Casa desolada (31 page)

Read Casa desolada Online

Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

BOOK: Casa desolada
7.94Mb size Format: txt, pdf, ePub

No pude por menos de mostrar que me sentía algo conmovida, aunque hice todo lo posible por disimularlo.

—¡Vamos, vamos! —me dijo el señor Jarndyce—. También hemos de encargarnos de que la vida de nuestra mujercita no quede totalmente absorbida por su preocupación por los demás.

—¿Preocupación? Mi querido Tutor, ¡pero si creo que soy el ser más feliz del mundo!

—También yo lo creo —me contestó—. Pero quizá alguien llegue a averiguar lo que jamás sabrá Esther: ¡que nuestra mujercita es en la que más debemos pensar de todos!

Se me olvidaba mencionar cuando hubiera debido hacerlo que en aquella cena de familia había participado otra persona. No era una dama. Era un caballero. Un caballero moreno: un joven médico. Era bastante reservado, pero me había parecido muy sensato y agradable. Por lo menos, Ada me había preguntado si no me lo parecía y yo le había dicho que sí.

14. El buen Porte

Richard se marchó el día siguiente por la tarde, a iniciar una nueva carrera, y me encargó que cuidara de Ada con grandes manifestaciones de amor hacia ésta y de gran confianza en mí. Me conmovió entonces reflexionar, y todavía me conmueve más ahora el recordar (dado lo que todavía he de narrar), cómo se ocupaban de mí, incluso en aquellos momentos tan importantes. Yo formaba parte de todos sus planes, presentes y futuros. Debía escribir a Richard una vez a la semana e informarle fielmente cómo le iba a Ada, que le iba a escribir una vez cada dos días. Él, por su parte, debía escribirme por su propia mano para comunicarme todas sus tareas y todos sus triunfos; yo observaría lo decidido y perseverante que iba a ser él, sería la madrina de Ada cuando se casaran, después viviría con ellos y tendría todas las llaves de su casa; sería feliz por siempre jamás.

—Y si saliéramos ricos del pleito, Esther ¡que es muy posible, ya sabes…! —añadió Richard para acabar de coronarlo todo.

Pasó una sombra por la cara de Ada.

—Pero, Ada, querida mía, ¿por qué no?

—Preferiría que nos declarasen pobres de una vez —dijo Ada.

—¡Ah, pues no sé! —replicó Richard—, pero en todo caso no nos van a declarar nada de momento. Sabe Dios cuántos años hace que no declaran nada.

—Es verdad —dijo Ada.

—Sí, pero —insistió Richard en respuesta, más bien, al gesto de ella que a sus palabras— cuanto más tiempo continúe, mi querida prima, más cerca tiene que estar la solución, sea lo que sea. ¿No es razonable lo que digo?

—Tendrás razón tú, Richard. Pero me temo que si confiamos en eso, vamos a ser muy infelices.

—¡Pero, Ada mía, no vamos a confiar en eso! —exclamó Richard en tono alegre—. Ya sabemos que no es posible. Lo único que decimos es que si nos hace ricos, entonces no tenemos ninguna objeción fundamental a ser ricos. El Tribunal, por una solemne decisión de la ley, es nuestro austero tutor, y hemos de suponer que lo que nos conceda (cuando nos conceda algo) es nuestro por derecho propio. No tenemos por qué renunciar a lo que es nuestro.

—No —dijo Ada—, pero quizá sea mejor que nos olvidemos de todo eso.

—¡Bueno, bueno! —exclamó Richard—. ¡Entonces nos olvidamos de todo! Lo dejamos todo sumido en el olvido. ¡La señora Durden pone un gesto de aprobación, y se acabó!

—El gesto de aprobación de la señora Durden —dije yo, levantando la vista de la caja en la que estaba colocados los libros de Richard— no era muy visible cuando has hablado de él, pero sí que lo aprueba, y cree que es lo mejor que podéis hacer.

