Catalina la fugitiva de San Benito (34 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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—¡Dejad el candil aquí e id por más luz!

La muchacha obedeció, regresando al punto con un velón de múltiples pantallas que aumentó considerablemente la intensidad del resplandor que alumbraba la escena.

Entonces el padre aproximó la patena a la fuente de luz; no se veía el menor rastro de aliento.

—Todo ha terminado. El Señor la habrá acogido en su seno. Dadme los santos óleos, que la voy a ungir.

—Le vais a administrar el santo viático... —Y dirigiéndose a Catalina—: No quiero responder ante Dios de la ineptitud de esta irresponsable.

—Sor Gabriela, la reverenda madre ha entregado su alma a Dios.

—Vos no sois médico. No podéis saber con certeza si la priora ha fallecido.

—Es evidente.

—Para mí no lo es tanto.

La mano de Catalina temblaba de tal manera que la luz del velón hacía que las sombras chinescas de los perfiles de ambos personajes crecieran y decrecieran en la pared del fondo.

—Traed el candelero aquí y parad de temblar, ¡inútil!

La voz de la prefecta restalló como un látigo. Catalina se acercó. La monja había dejado los santos óleos en el alféizar interior de la ventana del rellano e inclinándose sobre el cuerpo de la priora le sujetaba la frente con la mano derecha en tanto que con la izquierda le bajaba la mandíbula inferior.

—¿Veis? El
rigor mortis
aún no ha aparecido; le quedan unos segundos. ¡Dadle la comunión!

El padre Rivadeneira estaba impresionado. Abrió la cajita de oro y tomando una forma se aproximó a la monja.

—¡Dadle dos! ¿No decís siempre que es mejor comulgar más veces para recibir más Dios? ¡Pues sed consecuente! De esta manera tendrá alimento para el viaje.

El cura, sin hacer comentario alguno, a la asombrada luz del velón que sostenía Catalina colocó en la abierta boca de la priora, dos sagradas formas.

Luego la prefecta se volvió hacia Catalina:

—¡Dadme vuestro ceñidor!

La muchacha, terriblemente asustada, dejó el velón en el suelo y tras desanudarse el cordón se lo entregó a la monja. Esta, tomando el cíngulo, procedió imperturbable a sujetar la mandíbula inferior de la priora de forma que la boca quedara firmemente cerrada.

—¡Ahora, los óleos!

El cura, sin rechistar, al tiempo que rezaba las oraciones correspondientes fue ungiendo con los sagrados aceites la frente, los ojos, la boca, el pecho, las manos y los pies de la difunta. Cuando todo terminó, la prefecta ordenó con voz silbante:

—Vos, paternidad, que sois más fuerte, cogeréis a la priora por los sobacos y vos Catalina por las piernas. Dadme el velón, que yo os alumbraré el camino. Hemos de depositarla en su celda para antes de que terminen las completas. Dejaremos en el alféizar los óleos y el candil; luego regresaréis a buscarlo.

La fúnebre procesión se puso en marcha. Abría el paso sor Gabriela con el velón alzado sobre su cabeza, luego iba Catalina llevando a la difunta cogida por los tobillos y cerraba el fraile revestido con los ornamentos, que sujetaba a la priora por las axilas. De esta manera, muy lentamente y realizando un par de paradas a fin de que el cura se repusiera, ya que resoplaba como la fragua de Vulcano, fueron atravesando el desierto monasterio; en fecha tan señalada todo el personal estaba recogido en la iglesia. De esta manera llegaron a la vacía celda.

Cuando la reverenda madre ya estuvo depositada en su lecho, la prefecta se revolvió como un basilisco hacia Catalina:

—¡Sois una auténtica nulidad y no se puede confiar en vos! ¡Si no procedo con diligencia, por vuestra culpa la reverenda madre hubiera podido morir sin comunión! Rogad a Dios para que mis hermanas no me elijan para ocupar el cargo de priora de San Benito... Si tal sucede se os habrá terminado la ridícula indulgencia de que habéis gozado tantos años. Y ahora, explicadme paso a paso todo lo acaecido y por qué no habéis obedecido mis órdenes.

Catalina explicó punto por punto lo ocurrido aquella noche. Cuando terminó, la monja se volvió hacia el fraile, que presenciaba atónito la escena:

—¿Habéis oído a esta insensata? —Luego se dirigió hacia Catalina—: ¿No os dije acaso que recabarais la ayuda de sor Úrsula y de sor Hildefonsa? ¿Necesito explicaros que, tras tomar la pócima, la reverenda no podía hacer esfuerzo alguno ya que de lo contrario le podía sobrevenir un colapso, como así ha sido? ¿He de explicar a una zafia como vos que los humores líquidos que están en el cuerpo, a causa del esfuerzo bajan al corazón y lo detienen, y que por eso debían llevarla a la iglesia dos monjas fuertes y robustas a fin de que ella no padeciera la menor fatiga?

Catalina estaba en un rincón cubriéndose el rostro con las manos y llorando en silencio, abrumada por la tragedia que su descuido e impericia habían ocasionado y sintiéndose el ser más ruin y desgraciado del universo.

Ahora la prefecta se dirigía de nuevo al fraile:

—Vos sois testigo ante Dios y lo seréis ante los hombres si conviene, de que esta necia ha podido ser la causante de la muerte de la priora.

Y vos, Catalina, recogeréis los óleos que habéis dejado en la escalera y luego de dejarlos en la sacristía marcharéis a vuestra celda. Mañana os presentaréis en mi despacho después de la misa y hablaremos largo y tendido. ¿Me habéis comprendido? ¡Asesina!

