluso el amor, pero no como cálculo, sino como dimensión. Jamás he entendido qué quiere decir.

—Eh, hola chicos.

Se acerca el ridículo de Filidoro. ¿Os dais cuenta del nombre que le pusieron sus padres? Filidoro. Parece uno de esos viejos dibujos animados. No obstante, ahora se lo ha cambiado por Filo, que no está mal. Pero hacerle partir con ese hándicap, no, ¿eh?… Es divertido, también Filo está siempre a la última, pero no como la madre de Alis: él sólo lo está en el terreno musical. Ama las notas.

—Eh, ¿habéis oído ésta? Es la última de Jovanotti. Escuchad…

Y te canturrea un fragmento al pie de la letra. Es realmente increíble. ¿Cómo consigue recordar todas las palabras? En el colegio, en cambio, tiene poquísima memoria.

Gibbo insiste.

—Eh, ¿de qué estabais hablando antes?

—¿Antes cuándo? —le responde Alis con altivez.

—¡Hace un segundo! Del tipo del móvil que perdió Caro. Mira que lo he oído todo…

—Pero ¿qué dices? Te equivocas, aquí está mi móvil.

Y lo saco al vuelo del bolsillo. Jamás me había parecido tan oportuno y fundamental tenerlo.

—¿Has visto como sueltas un montón de sandeces?

—Puede…

Gibbo no parece convencido, pero, por suerte, suena la campana y eso nos salva.

—Bueno, chicos, nosotras nos vamos. Eh. Gibbo, ¿nos vemos esta noche en tu casa?

—Sí…

—¿Por qué no venís?

—Sí, claro… —Y a continuación, todas a coro—: ¡A ver
El indomable Will Hunting
!

—¡Eh!

Gibbo pone una cara extraña y cómica. Y nosotras nos alejamos entre risas.

Una vez en clase, mando un mensaje a Alis con un dibujo. Una botella de champán con el tapón que sale despedido y muchas estrellitas: «¡Ser tu amiga es como celebrar una fiesta todos los días! Gracias».

Ella me mira risueña y veo que escribe algo. De hecho, recibo un mensaje: «¡Feliz no cumpleaños!».

A Alis le encanta esa película. Quizá porque todos quieren a esa Alicia. Quizá porque vive en el País de las Maravillas y nunca está sola. El dolor del amor. ¡Hoy estoy muy poética! Veo que Alis se ha puesto a escribir algo en su agenda, frenética, como hace siempre cuando se le ocurre algo. De modo que ya no le mando nada más y la miro de lejos sonriendo. Mi amiga. Mi amiga más querida. Además de Clod, naturalmente.

—¿Cómo ha ido en el colegio?

—De maravilla…

No me han preguntado en clase, me gustaría añadir, pero ¿por qué debo recalcar una cosa así? Mi madre está preparando la comida.

—¿Queréis un trozo de carne?

—¿Quiénes estamos?

—Tu hermana y tú.

—Pero ¿todavía no ha llegado a casa?

—Está en su dormitorio.

—Ah…

Tengo que aprovechar ahora, antes de que venga. Sólo quiero contarle a mi madre lo de Alis, hasta qué punto es generosa y superfantástica mi amiga, ¡el espléndido regalo que me ha hecho apenas se enteró de lo del teléfono!

Antes de que pueda decirle algo ella se vuelve, acalorada de la cocina, con el semblante risueño y una mirada benévola y maternal. Como sólo alguien como ella puede ser. Ella, que trabaja duro. Ella, que se levanta pronto por la mañana. Ella, que prepara el café para mi padre y el desayuno para nosotros y regresa a casa a la hora de comer y vuelve al trabajo por la tarde. Mi madre, que se esfuerza tanto, que es guapa, que jamás se va de vacaciones. Mi madre. Mi madre me parte el corazón cada vez que me mira.

