—Es verdad —dijo mi Tutor, y añadió, volviéndose hacia mí—. Sería hacerle un desfavor, querida mía, el cerrar los ojos a cualquiera de esos aspectos.
Naturalmente, yo también creía que debíamos reconocer, no sólo entre nosotros, sino ante los demás, toda la fuerza de las circunstancias en contra de él. Pero sabía que, sin embargo (no podía evitar el decirlo), el peso de éstas no debía inducirnos a abandonarlo en su hora de peligro.
—¡No lo quiera Dios! —respondió mi Tutor—. Estaremos a su lado, igual que lo estuvo él con los dos pobrecillos que ya han desaparecido. —Se refería al señor Gridley y al muchacho, a ambos de los cuales había dado refugio el señor George.
Después, el señor Woodcourt nos dijo que el ayudante del soldado había estado con éste desde la mañana, tras recorrer las calles toda la noche como un demente. Que una de las primeras preocupaciones del soldado había sido que nosotros no lo creyéramos culpable. Que había encargado a su mensajero que nos explicara su total inocencia, con todas las garantías más solemnes que podía darnos. Que la única forma que había tenido el señor Woodcourt de tranquilizar al hombre había sido comprometerse a venir a nuestra casa a primera hora de la mañana con aquellas explicaciones. Añadió que ahora mismo se iba él a ver al preso.
Mi Tutor dijo inmediatamente que también iría él. Por mi parte, además de que el soldado retirado me agradaba mucho, y yo le agradaba a él, tenía aquel secreto interés en lo que ocurriese que únicamente mi Tutor sabía. Sentí como si aquel interés se cerniera cada vez más sobre mí. Me pareció importante para mí misma que se descubriese la verdad y que no se sospechara de un inocente; pues una vez que se desencadenaba la sospecha, podía irlo invadiendo todo.
En una palabra, me pareció que tenía el deber y la obligación de ir con ellos. Mi Tutor no trató de disuadirme, y nos fuimos.
Era una prisión grande, con muchos patios y galerías, todos iguales, y con pisos tan uniformes que al ir recorriéndolos me pareció adquirir una nueva comprensión de cómo los presos solitarios encerrados entre las mismas paredes desnudas, año tras año, se encariñan tanto con una planta, o una hierba, que llevan años contemplando. Encontramos al soldado solo en una habitación abovedada, como si fuera una bodega, pero puesta en un piso de arriba, con unas paredes de un blanco tan deslumbrante que hacían que los grandes barrotes de hierro de la ventana y de la puerta parecieran todavía más negros de lo que eran. Estaba sentado en un banco, del que se levantó cuando oyó que se descorrían los cerrojos.
Cuando nos vio, dio un paso adelante con su calma acostumbrada, y después se paró con una leve inclinación. Pero como yo seguí avanzando y alargándole una mano, nos comprendió al momento.
—Señorita y caballeros, les aseguro que esto me quita un gran peso de encima —dijo, saludándonos con mucho ánimo y exhalando un largo suspiro—. Ahora ya no me importa tanto cómo termine todo esto.
No parecía que fuera él el preso. Con su calma y su porte militar, parecía más bien ser él el guardián.
—Este lugar es todavía peor que mi galería de tiro para recibir a una dama —dijo el señor George—, pero sé que la señorita Summerson se adaptará lo mejor posible —y me llevó hacia el banco donde estaba al llegar nosotros para que me sentara, y cuando lo hice pareció darle gran satisfacción.
—Gracias, señorita —dijo.
—Bueno, George —observó mi Tutor—, igual que nosotros no necesitamos más garantías de su parte, creo que huelga darle las nuestras.
—En absoluto, señor. Se lo agradezco de todo corazón. Si no fuera inocente de este crimen, no podría mirarlos a ustedes a la cara y mantener mi secreto después del favor que me hacen con esta visita. Se la agradezco muchísimo. Yo no soy muy elocuente, pero se la agradezco, señorita Summerson y señores, de todo corazón.