De manera que Richard dijo que aquello había acabado, y empezó inmediatamente, sin ningún fundamento a hacer tantos castillos en el aire que más bien aquello parecía la gran muralla china. Se marchó muy animado. Ada y yo, seguras de que lo echaríamos mucho de menos, iniciamos una vida más pausada.

A nuestra llegada a Londres habíamos ido con el señor Jarndyce a visitar a la señora Jellyby, pero por desgracia no la habíamos encontrado en casa. Según parecía, había ido a tomar el té a alguna parte y se había llevado a la señorita Jellyby. Además de tomar el té, en aquella reunión se iban a hacer muchos discursos y a escribir muchas cartas sobre las ventajas en general del cultivo del café, conjuntamente con los indígenas, en la Colonia de Borriobula-Gha. Todo aquello, sin duda, implicaba un uso lo bastante activo de pluma y tinta como para que la participación de su hija en las actividades no fuera precisamente una diversión.

Como ya había pasado la fecha en la que debía regresar la señora Jellyby, volvimos otra vez. Estaba en la ciudad, pero no en casa, pues había ido a Mile End, inmediatamente después de desayunar, para algo que ver con Borriobula-Gha, relacionado con una Sociedad llamada la Sección Auxiliar Asistencial del Este de Londres. Como en nuestra última visita yo no había tenido oportunidad de ver a Peepy (porque no aparecía por ninguna parte y la cocinera creía que debía de haberse ido a dar un paseo en la carretera del barrendero), volví a preguntar por él. Todavía estaban en el pasillo las conchas de ostras con las que había estado construyendo una casita, pero no se lo podía ver por ninguna parte, y la cocinera supuso que debía de haberse «ido con las ovejas». Cuando repetimos, un tanto sorprendidas, «¿con las ovejas?», nos dijo que sí, que los días de mercado a veces las seguía hasta que salían de Londres, y volvía en un estado imposible.

A la mañana siguiente estaba yo sentada con mi Tutor al lado de la ventana, mientras Ada escribía muy ocupada (a Richard, naturalmente), cuando anunciaron a la señorita Jellyby, y entró ésta llevando consigo al propio Peepy, a quien había intentado dejar presentable, para lo cual no lo había dejado sucio más que en los rincones de la cara y de las manos, le había mojado mucho el pelo y después se lo había revuelto violentamente con los dedos. Todo lo que llevaba puesto el pobrecillo le estaba demasiado grande o demasiado pequeño. Entre otros adornos contradictorios, llevaba un solideo de obispo y unos mitoncitos de bebé. Las botas que llevaba eran, a pequeña escala, dignas de un pocero, y las piernas, surcadas de cicatrices por todas partes, de manera que parecían un mapa, las llevaba desnudas bajo un par de pantaloncitos muy cortos a cuadros, cada una de cuyas perneras estaba rematada con unas puntillas diferentes. Los deficientes botones de su chaqueta a cuadros provenían evidentemente de una de las levitas del señor Jellyby, dados su gran brillo metálico y su colorido exagerado. En varias partes de su atavío aparecían especímenes de costura de lo más extraordinario, donde se lo habían remendado a toda prisa, y en el atuendo de la señorita Jellyby percibí huellas de la misma mano. Sin embargo, ella tenía un aspecto increíblemente mejor, y estaba muy atractiva. Tenía conciencia de que, pese a todos sus esfuerzos, el pobrecito Peepy era un fracaso, como mostró al entrar, por la forma en que primero lo miró a él y luego a nosotros.

—¡Ay, Dios mío! —gimió mi tutor—. ¡Sopla de Levante!

Ada y yo le dimos una cordial bienvenida y la presentamos al señor Jarndyce, a quien dijo al sentarse:

—Los saludos de mi Mamá, que espera que la excuse usted, porque está corrigiendo las pruebas del plan. Va a tirar cinco mil circulares nuevas, y está segura de que le interesará a usted ver un ejemplar. Se lo he traído con los saludos de mi Mamá. —Y se lo dio con gesto enfadado.

—Gracias —dijo mi Tutor—. Le estoy muy agradecido a la señora Jellyby. ¡Dios mío, qué viento más molesto!

