Casa desolada (62 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

BOOK: Casa desolada
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—Yo no tenía nada. No tengo más que su firma. Que caigan sobre él la plaga, la pestilencia y el hambre, la muerte en la batalla y la muerte repentina —dice el viejo, que convierte en maldición una de las pocas oraciones que recuerda
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, y aprieta su gorra de terciopelo con manos indignadas—. Tengo un millón de sus firmas, ¡diría yo! Pero usted —recuperando repentinamente su tono dulce, mientras Judy le vuelve a colocar la gorra en la cabeza de bola de billar—, usted, mi querido señor George, probablemente tendrá alguna carta o algún documento que podría valer. Bastaría con cualquier cosa escrita por su mano.

—Quizá podría tener algo escrito por su mano —dice pensativo el soldado.

—¡Mi querido amigo!

—Quizá podría y quizá no.

—Ja! —dice el Abuelo Smallweed, alicaído.

—Pero aunque tuviera montones, no enseñaría a nadie ni lo suficiente para envolver un cartucho sin saber para qué.

—Señor mío, ya le he dicho para qué. Mi querido señor George, ya le he dicho para qué.

—No lo suficiente —dice el soldado, negando con la cabeza—. Tendría que saber algo más y estar de acuerdo.

—Entonces, ¿quiere usted venir a ver al abogado? Mi querido amigo, ¿querrá usted venir a ver a ese caballero? —exhorta el Abuelo Smallweed, que saca un viejo reloj de plata muy plano con unas manos flacas como las piernas de un esqueleto—. Le dije que era probable que pudiera ir a visitarle entre las diez y las once de la mañana, y ya son las diez y media. ¿Querrá usted venir a ver a ese caballero, señor George?

—¡Ejem! —es la grave respuesta—. No me importaría. Aunque no entiendo por qué le importan tanto a usted.

—A mí me importa todo, si tengo una oportunidad de sacar algo a la luz en relación con él. ¿No nos ha engañado a todos? ¿No nos debía a todos sumas inmensas? ¿Por qué me importa? ¿A quién le puede importar más que a mí todo lo que se refiera a él? No es, amigo mío —dice el Abuelo Smallweed bajando la voz—, que pretenda yo que vaya usted a traicionar nada. Lejos de mí. ¿Querrá usted venir, mi querido amigo?

—¡Sí! Iré dentro de un minuto. Pero desde luego no prometo nada.

—No, mi querido señor George, no.

—¿Y pretende usted decirme que me va usted a llevar a su casa, dondequiera que esté, sin cobrarme el coche? —pregunta el señor George, mientras saca el sombrero y sus gruesos guantes de cuero.

Esa broma le resulta tan divertida al señor Smallweed que se queda riendo en voz baja y durante mucho tiempo ante el fuego. Pero mientras se ríe echa una mirada por encima de su hombro paralítico al señor George, y lo contempla ansiosamente mientras este último abre el candado de una alacena al otro extremo de la galería, escudriña acá y allá, lo dobla y se lo mete en el bolsillo del pecho. Entonces Judy da un golpecito al señor Smallweed y el señor Smallweed da un golpecito a Judy.

—Estoy listo —dice el soldado al volver—. Phil, puedes llevar a este anciano caballero a su coche, no te costará trabajo.

—¡Cielo santo! ¡Dios mío! ¡Un momento, por favor! —exclama el señor Smallweed—. ¡Es tan brusco! ¿Está seguro de que puede usted cargar conmigo, señor mío?

Phil no replica, sino que levanta la silla con su carga, se desliza de lado, abrazado fervientemente por el señor Smallweed, que ahora no dice nada, y recorre rápido el pasillo como si le hubieran dado la agradable orden de llevar al venerable caballero al volcán más cercano. Sin embargo, como a plazo más corto sólo ha de llevarlo al Simón, allí es donde lo deposita, y la bella Judy se sienta a su lado, y la silla pasa a embellecer el techo del coche, mientras el señor George pasa a ocupar la plaza vacía en el pescante.

