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Authors: Hernán Cortés

Tags: #Histórico

Cartas de la conquista de México (16 page)

BOOK: Cartas de la conquista de México
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Dos días después de preso el dicho Narváez, porque en aquella ciudad no se podía sostener tanta gente junta, mayormente que ya estaba casi destruida, porque los que con el dicho Narváez en ella estaban la habían robado, y los vecinos della estaban ausentes y sus casas solas, despaché dos capitanes con docientos hombres, el uno para que fuese a hacer el pueblo en el puerto Cuicicacalco, que como a vuestra alteza he dicho, antes enviaba a hacer, y el otro a aquel río que los navíos de Francisco de Garay dijeron que habían visto, porque ya yo le tenía seguro. E asimismo envié otros doscientos hombres a la villa de la Veracruz, donde fice que los navíos que el dicho Narváez traía viniesen. E con la gente demás me quedé en la dicha ciudad para proveer lo que al servicio de vuestra majestad convenía. E despaché un mensajero a la ciudad de Temixtitán, y con él hice saber a los españoles que allí había dejado lo que me había sucedido. El cual dicho mensajero volvió de ahí a doce días y me trujo cartas del alcalde que allí había quedado, en que me hacía saber cómo los indios les habían combatido la fortaleza por todas las partes della y puéstoles fuego por muchas partes y hecho ciertas minas, y que se habían visto en mucho trabajo y peligro, y todavía los mataran, si el dicho Muteczuma no mandara cesar la guerra; y que aún los tenían cercados, puesto que no los combatían sin dejar salir ninguno Dellos dos pasos fuera de la fortaleza. Y que les había tomado en el combate mucha parte del bastimento que yo les había dejado, y que les habían quemado los cuatro bergantines que yo allí tenía y que estaban en muy extrema necesidad, y que por amor de Dios los socorriese a mucha priesa. E vista la necesidad en que estos españoles estaban y que si no los socorría, demás de los matar los indios y perderse todo el oro y plata y joyas que en la tierra se habían habido, así de vuestra alteza como de españoles y míos, se perdía la mejor y más noble ciudad de todo lo nuevamente descubierto del mundo, y ella perdida se perdía todo lo que estaba ganado, por ser la cabeza de todo y a quien todos obedecían. Y luego despaché mensajeros a los capitanes que había enviado con la gente, haciéndoles saber lo que me habían escrito de la gran ciudad, para que luego, dondequiera que los alcanzasen volviesen, y por el camino más cercano se fuesen a la provincia de Tascaltecal, donde yo con la gente estaba en compañía, y con toda la artillería que pude y con setenta de caballo me fui a juntar con ellos, y allí juntos, y hecho alarde, se hallaron los dichos setenta de caballo y quinientos peones. E con ellos a la mayor priesa que puede me partí para la dicha ciudad, y en todo el camino nunca me salió a recibir ninguna persona del dicho Muteczuma, como antes lo solían facer, y toda la tierra estaba alborotada y casi despoblada; de que concebí mala sospecha, creyendo que los españoles que en la dicha ciudad habían quedado eran muertos, y que toda la gente de la tierra estaba junta esperándome en algún paso o parte donde ellos se pudiesen aprovechar mejor de mí. E con este temor fui al mejor recaudo que pude, fasta que llegué a la ciudad de Tesnacan, que como ya he hecho relación a vuestra majestad, está en la costa de aquella gran laguna. E allí pregunté a algunos de los naturales della por los españoles que en la gran ciudad habían quedado. Los cuales me dijeron que eran vivos, y yo les dije que me trujesen una canoa, porque querían enviar un español a lo saber; y que en tanto que él iba había de quedar conmigo un natural de aquella ciudad, que parecía algo principal, porque los señores y principales della de quien yo tenía noticia no parecía ninguno. Y él mandó traer la canoa, y envió ciertos indios con el español que yo enviaba y se quedó conmigo. Y estándose embarcado este español para ir a la dicha ciudad de Temixtitán, vio venir por la mar otra canoa, y esperó a que llegase al puerto, y en ella venía uno de los españoles que habían quedado en la dicha ciudad, de quien supe que eran vivos todos, excepto cinco o seis que los indios habían muerto, y que los demás estaban todavía cercados y que no los dejaban salir de la fortaleza, ni los proveían de cosas que había menester, sino por mucha copia de rescate; aunque después de mi ida habían sabido lo hacían algo mejor con ellos; y que el dicho Muteczuma decía que no esperaba sino que yo fuese para que luego tornasen a andar por la ciudad como antes solían. Y con el dicho español me envió el dicho Muteczuma un mensajero suyo, en que me decía que ya creía que debía saber lo que en aquella ciudad había acaecido, y que él tenia pensamiento que por ello yo venía enojado y traía voluntad de le hacer algún daño; que me rogaba perdiese el enojo, porque a él le había pesado tanto cuanto a mí, y que ninguna cosa se había hecho por su voluntad y consentimiento, y me envió a decir otras muchas cosas para me aplacar la ira que él creía que yo traía por lo acaecido; y que me fuese a la ciudad a aposentar, como antes estaba porque no menos se haría en ella lo que yo mandase que antes se solía facer. Yo le envié a decir que no traía enojo ninguno dél, porque bien sabía su buena voluntad, y que así como él lo decía lo haría yo.