Ada y yo nos ocupábamos de Peepy, a quien despojamos de su sombrero clerical y preguntamos si se acordaba de nosotras, etc. Peepy primero se tapó la cara con el codo, pero se ablandó al ver el pastel y me dejó que lo sentara en mis rodillas, donde se quedó comiendo en silencio. Después, el señor Jarndyce se retiró a su gruñidero provisional y la señorita Jellyby inició una conversación con su brusquedad acostumbrada:

—En Thavies Inn todo sigue igual de mal que de costumbre. No tengo ni un minuto de tranquilidad. ¡Todo el tiempo hablando de África! No podía irme peor si fuera uno de esos como-se-llame. ¡Ese que es hermano mío!
[47]

Traté de decirle algo para calmarla.

—¡Bah, es todo inútil, señorita Summerson! —exclamó la señorita Jellyby—, aunque de todos modos le agradezco su buena intención. Ya sé que se me utiliza, y nadie me va a convencer de lo contrario.
Usted
no se dejaría convencer si la estuvieran utilizando así. ¡Peepy, vete debajo del piano a jugar a las fieras!

—¡No quiero! —dijo Peepy.

—¡Muy bien, niño mimado, desagradecido, cruel! —replicó la señorita Jellyby con lágrimas en los ojos— No voy a volver a vestirte nunca.

—¡Ya voy, Caddy, ya voy! —dijo Peepy, que en realidad era un niño muy bueno y que se conmovió tanto ante las lágrimas de contrariedad de su hermana que se puso a jugar inmediatamente.

—Parece una bobada llorar por algo tan insignificante —dijo la pobre señorita Jellyby—, pero es que estoy agotada. He estado escribiendo las direcciones en las nuevas circulares hasta las dos de la mañana. Detesto tanto todo el asunto que basta con eso para que me duela la cabeza y lo vea todo borroso. ¡Y miren a ese pobrecito! ¿No les horroriza?

Peepy, felizmente inconsciente de los defectos de su atavío, estaba sentado en la alfombra, detrás de una de las patas del piano, contemplándonos con calma desde su refugio, mientras se comía el pastel.

—Le he dicho que se fuera al otro lado de la sala —observó la señorita Jellyby acercando su silla a las nuestras— porque no quiero que oiga nuestra conversación. ¡Son tan listos estos chiquillos! Iba a decir que en realidad las cosas van peor que nunca. Mi papá va a caer en la quiebra dentro de nada, y espero que entonces se quede contenta mi Mamá. La culpa de todo la tendrá ella.

Dijimos que esperábamos que los negocios del señor Jellyby no estuvieran en tan mal estado.

—De nada valen las esperanzas, aunque son ustedes muy amables —replicó la señorita Jellyby meneando la cabeza—. Ayer por la mañana me dijo mi Papá (y no saben ustedes lo triste que está) que ya no puede capear el temporal. Me sorprendería mucho que pudiera. Cuando todos los proveedores nos mandan a casa lo que quieren ellos, y los criados hacen lo que quieren con eso, y yo no tengo tiempo para arreglar las cosas, aunque supiera, y a mi Mamá le da todo igual, me gustaría saber cómo va mi Papá a capear el temporal. Desde luego, si yo fuera mi Papá, me iría de casa.

—¡Pero hija mía! —dije yo con una sonrisa—. Sin duda, tu padre piensa en su familia.

—Ah, sí, su familia está muy bien, señorita Summerson —respondió la señorita Jellyby—, pero, ¿de qué le vale a él su familia? Su familia no son más que facturas, suciedad, despilfarro, ruido, caídas por las escaleras, confusión y padecimientos. Cuando llega a casa, una semana tras otra semana, es como si siempre fuera día de limpieza general, ¡pero nunca se limpia nada!

La señorita Jellyby golpeó el suelo con un pie y se secó los ojos.