El señor George queda totalmente confuso ante el espectáculo que se extiende a su vista periódicamente cuando contempla el interior del coche por la ventanilla que tiene a sus espaldas, al ver que la sombría Judy permanece todo el tiempo inmóvil y que el anciano caballero, con la gorra tapándole un ojo, no hace más que resbalar de su asiento hacia el montón de paja, y con el otro ojo no cesa de mirarlo, con la expresión impotente de alguien a quien hacen sufrir todos los baches.

27. Más de un ex soldado

El señor George no tiene gran distancia que recorrer, cruzado de brazos en el pescante, hasta que llegan a su destino en Lincoln’s Inn Fields. Cuando el conductor frena sus caballos, el señor George se apea y al mirar por la ventanilla dice:

—O sea, que su cliente es el señor Tulkinghorn, ¿eh?

—Sí, mi querido amigo. ¿Le conoce usted, señor George?

—Hombre, ya sé quién es…, y además creo que lo he visto. Pero no lo conozco, y no creo que él me conozca a mí.

Después llevan arriba al señor Smallweed, lo cual se hace a la perfección con la ayuda del soldado. Lo llevan a la gran sala del señor Tulkinghorn, y lo depositan en la alfombra turca ante la chimenea. El señor Tulkinghorn no está ahora mismo, pero no tardará en volver. Tras decir esto, el ocupante del reclinatorio de la entrada atiza el fuego y deja al triunvirato que se vaya calentando.

El señor George siente gran curiosidad por esta sala. Contempla el techo pintado, mira los viejos libros de derecho, contempla los retratos de los grandes clientes, lee en voz alta los nombres de las cajas.

—Sir Leicester Dedlock, Baronet —lee pensativo el señor George—. ¡Ah! «Mansión de Chesney Wold». ¡Jem! —y el señor George se queda mirando largo rato las cajas, como si fueran cuadros, y vuelve hacia la chimenea, repitiendo:— Sir Leicester Dedlock y Mansión de Chesney Wold, ¿eh?

—¡Tiene una fortuna, señor George! —murmura el Abuelo Smallweed, que se frota las piernas—. ¡Es riquísimo!

—¿De quién habla? ¿De este viejo o del baronet?

—De este caballero, de este caballero.

—Eso me han dicho, y también que sabe algunas cosillas, apuesto. Tampoco está mal el acuartelamiento —comenta el señor George, echando otra mirada—. ¡Mire esa caja fuerte!

La respuesta queda abortada por la llegada del señor Tulkinghorn. Naturalmente, no ha cambiado en nada. Va vestido con su ropa descolorida de siempre, lleva las gafas en la mano y hasta el estuche de éstas está raído. Sus modales son furtivos y secos. Su voz, ronca y baja. Su rostro, observador tras una persiana, como es habitual en él, no carente de un gesto de censura y quizá de desprecio. Es posible que la nobleza tenga adoradores más fervientes y creyentes más fieles que el señor Tulkinghorn, después de todo, si todo se pudiera saber.

—¡Buenos días, señor Smallweed, buenos días! —dice al entrar—. Veo que me ha traído usted al sargento. Siéntese, sargento.

Mientras el señor Tulkinghorn se quita los guantes y los pone dentro de su sombrero, mira con ojos entornados al otro lado de la sala, donde está el soldado, y quizá se dice para sus adentros: «¡Me parece que me vas a valer, chico!».

—¡Siéntese!, sargento —repite al acercarse a la mesa, que está junto a la chimenea, y ocupar su sillón— ¡Qué mañana más fría y desapacible! —y el señor Tulkinghorn se calienta ante la reja de la chimenea, primero las palmas y después los nudillos de las manos, y mira (tras esa persiana que, según sabemos, está siempre bajada) al trío sentado en un pequeño semicírculo ante él—. ¡Creo que ya sé de qué se trata, señor Smallweed! —(y quizá sea cierto en más de un sentido). El anciano caballero se ve sacudido una vez más por Judy para que participe en la conversación—. Ya veo que ha traído usted a nuestro buen amigo el sargento.

