Castigo (12 page)

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Authors: Anne Holt

BOOK: Castigo
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—Qué... ¡Qué cosa tan increíblemente preciosa!

Inger Johanne se acercó uno de los generales a los ojos. Estaba cómodamente montado sobre su caballo, a distancia segura de la batalla. Se le veían perfectamente los ojos azul claro con un atisbo de negro en las pupilas. Al caballo le salía espuma de la boca, y ella casi podía sentir el calor del animal sudado.

—¿Dónde...? ¿Lo ha hecho usted? ¡Nunca en la vida había visto nada parecido!

Aksel Seier no contestó. Inger Johanne oyó el entrechocar de cacerolas. El hombre se había escondido tras el banco de la cocina.

—¿Café? —le preguntó con esfuerzo.

—No, gracias. Bueno, sí... Si va a preparar de todos modos; si no, no hace falta que lo haga por mí.

—Una cerveza.

No sonaba como una pregunta.

—Sí, gracias —respondió ella dudosa—. Me tomaría encantada una cerveza.

Aksel Seier se levantó y cerró la puerta del armario de una patada. Parecía aliviado. La nevera emitió un zumbido desganado cuando sacó un par de latas. El enervante ruido languideció en un suspiro. Los rayos de sol se colaban a través de los cristales sucios y el polvo danzaba sobre las franjas de luz proyectadas en el suelo. Un gato salió de algún recoveco de la cocina. Maulló y se restregó contra las pantorrillas de Inger Johanne, para luego desaparecer por la gatera de la puerta. Junto al mascarón de proa, detrás de los soldaditos, había una barrica de pescador con los flejes oxidados. Sobre la tapa descansaba una muñeca de plástico con ropa de lapón. Los colores, rojo, azul, amarillo y verde, que alguna vez habían sido vivos y claros, habían empalidecido hasta adquirir un manso tono pastel. La mirada vacía de la muñeca estaba fija sobre la pared de enfrente, recubierta por un impresionante bordado, casi un tapiz. El motivo, figurativo en una esquina (representaba a un caballero medieval listo para un torneo, con su armadura y su lanza en alto), se transformaba gradualmente en la orgía de color abstracta que se apreciaba en la esquina superior derecha.

—Tengo que... ¿Todas estas cosas maravillosas las ha hecho usted?

Aksel Seier se quedó mirándola. Lentamente se llevó la lata de cerveza a la boca. Bebió y se secó con la manga.

—¿Qué has dicho?

—¿Usted ha...?

—Al llegar. Has dicho algo de que yo...

—Tengo motivos para creer que le condenaron aunque era inocente.

Ella posó en él los ojos, intentando decir algo más. Él retrocedió un paso, como si la luz del sol procedente de la ventana lo intimidara. Asintió levemente con la cabeza, y el flequillo, pesado y gris, le cayó sobre la frente, tapándole los ojos. Al contemplarlo, ella se arrepintió horriblemente de haber ido a verlo.

No tenía nada que ofrecerle: ni desagravio ni rehabilitación de su honra ni compensación por los años perdidos, tanto dentro como fuera de la cárcel. Inger Johanne había venido desde el otro lado del mar, casi por impulso, sin otra cosa en la maleta que la férrea convicción de una anciana y un montón de preguntas sin respuesta. Si era verdad que Aksel Seier había sido condenado injustamente por el peor de los delitos, por la más sucia de las agresiones, ¿cómo lo había marcado esa experiencia? ¿Cómo le habría sentado eso de que alguien, después de tantos años, le dijera «Creo que eres inocente»? Inger Johanne no tenía derecho a hacer esto. No habría debido venir.

—Quiero decir... Algunas personas han examinado más a fondo su caso... Una persona... Ella está... ¿Podríamos sentarnos?

Él estaba petrificado. Uno de los brazos le colgaba laxo a un costado, describiendo un movimiento pendular casi imperceptible, al compás del corazón, adelante y atrás, adelante y atrás. En la mano izquierda sostenía la lata de cerveza, que parecía a punto de caerse. Seguía escondido tras su flequillo grasiento. Sus ojos destellaban con expresión impenetrable.