—¡Lo único que sé es que mi Papá me da mucha pena, y mi Mamá me da tanta rabia que no hallo palabras para expresarla! —continuó diciendo— Pero no estoy dispuesta a seguir soportándolo. Estoy decidida a no seguir siendo una esclava toda la vida, y no voy a aguantar que se me declare el señor Quale. ¡Vaya un negocio, casarse con un filántropo! ¡Como si no estuviera yo harta de esos! —dijo la pobre señorita Jellyby.

Debo confesar que no pude evitar sentirme yo también bastante enfadada con la señora Jellyby, tras oír y escuchar a aquella joven abandonada a sí misma, y sabiendo cuánta verdad satírica reflejaban sus palabras.

—Si no fuera porque nos hicimos amigas cuando estuvieron ustedes en casa —siguió diciendo la señorita Jellyby—, me hubiera dado vergüenza venir hoy, porque sé lo que debo de parecerles a ustedes dos. Pero, dadas las circunstancias, me decidí a venir a verlas, especialmente porque no es probable que nos volvamos a ver la próxima vez que vengan ustedes a Londres.

Lo dijo con tanta intensidad que Ada y yo intercambiamos una mirada, previendo algo más.

—¡No! —exclamó la señorita Jellyby meneando la cabeza—. ¡No es nada probable! Sé que puedo confiar en ustedes dos. Estoy segura de que no me van a traicionar. Estoy prometida.

—¿Y no lo saben en su casa? —pregunté.

—¡Por el amor del cielo, señorita Summerson! —respondió ella, justificándose en tono intenso, pero no airado—. ¿Cómo iba a decírselo? Ya saben cómo es mi Mamá… y no tengo por qué hacer que mi Papá sufra todavía más si se lo digo a él.

—Pero, ¿no va a hacer que sufra todavía más si se casa sin su conocimiento ni su permiso, hija mía? —pregunté.

—No —dijo la señorita Jellyby, ablandándose—. Espero que no. Trataré de hacer que se sienta a gusto y contento cuando venga a verme, y Peepy y los demás pueden venir a verme por turno, y entonces ya me encargaré yo de que estén bien atendidos.

La pobre Caddy era muy afectuosa. Según iba hablando de aquellas cosas se iba ablandando cada vez más, y tanto lloró al trazar la imagen de aquel hogar imaginario que se había ido creando, que Peepy se emocionó en su refugio debajo del piano y se tiró al suelo con grandes lamentaciones. No pudimos lograr que se tranquilizara hasta que lo llevé a dar un beso a su hermana, lo volví a sentar en mis rodillas y le demostramos que Caddy se estaba riendo (se puso a reír adrede por eso); e incluso entonces, para que siquiera tranquilo tuvimos que permitirle que nos fuera cogiendo de la barbilla por turnos y nos pasara la mano por la cara, una por una. Por fin, como no estaba de ánimo para volver a jugar detrás del piano, lo colocamos en una silla para que mirase por la ventana, y la señorita Jellyby, que lo tenía agarrado de una pierna, siguió con sus confidencias.

—Todo empezó cuando vinieron ustedes a casa —dijo.

Naturalmente, le preguntamos por qué.

—Me di cuenta de que era tan torpe —replicó— que decidí corregirme en ese sentido, por lo menos, y aprender a bailar. Le dije a Madre que estaba avergonzada de mí misma y que tenía que aprender a bailar. Madre me miró con ese aire provocador suyo, como si yo fuera invisible, pero yo estaba decidida a aprender a bailar y empecé a ir a la Academia del señor Turveydrop, en la Calle Newman.

—Y fue allí donde… —empecé a decir yo.

—Sí, allí fue —dijo Caddy—, y ahora estoy comprometida con el señor Turveydrop. Hay dos señores Turveydrop, padre e hijo. Lo único que desearía es que me hubieran dado una educación mejor, para ser mejor esposa, porque lo quiero mucho.

Other books

The Church of Mercy by Pope Francis
Gray (Awakening Book 1) by Shannon Reber
Forever and Always by H. T. Night
The 6th Power by Justin David Walker
Secrecy by Belva Plain
Up In A Heaval by Anthony, Piers
Sealed with a Diss by Lisi Harrison