E otro día siguiente, que fue víspera de San Juan Bautista, me partí, y dormí en el camino, a tres leguas de la dicha gran ciudad; y día de San Juan, después de haber oído misa me partí y entré en ella casi a mediodía, y vi poca gente por la ciudad, y algunas puertas de las encrucijadas y traviesas de las calles quitadas, que no me pareció bien, aunque pensé que lo hacían de temor de lo que habían hecho y que entrando yo los aseguraría. E con esto me fui a la fortaleza, en la cual y en aquella mezquita mayor que estaba junto a ella se aposentó toda la gente que conmigo venía; e los que estaban en la fortaleza nos recibieron con tanta alegría como si nuevamente les diéramos las vidas, que ya ellos estimaban perdidas; y con mucho placer estuvimos aquel día y noche, creyendo que ya todo estaba pacífico. E otro día después de misa enviaba un mensajero a la villa de la Veracruz, por les dar buenas nuevas de cómo los cristianos eran vivos y yo había entrado en la ciudad y estaba segura. El cual mensajero volvió dende a media hora todo descalabrado y herido, dando voces que todos los indios de la ciudad venían de guerra y que tenían todas las puentes alzadas; e junto tras él da sobre nosotros tanta multitud de gente por todas partes que ni las calles ni azoteas se parecían con gente; la cual venía con los mayores alaridos y grita más espantable que en el mundo se puede pensar; y eran tantas las piedras que no echaban con hondas dentro en la fortaleza, que no parecía sino que el cielo las llovía, e las flechas y tiraderas eran tantas, que todas las paredes y patios estaban llenos, que casi no podíamos andar con ellas. E yo salí fuera a ellos por dos o tres partes, y pelearon con nosotros muy reciamente, aunque por la una parte un capitán salió con doscientos hombres, y antes que se pudiese recoger le mataron cuatro y hirieron a él y a muchos de los otros, e por la parte que yo andaba me hirieron a mí y a muchos de los españoles. E nosotros matamos pocos dellos, porque se nos acogía de la otra parte de las puentes, y desde las azoteas y terrados nos hacían daño con piedras, de las cuales ganamos algunas y quemamos. Pero eran tantas y tan fuertes, y de tanta gente pobladas y tan bastecidas de piedras y otros géneros de armas, que no bastábamos para ge las tomar todos, ni defender, que ellos no nos ofendiesen a su placer. En la fortaleza daban tan recio combate, que por muchas partes nos pusieron fuego, y por la una se quemó mucha parte della, sin la poder remediar, hasta que la atajamos cortando las paredes y derrocando un pedazo que mató el fuego. E si no fuera por la mucha guarda que allí puse de escopeteros y ballesteros y otros tiros de pólvora, nos entraran a escala vista sin los poder resistir. Así estuvimos peleando todo aquel día, hasta que fue la noche bien cerrada, e aún en ella no nos dejaron sin grita y rebato hasta el día. E aquella noche hice reparar los portillos de aquello quemado, y todo lo demás que me pareció que la fortaleza había flaco, e concerté las estancias y gente que en ellas había de estar y la que el otro día habíamos de salir a pelear fuera e hice curar los heridos, que eran más de ochenta.

