El muchacho, asombrado y alarmado por lo que oye, se pone a frotarse la frente sucia con la sucia palma de la mano y mira al suelo y tiembla de la cabeza a los pies hasta que el montón desordenado de leña en el que está apoyado también empieza a temblar.
Allan modera a la mujer con un mero gesto que basta.
—Me había dicho Richard… —tartamudea— quiero decir que ya sabía… No me haga caso. Ahora vengo. Se da la vuelta y se queda un rato mirando el pasaje. Cuando vuelve ha recuperado la calma, salvo que ha de contender con una repulsión tan marcada hacia el muchacho que llama la atención de la mujer.
—Ya has oído lo que te ha dicho. Pero, ¡levántate, levántate!
Jo, tembloroso y tiritando, se levanta lentamente y se queda, como hace la gente así en dificultades, apoyado en el montón de leña con un hombro, mientras se frota disimuladamente la mano derecha con la izquierda y el pie izquierdo con el derecho.
—Ya has oído lo que te han dicho y yo sé que es verdad. ¿Estás aquí desde entonces?
—Que me muera si he
venío
a Tomsolo hasta esta maldita mañana —replica Jo roncamente.
—Y, ¿por qué has venido hoy?
Jo mira en torno al patio cerrado, mira a sus interrogadores a las rodillas y acaba por responder.
—Yo no sé hacer
ná
y no me dan
ná
que hacer. Soy muy
probe
y estoy enfermo y creí que podía venir aquí cuando no hay
naide
y quedarme
escondío
en algún
lao
hasta que se haga de noche y entonces ir a pedirle algo al señor Snagsby. Siempre me da algo, de
verdá
, aunque la señora Snagsby siempre me se echaba encima, lo mismo que todos.
—¿De dónde vienes ahora?
Jo vuelve a mirar al patio, vuelve a mirar a las rodillas de su interrogador y concluye apoyando la cara en el montón de leña, con una especie de resignación.
—¿No me has oído preguntarte dónde has estado?
—Pues por ahí —dice Jo.
—Y ahora dime —continúa Allan, que hace un gran esfuerzo por vencer su repulsión, se le acerca y se inclina sobre él con `una expresión de confianza—; dime cómo fue que te fuiste de aquella casa, cuando aquella señorita tan buena tuvo la desdichada idea de compadecerse de ti y llevarte a tu casa.
Jo sale repentinamente de su resignación y declara excitado, dirigiéndose la mujer, que no conocía a la señorita, que no se había enterado de que estaba mala, que nunca había querido hacerle nada, que antes hubiera preferido ponerse malo él, que hubiera preferido que le cortasen la cabeza antes que hacerle daño a ella y que ella había sido muy buena con él, de verdad. A lo largo de sus manifestaciones se comporta a su pobre estilo como si hablara con sinceridad, y termina con unos sollozos tristísimos.
Allan Woodcourt percibe que no está fingiendo. Se fuerza a tocarlo.
—Vamos, Jo. Cuéntamelo.
—No. No me atrevo —dice Jo, que vuelve a caer en su actitud anterior—. No me atrevo, porque si no…
—Pero necesito saberlo —le responde el otro— de todas formas. Vamos, Jo.
Al cabo de dos o tres exhortaciones del mismo estilo, Jo vuelve a levantar la cabeza, mira una vez más al patio y dice en voz baja:
—Bueno, le voy a decir una cosa. Se me llevaron. ¡Eso es!
—¿Se te llevaron? ¿De noche?
—¡Ah! —Con gran temor de ser oído, Jo mira en su derredor e incluso mira diez pies por encima del montón de leña y por entre los intersticios de éste, por si el objeto de su desconfianza está mirando allá arriba, o escondido al otro lado.
—¿Quién se te llevó?
—No me atrevo a decirlo —responde Jo—. No me atrevo, caballero.
—Pero yo quiero saberlo, en nombre de la señorita. Puedes tener confianza en mí. No se va a enterar nadie.
—Ah, pero es que yo no sé —replica Jo, meneando frenético la cabeza— que no va oírlo él.
—Pero si aquí no hay nadie.
—¿Con que no, eh? —comenta Jo—. Está en todas partes, en todas al mismo tiempo.
Allan lo contempla perplejo, pero advierte que esta asombrosa respuesta significa verdaderamente algo y no carece de buena fe. Espera paciente una respuesta explícita, y Jo, más confuso ante su paciencia que ante nada, le susurra al fin desesperado un nombre al oído.
—¡Vaya! —dice Allan—. Pero, ¿qué habías estado haciendo tú?
—Ná, señor. Nunca he hecho ná
pa
meterme en líos, menos los de no circular y lo de la
cuesta
. Pero ahora sí que circulo. Circulo al cementerio, ahí es adonde circulo.
—No, no, vamos a tratar de que no sea así. Pero, ¿qué fue lo que hizo contigo?
—Me llevó a un hospital —replica Jo en un susurro— hasta que me dieron el alta y después fue y me dio algo de pasta, cuatro medias monedas, de esas medias coronas, y va y me dice: «¡Largo! Vete por ahí. Aquí no haces falta», va y me dice: «Circula», va y me dice: «No quiero verte en cuarenta millas de Londres o te arrepentirás». Y es verdá, si me ve, y me va a ver si sigo en la calle —concluye Jo, que repite nervioso todas sus precauciones y sus investigaciones de antes.