Se llevó una mano a su ancho pecho e inclinó la cabeza hacia nosotros. Aunque inmediatamente volvió a ponerse en posición de firmes, con aquel sencillo gesto expresó una gran emoción.
—En primer lugar —dijo mi Tutor—, ¿qué podemos hacer por su comodidad personal, George?
—¿Por qué, caballero? —preguntó, carraspeando un poco.
—Por su comodidad personal. ¿Desea usted algo que alivie el pesar de este confinamiento?
—Bueno, caballero —replicó George, tras pensarlo un momento—, se lo agradezco mucho, pero como el tabaco está prohibido, no se me ocurre nada.
—Quizá se le vayan ocurriendo algunas cosillas. Cuando se le ocurran, George, comuníquenoslas.
—Gracias, caballero. Sin embargo —observó el señor George con una de aquellas sonrisas que le iluminaban la cara bronceada—, cuando se ha pasado uno la vida por el mundo, vagabundeando tanto como yo, se las arregla uno bien en sitios así, en la medida de lo posible.
—Y ahora, hablemos de su caso —dijo mi Tutor.
—Exactamente, caballero —respondió el señor George, cruzándose de brazos con toda calma y una cierta curiosidad.
—¿Cuál es la situación actualmente?
—Bueno, caballero, se está instruyendo. Bucket me da a entender que mi detención se prolongará mientras termina la instrucción. No sé qué es lo que les falta, pero seguro que, sea lo que sea, Bucket lo encontrará.
—Pero, por el amor del cielo, hombre —exclamó mi Tutor, que recuperó, sorprendido, su excentricidad y su vehemencia de otros tiempos—, habla usted de sí mismo como si fuera de otro.
—No se ofenda, caballero —dijo el señor George—. Agradezco mucho su amabilidad. Pero no veo cómo puede un hombre inocente aceptar este género de cosas sin darse de cabezazos contra la pared, salvo que se adopte una actitud como la mía.
—Eso es verdad hasta cierto punto —respondió mi Tutor, ablandado—. Pero, amigo mío, incluso un hombre inocente debe adoptar precauciones normales para defenderse.
—Desde luego, caballero, y las he tomado. He dicho a los jueces: «Señores, yo soy tan inocente como ustedes de esta acusación; lo que se ha dicho de mí es perfectamente cierto en cuanto a los hechos; no sé más». Y me propongo seguir diciendo lo mismo. ¿Qué más puedo hacerle? Es la verdad.
—Pero no basta con la mera verdad —replicó mi Tutor.
—¿Seguro que no, caballero? ¡Verdaderamente, mal me veo! —observó, bienhumorado, el señor George.
—Necesita usted un abogado —continuó diciendo mi Tutor—. Tenemos que encontrarle un buen abogado.
—Permítame, caballero —dijo el señor George, dando un paso atrás—. También se lo agradezco. Pero estoy decidido a rogarle que no me mezcle con esa gente.
—¿No quiere usted un abogado?
—No, señor —negó el señor George, con la cabeza, del modo más enfático—. Se lo agradezco mucho, pero ¡nada de abogados!
—¿Por qué no?
—No me gusta esa gente —dijo el señor George—. A Gridley tampoco le gustaban. Y, si me permite usted que me propase un tanto, tampoco diría que a usted le gustaran mucho.
—Son los de la Cancillería —explicó mi Tutor, sin saber qué decir—; son los de Cancillería.
—Sí, ¿eh? —respondió el soldado, con su aire calmado—. Yo no estoy familiarizado con esos matices, pero, en general, me molesta esa raza.
Descruzó los brazos y, cambiando de postura, se quedó con una manaza apoyada en la mesa y la otra en la cadera, como la imagen más perfecta de alguien a quien no se va a hacer que cambie de opinión que jamás haya visto yo. Fue en vano que los tres razonáramos con él y tratásemos de persuadirlo; nos escuchó con aquella amabilidad que le iba tan bien a su aspecto imponente, pero estaba claro que no se veía más conmovido por nuestras exhortaciones que por el lugar de su encierro.