E luego que fue de día ya la gente de los enemigos nos comenzaba a combatir muy más reciamente que el día pasado, porque estaba tanta cantidad dellos, que los artilleros no tenían necesidad de puntería, sino asestar en los escuadrones de los indios. Y puesto que el artillería hacía mucho daño, porque jugaban trece arcabuces, sin las escopetas y ballestas, hacían tan poca mella, que ni se parecía que lo sentían, porque por donde llevaba el tiro diez o doce hombres se cerraba luego de gente, que no parecía que hacía daño ninguno. Y dejado en la fortaleza el recaudo que convenía y se podía dejar, yo torné a salir y les gané algunas de los puentes, y quemé algunas casas, y matamos muchos en ellas que las defendían; y eran tantos, que aunque más daño se hiciera hacíamos muy poquita mella. E a nosotros convenía pelear todo el día, y ellos peleaban por horas, que se remudaban, y aún les sobraba gente. También hirieron aquel día otros cincuenta o sesenta españoles, aunque no murió ninguno, y peleamos hasta que fue noche, que de cansados nos retrujimos a la fortaleza. E viendo el gran daño que los enemigos nos hacían y cómo nos herían y mataban a su salvo, y que puesto que nosotros hacíamos daño en ellos, por ser tantos no se parecía, toda aquella noche y otro día gastamos en hacer tres ingenios de madera, y cada uno llevaba veinte hombres, los cuales iban dentro, porque con las piedras que nos tiraban desde las azoteas no los pudiesen ofender, porque iban los ingenios cubiertos de tablas, y los que iban dentro eran ballesteros y escopeteros, y los demás llevaban picos y azadones y varas de hierro para horadarles las casas y derrocar las albarradas que tenían hechas en las calles. Y en tanto que estos artificios se hacían no cesaba el combate de los contrarios; en tanta manera, que como no salíamos fuera de la fortaleza, se querían ellos entrar dentro; a los cuales resistimos con harto trabajo. Y el dicho Muteczuma, que todavía estaba preso, y un hijo suyo, con otros muchos señores que al principio se habían tomado, dijo que le sacasen a las azoteas de la fortaleza, y que él hablaría a los capitanes de aquella gente y les harían que cesase la guerra. E yo los hice sacar, y llegando a un pretil que salía fuera de la fortaleza, queriendo hablar a la gente que por allí combatía, le dieron una pedrada los suyos en la cabeza, tan grande, que de allí a tres días murió; e yo le fice saber así muerto a dos indios de los que estaban presos, e a cuestas lo llevaron a la gente, y no sé lo que dél se hicieron, salvo que no por eso cesó la guerra, y muy más recia y muy cruda de cada día.