—Mira lo que te he comprado…

Y lo pone sobre la mesa, nuevo, todavía dentro de la caja. El Nokia 90, el que tenía antes de que me robasen el otro, el sencillo, el que tiene las funciones básicas y no te permite hacer fotos. El que cuesta poco. Siento que el corazón se me rompe y no sé qué decir ni qué hacer. Pero después sonrío, y me sale del alma.

—¡Mamá! Es precioso…, ¡gracias!

La abrazo con todas mis fuerzas mientras el delantal, un poco húmedo, se interpone entre nosotras. Y ella me acaricia el pelo y esta vez no me molesta. Cierro los ojos y me entran unas ganas incomprensibles de echarme a llorar.

—¿Sabes? Conseguí escaparme del trabajo… Pedí permiso, me precipité a la primera tienda de teléfonos que encontré allí cerca y te compré ése… ¿Te gusta de verdad?

Me aparta un poco y me mira a los ojos, y yo me siento conmovida y asiento con la cabeza. Y ella entiende y me vuelve a abrazar.

—Sólo que no quisieron darme la tarjeta SIM de tu número; me dijeron que tenías que ir tú personalmente. ¡Te das cuenta! No puedo hacer esa clase de cosas por mi hija. —Acto seguido se queda perpleja por un instante—. Quizá no me la dieron porque tenían miedo de que quisiera usar tu número, qué sé yo, para leer tus mensajes. ¿No saben que entre nosotras no hay secretos?

Y se separa de mí y se pone de nuevo a cocinar, de espaldas, con el pelo recogido en lo alto y dejando a la vista su largo cuello, donde revolotean varios mechones más oscuros. A continuación se vuelve con una bonita sonrisa en los labios, feliz de su regalo, de esa bondad que desearía no tener límites.

—¿Qué querías decirme? ¿Cuál es tu sorpresa?

Y yo la miro un segundo con los ojos desmesuradamente abiertos, temerosos de decir una mentira y de que me descubra. Luego intento recuperar la calma, no decirle nada sobre Alis, sobre el teléfono supercaro que me ha regalado. Y mejor que Meryl Streep, Glenn Close, Kim Basinger e incluso Julia Roberts, en fin, como una consumada actriz, le sonrío para no desilusionarla.

—¿Sabes qué, mamá?

—¿Qué, cariño?

—¡Me han puesto un notable!

Por la tarde, después de comer.

He escondido el móvil de Alis, es decir, mi teléfono nuevo, he tenido que apagarlo porque, como buena actriz que soy, aunque no demasiado despabilada, no le he dicho que tengo ya la SIM, pese a que, en realidad, la tarjeta me la compró también Alis.

Discusión durante la comida con Ale, que, al ver que mi madre me ha regalado un teléfono nuevo, ahora pretende cambiar el suyo.

—Pero, mamá, entonces el mío… Mira, ¡llevo la batería sujeta con una goma!

Y yo, tonta de mí, he caído en su trampa.

—Sí, pero funciona perfectamente, y con él puedes sacar fotografías…

Mi madre se preocupa.

—Pero ¿por qué lo dices, Caro?, ¿con el tuyo no puedes?

—¡No, porque tiene poca memoria!

Alessandra no sólo es absurda, sino que además sigue insistiendo.

—Ahora lo entiendo… Tengo que fingir que lo he perdido o que me lo han robado para conseguir uno nuevo…

—¡A mí me lo robaron de verdad! Pero ¿es que crees que me invento esas cosas para que mamá me regale un teléfono?

O sea, que me pongo a discutir cuando ni siquiera ése es el problema. ¡Ahora tengo dos móviles y no puedo decirlo!

La única cosa positiva de Ale: me ha quitado las ganas de comer. Mejor, porque he decidido hacer un poco de dieta. Mi madre insiste para que coma; luego, al ver que no le va a servir de nada, me pela una manzana.