—Le ruego que lo piense más, señor George —le dije—. ¿No tiene usted ningún deseo con referencia a su caso?
—Desde luego, desearía que me juzgaran, señorita —respondió— en un consejo de guerra, pero sé perfectamente que eso es imposible. Si tiene usted la amabilidad de prestarme su atención dos minutos, señorita, nada más, trataré de explicarme con toda la claridad posible.
Nos miró a los tres por turno, movió la cabeza un poco, como si la estuviera ajustando en el cuello de un uniforme que le quedara estrecho y al cabo de un instante de reflexión continuó:
—Mire usted, señorita, me han esposado y detenido y traído aquí. Soy un hombre marcado y caído, y aquí estoy. Bucket ha registrado por todas partes mi galería de tiro; lo poco que tengo (que es muy poco) está puesto patas arriba hasta el extremo de que no puedo reconocerlo, y (como ya he dicho) ¡aquí estoy! No me quejo especialmente. Aunque me halle en este lugar por algo que no es directamente culpa mía, entiendo muy bien que si no me hubiera hecho un vagabundo en mi juventud, no habría ocurrido esto. Pero ha ocurrido. Entonces se plantea la cuestión de cómo hacerle frente.
Se frotó la atezada cara un momento, con gesto bienhumorado, y dijo, como para excusarse:
—Estoy tan poco acostumbrado a hablar, que tengo que pararme a pensar un momento. —Tras pensar un momento, volvió a levantar la vista, y siguió—: Cómo hacerle frente. El pobre muerto era abogado, y me tenía bien agarrado. No quiero hablar mal de los muertos, pero me tenía agarrado, como diría si siguiera vivo, peor que el Diablo. Eso hace que no me guste su oficio. Si no me hubiera mezclado con los de su oficio, no me habrían metido aquí. Pero no me refiero a eso. Supongamos que lo hubiera matado yo. Supongamos que de verdad le hubiera descerrajado en el cuerpo cualquiera de esas pistolas mías que están disparadas hace poco y que Bucket ha encontrado en mi galería, y que, ¡por Dios!, podría haber encontrado cualquier día del año. ¿Qué hubiera hecho yo en cuanto me metieron aquí? Buscar un abogado.
Dejó de hablar al oír que había alguien a la puerta, y no continuó hasta que la puerta se abrió y se volvió a cerrar. En seguida diré por qué se había abierto la puerta.
—Hubiera buscado un abogado, y él habría dicho (como he leído muchas veces en la prensa): «Mi cliente no dice nada, mi cliente se reserva su defensa, mi cliente esto y lo otro». Bueno, según mi opinión, la gente de esa raza no tiene la costumbre de andar por lo derecho, ni de creer que otra gente lo hace. Digamos que soy inocente y me busco un abogado. Lo más probable es que él me creyera culpable. ¿Qué haría en todo caso? Actuar como si lo fuera, hacerme callar, decirme que no me comprometiera, disimular las circunstancias, reducir a pedazos las pruebas, andarse con equívocos y quizá lograr que me absolvieran, quizá. Pero, señorita Summerson, ¿preferiría yo que me absolvieran así o que me colgaran a mi aire (si me perdona que diga cosas tan desagradables a una dama)?
Ahora ya había entrado en materia, y no necesitaba pararse a pensar un momento.
—Prefiero que me cuelguen a mi aire. ¡Y estoy decidido! No pretendo decir —y volvió a mirarnos a cada uno, con los fuertes brazos en jarras y las cejas negras arqueadas— que tenga más ganas que cualquiera de que me cuelguen. Lo que digo es que debo salir totalmente exculpado o no salir en absoluto. Por eso, cuando oigo que dicen de mí algo que es verdad, digo que es verdad, y cuando me dicen: «Cualquier cosa que diga, podrá ser utilizada en contra suya», les digo que no me importa; que la utilicen. Si no me pueden declarar inocente cuando les digo toda la verdad, tampoco lo van a hacer si no se la digo toda, o si les digo otra cosa. Y si lo hicieran, tampoco me valdría de gran cosa.