Y en este día llamaron por aquella parte por donde habían herido al dicho Muteczuma, diciendo que me allegase yo allí, que me querían hablar ciertos capitanes, y así lo hice, y pasamos entre ellos y mí muchas razones, rogándoles que no peleasen conmigo, pues ninguna razón para ello tenían, e que mirasen las buenas obras que de mí habían recibido y cómo habían sido muy bien tratados de mí. La respuesta suya era que me fuese y que les dejase la tierra, y que luego dejarían la guerra; y que de otra manera, que creyese que habían de morir todos o dar fin de nosotros. Lo cual según pareció, hacían por que yo me saliese de la fortaleza, para me tomar a su placer al salir de la ciudad, entre las puentes. E yo les respondí que no pensasen que les rogaba con la paz por temor que les tenía sino porque me pesaba del daño que les facía y les había de hacer, e por no destruir tan buena ciudad como aquélla era; e todavía respondían que no cesarían de me dar la guerra hasta que saliese de la ciudad. Después de acabados aquellos ingenios, luego otro día salí para les ganar ciertas azoteas y puentes; e yendo los ingenios delante y tras ellos cuatro tiros de fuego y otra mucha gente de ballesteros y rodeleros, y más de tres mil indios de los naturales de Tascaltecal, que habían venido conmigo y servían a los españoles y llegados a una puente, pusimos los ingenios arrimados a las paredes de unas azoteas, y ciertas escalas que llevábamos para las subir; y era tanta la gente que estaba en defensa de la dicha puente y azoteas y tantas las piedras que de arriba tiraban, y tan grandes, que nos desconcertaron los ingenios y nos mataron un español y hirieron muchos, sin les poder ganar un paso, aunque puñábamos muchos por ello porque peleamos desde la mañana fasta mediodía, que nos volvimos con hasta tristeza a la fortaleza. De donde cobraron tanto ánimo, que casi a las puertas nos llegaban, y tomaron aquella mezquita grande, y de la torre más alta y más principal della subieron hasta quinientos indios, que según me pareció eran personas principales. Y en ella subieron mucho mantenimiento de pan y de agua y otras cosas de comer, y muchas piedras; e todos los más tenían lanzas muy largas con unos hierros de pedernal más anchos que los de las nuestras, y no menos agudos; e de allí hacían mucho daño a la gente de la fortaleza, porque estaba muy cerca della. La cual dicha torre combatieron los españoles dos o tres veces y la acometieron a subir; y como era muy alta y tenía la subida agra; porque tiene ciento y tantos escalones, y los de arriba estaban bien pertrechados de piedras y otras armas y favorecidos a causa de no haberles podido ganar las otras azoteas, ninguna vez los españoles comenzaban a subir que no volvían rodando, y herían mucha gente; y los que de las otras partes los vían, cobraban tanto ánimo que se nos venían hasta la fortaleza sin ningún temor. E yo, viendo que si aquéllos salían con tener aquella torre, demás de nos hacer della mucho daño, cobraban esfuerzo para nos ofender, salí fuera de la fortaleza, aunque manco de la mano izquierda, de una herida que el primer día me habían dado y liada la rodela en el brazo fui a la torre con algunos españoles que me siguieron, y hícela cercar toda por bajo porque se podía muy bien hacer; aunque los cercadores no estaban de balde, que por todas partes peleaban con los contrarios, de los cuales, por favorecer a los suyos, se recrecieron muchos; y yo comencé a subir por la escalera de la dicha torre, y tras mí ciertos españoles. Y puesto que nos defendían la subida muy reciamente, y tanto, que derrocaron tres o cuatro españoles, con ayuda de Dios de su gloria Madre, por cuya casa aquella torre se había señalado y puesto en ella su imagen, les subimos la dicha torre, y arriba peleamos con ellos tanto, que les fue forzado saltar della abajo a unas azoteas que tenía al derredor tan anchas como un paso. E déstas tenía dicha torre tres o cuatro, tan bajas la una de la otra como tres estados. Y algunos cayeron abajo del todo, que demás del daño que recibían de la caída, los españoles que estaban abajo al derredor de la torre los mataban. E los que en aquellas azoteas quedaron pelearon desde allí tan reciamente, que estuvimos más de tres horas en los acabar de matar; por manera que murieron todos que ninguno escapó. Y crea vuestra sacra majestad que fue tanto ganalles esta torre que si Dios no les quebrara las alas, bastaban veinte dellos para resistir la subida a mil hombres, como quiera que pelearon muy valientemente hasta que murieron; e hice poner fuego a la torre y a las otras que en la mezquita había; las cuales habían ya quitado y llevado las imágenes que en ellas teníamos.

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