Mientras tanto, inmediatamente después de la discusión, cuando Ale y yo ya no hablábamos, llega Rusty James. Se sienta en seguida a la mesa y se alegra de poder dar buena cuenta de mi plato de pasta. Todavía está caliente y humeante y, en realidad, no le corresponde, dado que no estaba previsto que viniera.

—Eh, ¿qué pasa? ¿A qué se debe este silencio? ¡No es propio de vosotras!

Rusty tiene una manera absurda de comportarse, es decir, ¡se presenta siempre cuando menos te lo esperas y logra decir, en el momento más inoportuno, lo que no debería decir! Ale se enfada y se va a su dormitorio, yo me como encantada la manzana y Rusty mi pasta. Mi madre regresa al trabajo tras hacerme una única advertencia:

—Te ruego que no discutas con tu hermana…

En cuanto oye que la puerta se cierra, Rusty me pregunta, curioso:

—Oye, ¿qué ha pasado?

Se lo cuento todo. Le digo también lo del móvil de Alis. A él no puedo mentirle, imposible, de manera que saco el teléfono de la bolsa y lo pongo encima de la mesa.

—¿Ves? ¡Ahora tengo dos!

Rusty se echa a reír y sacude la cabeza.

—Eres única, perdona, pero podrías habérselo dicho a mamá… ¿Qué problema hay?

—De eso nada…, ¡le habría sentado fatal! Pidió permiso en el trabajo, se gastó sus ahorros para comprarme un móvil y darme una sorpresa, puede que hasta haya discutido con papá…, y yo…, ¿qué podía hacer? ¿Decirle que ya tenía uno? ¡Venga, no tienes ni una pizca de sensibilidad!

Rusty sonríe, divertido.

—No, si ahora la culpa será mía… Vale, está bien, en cualquier caso, he tenido una idea…

Me la cuenta y, acto seguido, se ríe divertido. Y, de hecho, la verdad es que no está nada mal. No se me había ocurrido.

—Eh, Rusty, ¿sabes que eres un genio?

—Lo sé. —Me sonríe—. ¿Qué vas a hacer ahora, Caro?

—No lo sé, estudiaré un rato y quizá salga después…

Rusty vuelve a ponerse serio.

—Yo también tengo que estudiar, qué tostón, no tengo ningunas ganas. Todavía me faltan un montón de exámenes para ser médico, y papá no sabe lo que he decidido.

Lo miro curiosa.

—¿Por qué? ¿Qué has decidido?

—Aún es pronto…

Y se marcha a su habitación dejándome en la cocina. Muerdo el último trozo de manzana que quedaba en el plato y me dirijo a mi dormitorio. Enciendo el ordenador. Con la excusa de las búsquedas, del estudio y de todo el resto, conseguí que mis padres me lo regalaran. No sé desde cuándo están pagando los plazos. Introduzco mi contraseña y entro de inmediato en el Messenger. Lo sabía, Gibbo me ha escrito: «He pensado que, restando todos los números de las personas que conocemos, las posibilidades de encontrar el número de tu “amado” desconocido son casi ochenta y nueve millones seiscientos cincuenta mil… O mandas un mensaje a todos, suponiendo que seas más rica que Berlusconi y el
Tío Gilito
juntos, o llamas al número 347 800 2001 y acabas de una vez por todas».

Qué idiota. Naturalmente, ese número es el suyo. Tiene razón: es imposible. Pero, a veces, en la vida… De modo que cierro los ojos e intento volver a recordarlo. Me lo escribió en el escaparate mientras bromeaba, y trato de distinguirlo… 335, no, 334… Eso es, sí, 334… Y sigo cavilando hasta que lo veo nítido, claro, delante de mí.