Dio uno o dos pasos sobre las losas, volvió a la mesa y terminó con lo que tenía que decir:
—Les agradezco muchísimo, señorita y señores, su atención, y muchísimo más su interés. Ésa es toda la verdad del caso, tal como aparece ante un pobre soldado con una cabeza como un sable mellado. Nunca he hecho nada a derechas, salvo mi deber como soldado, y si después de todo ocurre lo peor, recogeré lo que he sembrado. Cuando se me pasó la primera impresión de que me detuvieran por asesinato (y a un viejo vagabundo como yo no le hace falta mucho tiempo para que se le pasen las impresiones así), me puse a pensar hasta llegar a las conclusiones que les he dicho. No tengo parientes que se puedan avergonzar de mí, y… eso es todo lo que tengo que decir.
La puerta se había abierto para que entrase otro hombre de aspecto militar, aunque menos imponente a primera vista, y una mujer de aspecto sano, curtida y de mirada brillante, que llevaba un cesto y desde que entró había prestado gran atención a todo lo que decía el señor George. Éste los había recibido con un gesto de familiaridad y una mirada de amistad, pero sin hacerles un saludo especial en medio de su discurso. Ahora les estrechó la mano efusivamente, y dijo:
—Señorita Summerson y caballeros, éste es un viejo camarada mío, Matthew Bagnet. Y ésta es su esposa, la señora Bagnet.
El señor Bagnet hizo una tiesa inclinación militar, y la señora Bagnet nos hizo una reverencia.
—Son buenos amigos míos —dijo el señor George—. Fue en su casa donde me detuvieron.
—Con un violonchelo de segunda mano —intervino el señor Bagnet, con un gesto airado de la cabeza—. Pero bueno. Para un amigo. No importaba el precio.
—Mat —dijo el señor George—, has oído prácticamente todo lo que he dicho a esta señorita y a estos caballeros. ¿Entiendo que estás de acuerdo, que das tu aprobación?
—Díselo. Si tiene mi aprobación. O no.
—Pero, George —exclamó la señora Bagnet, que había estado vaciando el cesto, que contenía un trozo de carne de cerdo en conserva, algo de té y de azúcar y una hogaza de pan negro—, tienes que saber que no. Tienes que saber que vuelves a la gente loca con lo que dices. Así que no estás dispuesto a tal cosa y no estás dispuesto a tal otra…, ¿qué significan tantos melindres? Eso son bobadas, George.
—No me trate mal en la desgracia, señora Bagnet el soldado, con una sonrisa.
—¡Bah! Al diablo con tu desgracia —exclamó la señora Bagnet—, si no te hace tener más sentido que lo que acabamos de oír. En mi vida he sentido más vergüenza de oír a alguien decir tantas tonterías como de oírte a ti hablar así delante de estos señores. ¿Abogados? ¿Por qué te va a dar miedo de que se meta demasiada gente en el ajo si aquí el caballero te los recomendara?
—Eso es hablar con sensatez —dijo mi Tutor—; espero que lo persuada usted, señora Bagnet.
—¿Persuadirlo a él, caballero? —replicó ella—. Seguro que no. No conoce usted a George. ¡Mírelo! —y la señora Bagnet dejó el cesto para señalarlo con sus manos morenas—. ¡Mírenlo! ¡Más tozudo en defenderla y no enmendarla que ningún ser humano bajo la capa del Cielo! ¡Pero si es que acaba con la paciencia de cualquiera! Más fácil resulta levantar a pulso un cañón del ochenta y cuatro que convencer a este hombre cuando se le mete algo en la cabeza y se le queda en ella. ¡Si es que no lo conocen ustedes! —exclamó la señora Bagnet—. ¡Yo sí te conozco, George! ¡No vas a hacerme creer a mí que has cambiado, al cabo de tantos años, espero!