—Creo que sería mejor que nos sentáramos, señor Seier.

Emitió un ruido gutural, un carraspeo involuntario, como si en realidad quisiera tragar, pero se le hubiera atascado algo en la garganta. Primero ella creyó que estaba intentando contener el llanto. Pero luego él volvió a hacer el mismo ruido, como si tuviera hipo. Con el pulso trémulo, dejó la lata de cerveza sobre la mesa.

—Señor Seier —repitió él con voz áspera—. Hacía muchos años que nadie me llamaba así. ¿Quién eres tú?

—¿Sabe qué? —Ella se apartó con cuidado del escenario de la batalla—. Me gustaría invitarle a comer a un restaurante. Podemos comer algo mientras le explico por qué he venido. Creo que tengo muchas cosas que contarle.

«Mentira —pensó ella—. No tengo casi nada que contarte. Vengo con mil preguntas cuya respuesta es importante para mí conocer. Para mí y para una anciana que se mantiene con vida a la espera de esas respuestas. Te estoy engañando. Te estoy despistando. Me aprovecho de ti.»

—¿Dónde le sirven a uno comida decente en esta ciudad? —le preguntó con desenfado.

—Ven conmigo —dijo él y se dirigió hacia la puerta.

Inger Johanne pisó sin querer a un general que crujió suavemente contra el suelo. Levantó el pie desesperada. La figura estaba pulverizada, y pequeños fragmentos azules y amarillos se habían adherido a su zapato.

Aksel Seier se quedó mirándolo, inmóvil. Luego la miró a la cara.

—¿Lo crees de verdad? ¿Crees en mi
innocence
? —Dio media vuelta, inmediatamente, sin esperar respuesta.

21

La chica nueva se llamaba Sarah. Era tan grande como Emilie, a pesar de que tenía un año menos. Costaba un poco consolarla, como a papá. Cuando murió mamá, Emilie había deseado consolarlo con toda su alma. Después del funeral, y cuando la casa ya no estaba llena de gente que pretendía ayudarlos, él no quería llorar delante de ella. Pero ella sabía cómo se sentía. Lo había oído por las noches, cuando él creía que dormía y se tapaba la cabeza con la almohada para asegurarse de que ella no lo oía. Emilie quería consolarlo, pero era imposible porque él era un adulto. Era mayor que ella. No había nada que ella pudiera decir o hacer. Cuando, a pesar de todo, lo intentaba, él le dedicaba una enorme sonrisa, se levantaba de la cama y preparaba unos gofres mientras le hablaba de las vacaciones que se iban a tomar en verano.

Algo parecido pasaba con Sarah. Lloraba y lloraba, pero por lo visto era demasiado mayor para que la consolaran. En realidad Emilie se había alegrado de que llegara Sarah. Era mucho mejor ser dos, especialmente ser dos chicas, y aún mejor era que Sarah tuviera casi la misma edad que ella. Eso era lo único que Emilie sabía de Sarah, aparte de su nombre. Cada vez que intentaba hablar con ella, Sarah se echaba a llorar. Balbucía algo sobre una abuela y un autobús. Quizá la abuela fuera conductora de autobús y Sarah creyera que vendría a rescatarlas. Como ella, que de vez en cuando seguía creyendo que mamá cuidaba de ella, engalanada con su vestido rojo y sus pendientes de diamantes en forma de ciruela.

Sarah no había entendido que lo más inteligente era ser amable con el señor.

Al fin y al cabo les traía comida y bebida, y no hacía mucho que había aparecido con un caballo para la Barbie. Cuando Emilie sonreía, daba las gracias, era amable y cortés, el señor sonreía también. Cuando la miraba, a ella se le figuraba que se animaba, que se ponía más contento. En cambio, Sarah lo había mordido. En el momento en que entraron en la habitación, ella le había hincado los dientes en el brazo. Él había pegado un chillido y le había atizado un buen sopapo en la cara a Sarah, que empezó a sangrar justo encima del ojo. Todavía tenía una buena herida con sangre que no acababa de secarse.