Allan reflexiona un momento y después, volviéndose hacia la mujer, pero sin apartar un ojo alentador de Jo, observa:
—No es tan desagradecido como suponía usted. Tenía motivos para marcharse, aunque no fueran suficientes.
—¡Gracias, señor, gracias! —exclama Jo—. ¡Hale! Ya ve
usté
que me ha
considerao
mal. Pero le dice
usté
a la señorita lo que dice este señor y vale. Porque
usté
también fue
mu güena
conmigo, ya lo sé.
—Ahora, Jo —dice Allan que lo sigue mirando—, vente conmigo y vamos a encontrarte un sitio mejor que éste para que descanses y te escondas. Si yo voy por un lado de la calle y tú por el otro para que no nos miren, estoy seguro de que no te vas a escapar si me lo prometes antes.
—De
verdá
que no, si no le veo venir a él, caballero.
—Muy bien. Te tomo la palabra. A esta hora ya se estará levantando media ciudad y dentro de otra hora estará despierta la otra media. Vamos. Adiós otra vez, buena mujer.
—Adiós otra vez, caballero, y muchas gracias otra vez.
La mujer ha estado todo este rato sentada sobre su hatillo y ahora se levanta y lo toma. Jo repite:
—¡Tiene
usté
que decirle a la señorita que yo no quería hacerle
ná
y decirle lo que dice este señor! —entre gestos de la cabeza, temblores y tiritones, roces y guiños, medias risas y medias lágrimas, y así se despide de ella y vuelve a caminar pegado a las paredes tras Allan Woodcourt, pero al otro lado de la calle. Por este orden salen ambos de Tomsolo a los rayos amplios del sol y de un aire más puro.
Mientras Allan Woodcourt y Jo siguen por las calles en las que las altas torres de las iglesias y las distancias parecen tan próximas y tan nítidas a la luz matutina que la misma ciudad parece renovada por el descanso, Allan decide mentalmente cómo y a dónde va a llevar a su compañero. «Desde luego, es asombroso» —considera— «que en el centro del mundo civilizado este ser con forma humana tenga más dificultades para encontrar acomodo que un perro sin dueño». Pero por asombroso que resulte, así es, y las dificultades continúan.
Al principio mira a sus espaldas muchas veces, para asegurarse de que Jo efectivamente lo sigue. Pero, mire donde mire, ahí sigue, bien cerca de las paredes del otro lado, avanzando, tocando con la mano un ladrillo tras otro y una puerta tras otra, también él mira hacia él, atentamente, mientras lo sigue. Al cabo de un rato, convencido de que lo último que se le ocurrirá es escapar de él, Allan continúa, pensando ya sin esa otra preocupación, en lo que va a hacer.
Al ver un kiosco que sirve desayunos en una esquina, se le ocurre lo primero que ha de hacer. Se detiene en él, mira atrás y llama a Jo. Jo cruza la calle y llega a trompicones titubeantes, frotándose lentamente los nudillos de la mano derecha en la palma ahuecada de la izquierda, como si estuviera machacando polvo con una mano y un mortero naturales. Entonces ponen ante Jo lo que a éste le parece un yantar muy delicado, y empieza a tragarse el café y a roer el pan con mantequilla, mirando preocupado en todas las direcciones al mismo tiempo que come y bebe, como un animal asustado.
Pero está tan enfermo y se siente tan mal que incluso le ha abandonado el hambre.
—Creía que me estaba muriendo de hambre, caballero —dice Jo, que aparta en seguida los platos—, pero es que no sé
ná
… ni siquiera de eso. No me apetece comer
ná
ni beber
ná
. —Y Jo se pone en pie y contempla el desayuno, asombrado.
Allan Woodcourt le toma el pulso y después le lleva la manó al pecho.
—¡Respira, Jo, respira hondo!
—Más hondo que un pozo —dice Jo, y podría añadir: «y me estoy ahogando», pero se limita a susurrar—: Ya circulo, caballero.
Allan busca una botica con la mirada. No hay ninguna cerca, pero igual o mejor vale una taberna. Obtiene una pequeña cantidad de vino y le da un poco al chico, con gran cuidado. El muchacho empieza a revivir en cuanto le pasa de los labios.
—Quizá repitamos la dosis, Jo —dice Allan tras observarlo con su expresión atenta—. ¡Bueno! Vamos a descansar cinco minutos y después seguimos adelante.
Allan Woodcourt deja al muchacho sentado en el banco del kiosco, con la espalda apoyada en una barra de hierro y se da un paseo al sol de la mañana, mirándolo de vez en cuando pero sin dar la impresión de vigilarlo. No hace falta gran discernimiento para percibir que ya no tiene frío y se siente descansado. Si cabe decir de una cara tan sombría que se haya iluminado, es cierto que algo se le ha iluminado la carita, y poco a poco va comiendo la rebanada de pan que había dejado tan desesperado. Al ver todos esos indicios de mejoría, Allan empieza a hablar con él, y se entera con gran asombro de las aventuras de la dama del velo, con todas sus consecuencias. Jo mastica lentamente y las va contando lentamente. Cuando terminan su historia y el pan, los dos siguen su camino.