—Sí, señor —replica el señor Smallweed, totalmente servil ante la riqueza y la influencia del abogado.

—¿Y qué dice el sargento de este negocio?

—Señor George —dice el Abuelo Smallweed con un movimiento tembloroso de la mano reseca—, éste es el caballero del que le he hablado.

El señor George saluda al caballero, pero aparte de eso mantiene un silencio total y sigue sentado tieso en la silla, como si llevara encima todo el equipo reglamentario para un día de marcha.

El señor Tulkinghorn continúa:

—Bueno, George… Creo que se llama usted George, ¿no?

—Efectivamente, señor.

—¿Qué dice usted, George?

—Con su permiso, señor —responde el soldado—, pero primero desearía saber qué es lo que dice
usted
.

—¿Se refiere usted a qué recompensa ofrezco?

—Me refiero a todo, señor.

Esto le resulta tan exasperante al señor Smallweed que de pronto empieza a gritar:

—¡Bestia infernal! —y de forma igualmente repentina pide perdón al señor Tulkinghorn para excusarse por este lapsus y dice a Judy:— Estaba pensando en tu abuela, hija mía.

—Yo había supuesto, sargento —sigue diciendo el señor Tulkinghorn, inclinándose hacia un lado de la silla y cruzando las piernas—, que el señor Smallweed quizá hubiera explicado suficientemente el asunto. Pero eso es lo de menos. Usted sirvió cierto tiempo a las órdenes del Capitán Hawdon, lo ayudó cuando estuvo enfermo y le hizo muchos pequeños favores, y según me dicen gozaba usted de su confianza. ¿Es verdad o no?

—Sí, señor; es verdad —dice el señor George con laconismo militar.

—Por consiguiente, es posible que tenga usted en su posesión algo, lo que sea, no importa: cuentas, instrucciones, órdenes, una carta, cualquier cosa; algo escrito por el Capitán Hawdon. Deseo comparar su letra con unas muestras que tengo. Si puede usted darme la oportunidad, le compensaré la molestia. Estoy seguro de que consideraría usted suficiente tres, cuatro o cinco guineas.

—¡Generosísimo, amigo mío! —exclama el Abuelo Smallweed, que parpadea nervioso.

—Si no es así, dígame lo que le parece, conforme a su conciencia de soldado, que podría exigir. No es necesario que se deshaga usted de los papeles si no lo desea, aunque yo preferiría quedarme con ellos.

El señor George sigue tieso en su silla, exactamente en la misma postura que antes; contempla las pinturas del techo y no dice una palabra. El irascible señor Smallweed da manotazos al aire.

—De lo que se trata —dice el señor Tulkinghorn con su aire metódico, suave, ininteresante— es, en primer lugar, de saber si tiene usted algo escrito por el Capitán Hawdon.

—En primer lugar, sí tengo algo escrito por el Capitán Hawdon, señor —repite el señor George.

—En segundo lugar, de saber qué suma puede compensarle a usted por la molestia de traérmelo.

—En tercer lugar, puede usted juzgar por sí mismo si se parece en absoluto a esta letra —dice el señor Tulkinghorn, que de pronto le pasa unas hojas escritas y atadas en un fajo.

—Si se parece en absoluto a esa letra. Muy bien —repite el señor George.

Las tres veces que el señor George repite lo que le han dicho, lo hace de manera mecánica, mirando a los ojos al señor Tulkinghorn, y ni siquiera echa un vistazo a la declaración jurada en el caso de Jarndyce y Jarndyce que le han dado para que la inspeccione (aunque todavía la tiene en la mano), sino que sigue mirando al abogado con aire de reflexión inquieta.