—Tienes que ser buena con el señor —le aconsejó Emilie sentándose en la cama junto a ella—. Nos trae comida y regalos. Más vale ser educada, yo creo que en realidad él es bastante bueno.

—Me peg... peg... me pegó —sollozó Sarah, llevándose la mano al ojo—. Dijo que era el nuevo...

Emilie no pudo entender el resto de la frase. Estaba un poco mareada. De nuevo la invadía esa vieja sensación, ese pensamiento desagradable, nauseabundo, de que no quedaba más oxígeno en el sótano. Lo mejor sería que se tumbara y cerrara los ojos.

—Dijo que era el nuevo novio de mamá —barbotó Sarah, ahogada por el llanto.

Emilie no sabía si había dormido algo. Hizo chascar la lengua varias veces. Le sabía a sueño. Además, le pesaban los párpados.

—Mamá se ha echado un nuevo novio al que yo iba a conocer ma... maña...

Emilie se incorporó lentamente. Ahora le resultaba más fácil respirar.

—Intenta respirar con tranquilidad —le recomendó. Es lo que mamá solía decirle cuando lloraba tanto que le faltaba el aliento para hablar—. Respira tranquilamente. Hacia dentro y hacia fuera. Hay un montón de oxígeno aquí. ¿Ves ese respiradero del techo?

Lo señaló y Sarah asintió con la cabeza.

—Por ahí nos manda el aire. El señor, quiero decir. Nos manda un montón de oxígeno aquí al sótano para que podamos respirar aunque no haya ventanas. No tienes por qué tener miedo. Si quieres, te presto mi Barbie. ¿Tu abuela es conductora de autobús?

Daba la impresión de que Sarah estaba completamente agotada. Tenía la cara pálida y cubierta de manchas rojas, y los ojos tan hinchados que estaban casi completamente cerrados.

—La abuela es electricista —dijo, por primera vez sin echarse a llorar.

—Mi madre está muerta —dijo Emilie.

—Mi madre tiene un novio nuevo —dijo Sarah y se sorbió los mocos.

—¿Es majo?

—No lo sé, lo iba a conocer...

—No llores ya más —le soltó Emilie, irritada.

El señor podía estar escuchándolas. Aunque no estuviera allí, tal vez había puesto micrófonos en algún sitio. Emilie lo había estado pensando, había visto ese tipo de cosas en las películas. Por alguna razón, no se atrevía a comprobarlo. Al principio, cuando acababa de llegar, había recorrido la habitación buscando algo, aunque no sabía exactamente qué. No había encontrado nada, pero sabía que había micrófonos tan pequeños que cabían en una muela. Eran tan pequeños que no se veían, hacía falta un microscopio. Quizás el hombre estuviera sentado en algún sitio desde donde no sólo podía oírlas, sino incluso verlas. También había cámaras diminutas, tan pequeñas como la cabeza de un clavo, y aquí había muchos clavos en las paredes. Emilie había visto una vez una película que se titulaba
Cariño, he encogido a los niños.
Iba de un padre un poco loco, pero bastante mono, que se dedicaba a hacer experimentos en el desván. Los niños encontraban algo que no era asunto suyo y se hacían muy pequeños, como insectos. Nadie podía verlos. El señor podía verlas a ellas. Casi seguro que estaba ante una pantalla de televisión, con unos auriculares puestos, y sabía exactamente lo que estaban haciendo.

—Sonríe —susurró Emilie.

Sarah estaba llorando otra vez, y Emilie le tapó la boca con la mano.

—Tienes que sonreír —le ordenó, torciendo los labios en una especie de sonrisa—. Nos está viendo.

Sarah se soltó.

—Dijo que era el nov... nov... novio de...