Allan se propone hablar de sus dificultades para encontrarle un refugio temporal al muchacho con su vieja paciente, la activa señorita Flite, y se dirige hacia el patio donde por primera vez se vieron él y Jo. Pero en la tienda del trapero ha cambiado todo; la señorita Flite ya no vive allí; está cerrado, y una hembra de facciones duras y muy oscurecidas por el polvo, de edad difícil de adivinar —pero que, de hecho, es nada menos que la interesante Judy— da unas respuestas concisas y lacónicas. Como, sin embargo, éstas bastan para comunicar al visitante que la señorita Flite y sus pájaros están alojados con una tal señora Blinder, en Bell Yard, allá van los dos, y la señorita Flite (que se levanta temprano para llegar puntualmente al Diván de la justicia que preside su excelente amigo el Canciller) baja corriendo con lágrimas de bienvenida y los brazos abiertos.
—¡Mi querido médico! —grita la señorita Flite—. ¡Mi meritorio, distinguido y honorable oficial! —Utiliza algunas expresiones raras, pero es tan cordial y tan acogedora como pueda ser la persona más cuerda, y más de lo que suelen serlo éstas. Allan, muy paciente con ella, espera hasta que se le acaben sus expresiones de cariño, señala hacia Jo, que tiembla en un portal, y le dice por qué ha ido allí.
—¿Dónde puedo alojarlo de momento? Usted conoce a mucha gente y tiene muy buen sentido, de manera que quizá pueda aconsejarme.
La señorita Flite, orgullosísima ante tamaño cumplido, se pone a pensar, pero tarda mucho en tener una idea brillante. La casa de la señora Blinder está llena, y ella misma está ocupando la habitación del pobre Gridley.
—¡Gridley! —exclama la señorita Flite batiendo palmas tras repetir esta observación por vigésima vez—. ¡Gridley! ¡Claro, claro! ¡Mi querido médico! El General George va a ayudarnos.
Es inútil pedir información alguna acerca del General George, y lo sería aunque la señorita Flite no se hubiera echado ya a correr por las escaleras en busca de su sombrerito arrugado y su pobre chal y a armarse con su ridículo lleno de documentos. Pero como informa a su médico, a su aire desordenado, cuando baja con todo listo, que el General George, a quien visita a menudo, conoce a su querida Fitz-Jarndyce, y se interesa mucho por todo lo relacionado con ella, Allan se siente inducido a pensar que quizá vayan a buen puerto. En consecuencia, dice a Jo, para confortarlo, que dentro de poco acabarán sus vagabundeos, y se dirigen a casa del General. Por fortuna, no está lejos.
Por el exterior de la Galería de Tiro de George, su larga entrada y la perspectiva despejada que hay más allá. Allan Woodcourt piensa que va a ir bien. También considera prometedora la figura del propio señor George, que avanza hacia ellos en medio de su ejercicio matutino, con la pipa en la boca, sin corbata y con los brazos musculosos, desarrollados por el uso del sable y de las pesas, claramente visibles bajo las mangas de una delgada camisa.
—A su servicio, caballero —dice el señor George con un saludo militar. Tiene una sonrisa bienhumorada que le sube hasta la ancha frente y el pelo bien cortado, y después saluda a la señorita Flite que con gran cortesía, y sin ninguna prisa efectúa ceremoniosamente el rito de las presentaciones. El, por su parte, termina con otro—: ¡A su servicio, caballero! —y otro saludo.
—Con su permiso, caballero. ¿Es usted marino? —pregunta el señor George.
—Me complace mucho saber que lo parezco —responde Allan—, pero sólo soy médico de la marina.
—¡Vaya, caballero! Hubiera jurado que era usted un lobo de mar.
Allan espera que eso sirva para que el señor George perdone su intrusión, y especialmente que no apague la pipa, como ha manifestado intención de hacer por cortesía.
—Es usted muy amable, caballero —responde el soldado—. Como sé por experiencia que a la señorita Flite no le molesta, y como a usted tampoco… —y termina la frase volviendo a llevársela a la boca. Allan procede a contarle todo lo que sabe de Jo, mientras el soldado escucha con gesto grave.
—Y, entonces, ¿éste es el muchacho, caballero? —pregunta con una mirada hacia la entrada, donde está Jo contemplando el gran letrero dé la fachada encalada, que a sus ojos no significa nada.
—Éste es —dice Allan—. Y, señor George, tengo esta dificultad con él. No quiero llevarlo a un hospital, incluso de suponer que pudiera conseguir que lo ingresaran de inmediato, porque preveo que no se quedaría mucho tiempo allí, si es que lográsemos convencerlo para que fuera allí. La misma objeción cabe aplicar a un asilo, de suponer que tuviera yo la paciencia para soportar que me dieran excusas y evasiones, y que me pasaran de una ventanilla a otra para tratar de ingresarlo, sistema que no me agrada demasiado.