—Bueno —dice el señor Tulkinghorn—, ¿qué dice usted?

—Bueno, señor —replica el señor George, que se pone en pie y parece adquirir una estatura inmensa—, si no le importa, prefiero no tener nada que ver con todo esto.

El señor Tulkinghorn parece quedarse tan tranquilo y pregunta:

—¿Por qué no?

—Pues mire, señor —responde el soldado—, salvo que se trate de una cuestión militar, yo no soy un hombre muy práctico. En el mundo civil soy lo que algunos calificarían de un inútil. No entiendo nada de pluma, señor. Estoy más capacitado para aguantar un fuego cruzado que un interrogatorio. Ya le he dicho al señor Smallweed, hace una hora o dos, que cuando se me plantean cosas de este tipo me siento sofocar. Y eso es lo que siento ahora —dice el señor George, mirando a los presentes.

Una vez dicho esto, da tres zancadas adelante para volver a poner los papeles en la mesa del abogado, y otras tres zancadas atrás para volver a ocupar el mismo sitio, que antes, donde se queda perfectamente rígido, aunque esta vez mira al suelo en lugar de a las pinturas del techo, con las manos a la espalda, como para que no se le puedan dar más documentos de ningún tipo.

Ante tamaña provocación, el señor Smallweed tiene su adjetivo favorito tan en la punta de la lengua que comienza a mezclar las palabras «Mi querido amigo» con las sílabas «Infer…», con lo cual el pronombre posesivo se convierte en «Infermi», y parece como si se le hubiera trabado la lengua. Pero una vez pasada esta dificultad, exhorta a su querido amigo con la mayor dulzura a que no sea impulsivo, sino que haga lo que le pide un caballero tan eminente, y lo haga con buenos modales, en el convencimiento que debe ser algo impecable, además de rentable. El señor Tulkinghorn se limita a intercalar una frase de vez en cuando, como «Usted es quien mejor sabe lo que le interesa, sargento», o «Asegúrese usted de que no está perjudicando a nadie», o «Haga usted como quiera, como quiera», o «Si ya está usted decidido, no hay más que hablar». Todo ello lo dice con aire de perfecta indiferencia, mientras ojea los papeles que tiene en la mesa y se dispone a escribir una carta.

El señor George mira con desconfianza de las pinturas del techo al suelo, del señor Smallweed al señor Tulkinghorn y del señor Tulkinghorn a las pinturas del techo, y en su perplejidad cambia a menudo la pierna en la que se apoya.

—Le aseguro, caballero —dice el señor George— que, sin ánimo de ofender, entre usted y aquí el señor Smallweed me siento más que sofocado. De verdad, señor. No puedo medirme con ustedes. ¿Me permite usted preguntarle por qué desea usted ver la letra del capitán, en caso de que pueda encontrar algún ejemplo de ella?

El señor Tulkinghorn niega pausadamente con la cabeza.

—No. Sargento, si fuera usted hombre de negocios no haría falta decirle que existen motivos confidenciales, completamente inocuos en sí mismos, para deseos de ese género, en la profesión a la que pertenezco. Pero si teme causar algún perjuicio al Capitán Hawdon, puede usted tranquilizarse al respecto.

—¡Ah! Pero ya ha muerto, caballero.

—¿Ha muerto? —y el señor Tulkinghorn se dispone tranquilamente a ponerse a escribir.

—Bueno, señor mío —dice el soldado, mirándose el sombrero, tras otra pausa desconcertada—, siento no haberle sido de más utilidad—. Si pudiera serle de utilidad a alguien es que me viera confirmado en mi opinión de que prefiero no tener nada que ver con esto, pues hay un amigo mío que tiene mejor cabeza para los negocios que yo y que es un ex soldado; estoy dispuesto a consultar con él y… me siento tan completamente sofocado ahora mismo —dice el señor George, pasándose desesperadamente la mano por la frente— que no sé ni lo que puede serme de utilidad a mí.

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