Justo como era ayer. Lo escribo en un folio, a continuación lo grabo en el móvil y al final me quedo ahí, con el teléfono suspendido, sin saber qué hacer. Después abro a toda velocidad la pestaña de los mensajes y le escribo: «Eh, ¿cómo estás? ¿Eres Massi? Ayer lo pasamos bien. ¡Soy Caro!». Y lo envío a ese número esperando, soñando, fantaseando. Y veo a ese chico. Ahí está, es él, Massi. Estará estudiando o jugando al tenis, al fútbol o haciendo remo en el simulador de la piscina, el que tiene la canoa clavada en el suelo. Me lo imagino cuando oye que suena su móvil, o que vibra. El mensaje ha llegado. Lo abre, lo lee y se ríe… ¡Se ríe! Después, indeciso, se pone a pensar en lo que quiere escribirme, en cómo responderme. Luego sonríe para sus adentros. Eso es. Ha encontrado la frase que le parece más adecuada… O que es justa para mí. La escribe veloz. Pulsa la tecla de envío y el mensaje parte, atraviesa la ciudad, las nubes, el cielo, las calles y, poco a poco, se introduce por la persiana de mi casa, después en mi habitación y, por último, en mi móvil.

Bip. Bip.

Lo oigo sonar. Oh, de verdad que acabo de recibir un mensaje. ¡No me lo puedo creer! Me apresuro a abrir el móvil, busco la carpeta de mensajes recibidos. Y lo veo. No está firmado. No es de ningún amigo, de nadie que conozca. Veo ese número. De modo que es él. ¡No me lo puedo creer! Lo he conseguido, me he acordado del número. Luego leo el mensaje: «Me parece que te has equivocado de número. De todas formas, tengo cuarenta años, soy un hombre y no estoy casado, así que, querida Caro, ¿por qué no nos vemos?».

Borro el mensaje de inmediato y apago el móvil. Terror. «Querida Caro»… Encima, bromista. O, al menos, un intento patético de serlo. Nada. Qué vida infame. No era él. Así que, por desgracia, la única alternativa que me queda es ponerme a estudiar. Lástima. A veces los sueños se desmenuzan así, entre los dedos. Sobre todo cuando la alternativa al deseo de volver a ver a Massi es estudiar
Orlando enamorado
. Y no porque el tal Orlando esté mal. Su historia me parece preciosa. Y, de hecho, a medida que voy leyéndola la solución va apareciendo ante mis ojos. Sobre todo en lo tocante a cierto punto: «La rana habituada al pantano, si está en el monte, torna a la llanura. Ni por calor ni por frío, poco o bastante, sale nunca del fango». Es cierto; como decir «lo inevitable es inevitable». Caro no podrá salir nunca de Massi… No me cabe ninguna duda. Pero bueno, ¿cómo no se me había ocurrido antes? Tengo dos posibilidades.

—Vuelvo en seguida.

Cojo la cazadora y me la pongo. Después me meto en el bolsillo mi segunda posibilidad. La golpeo con la mano sabiendo que, gracias a ella, encontraré seguramente a Massi y toda la información que le concierne.

Salgo corriendo del portal y, justo en ese momento, lo veo pasar.

—¡Estoy aquí, espere! —le grito al conductor del autobús, como si pudiese oírme. Imaginaos.

Echo a correr tratando de llegar a la parada antes que el autobús vuelva a arrancar. Nada. No lo lograré. El autobús está detenido. El conductor parece estar mirando por el espejo retrovisor.

—Estoy aquí, estoy aquí…

Acelero, pero ya no puedo más. Tengo la lengua fuera y temo que, de un momento a otro, pueda ponerse en marcha. La gente se ha apeado ya y los que tenían que subir lo han hecho. Estoy segura de que no me va a esperar, me hará un desaire, partirá en el preciso momento en que llegue a su lado. Nada, no lo lograré. Sin embargo, el autobús sigue esperándome con las puertas abiertas, llego corriendo y subo en el preciso momento en que pensaba que nunca lo iba a lograr. Uf…, lo he logrado. Las puertas se cierran.

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