Emilie cerró los ojos con fuerza y se tumbó en la cama. Casi no había sitio para las dos. Empujó a Sarah y se puso de cara a la pared. Cuando apretaba mucho los párpados, era como si se encendiera una luz dentro de su cabeza, y entonces ella era capaz de ver cosas. Veía a papá, que la estaba buscando y llevaba una camisa de franela. La buscaba entre las flores silvestres de la colina que había detrás de casa. Llevaba una lupa y creía que alguien la había encogido.

Emilie deseaba que Sarah no hubiera venido nunca.

22

En el lugar donde fue encontrada la cartera de Emilie Selbu, en un sendero solitario entre dos calles con tráfico, había ahora un mar de flores. Algunas estaban medio secas, otras ya estaban muertas. Aquí y allá había rosas frescas metidas en pequeños jarrones de plástico. Dibujos infantiles ondeaban silenciosamente al viento de la noche.

Una panda de adolescentes se acercó. Iban en bicicleta, berreando y riendo, pero bajaron la voz cuando hicieron un rodeo para evitar las flores y las cartas. Una chiquilla de unos catorce años posó el pie en el suelo y, tras unos segundos de silencio, maldijo bien alto y bien claro, meneando la cabeza, antes de ponerse a pedalear salvajemente detrás de los demás.

El hombre se bajó la visera de la gorra casi hasta los ojos, mientras se llevaba la otra mano al interior de los pantalones. Quizá se atrevería a acercarse un poco más. La idea de estar inclinado sobre el lugar, sobre el sitio en que raptaron a Emilie, justamente donde se la llevaron, hacía que le ardiera la entrepierna. Perdió el equilibrio y tuvo que apoyar la cadera contra un árbol para no caerse. Jadeó y se mordió el labio.

—¿Qué coño estás haciendo?

Dos personas se aproximaron por detrás. Salieron de la nada, de la espesura. Sorprendido, él se volvió hacia ellos —sin soltarse el sexo, que empezaba a ponérsele flácido entre los dedos— intentando sonreír.

—Na... nada —tartamudeó.

—Está... ¡Joder, se la está pelando!

Les llevó dos minutos reducirlo, pero no se conformaron con eso. Cuando el hombre vestido de paramilitar entró dando tumbos en la comisaría, empujado por una recién surgida patrulla ciudadana, tenía el ojo derecho hinchado y amoratado. Le sangraba la nariz y todo apuntaba a que tenía el brazo roto.

No dijo nada, ni siquiera cuando la policía le preguntó si necesitaba un médico.

23

—¿Está seguro de que no quiere que hablemos en inglés?

Él negó con la cabeza. En un par de ocasiones, a Inger Johanne le había parecido que él no entendía lo que le estaba diciendo. Ella había repetido lo mismo con otras palabras, más sencillas. No era fácil saber si había servido para algo. Él no cambiaba su expresión y decía muy poca cosa.

Aksel Seier había pedido filete
mignon
y una cerveza. Inger Johanne se conformó con una ensalada cesar y un vaso de agua con hielo. Eran los únicos clientes en el 400 Club, una mezcla rural de restaurante y
diner,
a sólo siete minutos a pie de Ocean Avenue. Aksel Seier se había dirigido primero a su coche, pero se había encogido de hombros y había accedido a ir caminando cuando Inger Johanne insistió. Era demasiado tarde para almorzar, demasiado temprano para cenar. La cocina funcionaba a medio gas. Antes de que les llevaran la comida, a Inger Johanne le había dado tiempo de hablarle a Aksel Seier de Alvhild Sofienberg, la señora que en su momento se había interesado tanto por su caso, pero luego se había visto forzada a dejarlo de lado. Le había contado que ahora Alvhild, todos estos años más tarde, quería averiguar por qué lo habían condenado primero para soltarlo de pronto, casi nueve años después. Inger Johanne le describió la vana búsqueda de los documentos relativos al caso. Al final, y casi a modo de apostilla banal, le explicó el motivo de su propio interés por su historia.

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