Catalina se tapó la boca con el dorso de la mano, horrorizada por lo que acababa de oír, dio media vuelta y tragándose el llanto salió corriendo de la estancia, trastabillando por el pasillo.

Cuando hubo desaparecido, el padre Rivadeneira se dirigió a la prefecta de novicias:

—Habéis rebasado mi capacidad de asombro. Si vuestras hermanas os eligen, haréis una magnífica priora.

Sor Gabriela, con un rictus sonriente en sus labios, se volvió hacia el cuerpo yaciente de la madre Teresa:

—Descansad mucho en paz, priora, y agradecedme que os haya abreviado el tramo terrenal de este valle de lágrimas a fin de que estéis hoy, octava de san Benito, en las debidas condiciones ante el Señor, en .el paraíso.

Y tras tomar el velón y dejar la estancia en penumbra iluminada únicamente por la pequeña palmatoria que lucía junto al Sagrado Corazón, partieron ambos conspiradores hacia la iglesia del convento.

Algo de luz

Don Martín de Rojo tenía la costumbre de ingerir a media mañana una taza de caldo del mismo que se serviría en la mesa a la hora del almuerzo, pero sin los tropiezos de carne, gallina y verdura que luego sazonarían la sopa. Normalmente se lo servían en su despacho, pero aquella mañana decidió bajar a la cocina sin saber a ciencia cierta el porqué. Allí corroboró lo que ya sabía: su hija Sancha trajinaba siempre entre los peroles, ayudando a la más que endeble economía de la casa, en cambio su otra hija, Violante, no se acercaba a aquellos pagos ni engañada. Se inclinó el hidalgo sobre el gran puchero que colgaba de un gancho sobre el fogón mantenido con fuego de leña debajo de la campana de la chimenea y tomando en su diestra un cacillo lo introdujo en él para extraer un sazonado líquido espeso, humeante y amarillento que, con sumo cuidado a fin de no escaldarse, escanció en el cuenco que tenía en la otra mano; colgó después el cazo en el correspondiente hierro y en tanto soplaba para enfriarlo se dirigió al ventanal.

Mientras su vista recorría el descuidado jardín de su casa, su mente penduleaba entre su flaca economía y el día que se avecinaba, inapelable, de la ceremonia de la toma de velo de Catalina, en el que, acompañada de otras aspirantes, habría de hacer sus primeros votos y cambiaría su toca blanca por la azul de las postulantas. Él, no en calidad de padre, circunstancia que únicamente conocía su hermana, la priora de la comunidad, pero sí de protector del convento y tutor de la muchacha y de tres novicias más, asistiría al acto con el corazón encogido por una turbamulta de emociones y sentimientos contradictorios. Las dudas le asediaban. Ignoraba si aquella decisión, tomada una ya lejana y nebulosa noche de hacía catorce años, había sido totalmente acertada y si su hija iba a ser soportablemente infeliz dedicando su vida a la oración, el ayuno y el sacrificio. Pero... ¿quién era totalmente feliz en este valle de lágrimas? La felicidad era un pájaro exótico y huidizo al que invariablemente perseguía el ser humano; a veces lo alcanzaba y le echaba la red, pero al poco se volvía a escapar, y así una y otra vez. A este intento dedicaba el hombre todos sus esfuerzos y capacidades.

Lo que tranquilizaba su conciencia era la certeza de que jamás eludió sus obligaciones para con ella; que, dentro de su modestia y de sus estrecheces, sus pagos fueron los justos y puntuales y que si alguna vez se retrasó, debido a algún imponderable, posteriormente intentó compensar con creces aquel percance. Con Catalina se había producido en su corazón un extraño proceso. Si bien sabía que el roce hace el cariño, y él únicamente veía a la muchacha una vez al año, la notaba muy próxima y muy querida, ya fuere porque su hermana lo tuviera muy al corriente de sus andanzas, o bien porque las mismas denotaban una decisión y un carácter que para su «hijo» Álvaro hubiera querido. El caso era que le preocupaba en exceso su futuro dentro de la comunidad, ya que la priora, su único agarradero y sostén, no iba a durar eternamente.

La toma de velo le obsesionaba porque representaba un cuantioso dispendio que servía para cubrir la dote de la postulanta y que él quería asumir. En realidad tal obligación recaía sobre la familia, y en el caso de que ésta no pudiera atenderla la novicia ejercería de fámula y realizaría en el convento las más humildes e indignas tareas, y él no deseaba que su hija tuviera que cargar con tales menesteres. El hecho de ser tutor no implicaba obligación económica alguna, ya que cada protector ejercía la tutoría de un número variable de postulantas y novicias, pero su apoyo y asistencia era de orden moral y nada relacionaba a las unas con los otros.

Sin embargo, su conciencia le exigía cumplir aquel deber que sabía ineludible. De no haber intercambiado a las dos criaturas con el fin de tener un heredero de su sangre, el problema no existiría, ya que el hecho de que Catalina hubiera sido una hija natural, de las que el reino estaba saturado, no habría representado escándalo ni vituperio alguno; los conventos y las órdenes religiosas estaban atestados de hijos naturales con apellidos ilustres propios, u otros prestados por padrinos y no por ello de menor prosapia aunque sus verdaderos orígenes fueran de sobra conocidos por el pueblo llano, que no ignoraba que el mismo monarca, su serenísima y cristiana Majestad, Felipe IV, era el auténtico progenitor de don Juan José de Austria, el hijo, se decía, habido con la insigne comedianta María Calderón, más conocida como la Calderona. Aunque gentes allegadas a la Corte retorcían más aún si cabe el argumento diciendo que sabían de buena tinta que cuando el rey envió a su amigo el marqués de la Torre a decirle a su quilotra que el monarca la requería de amores y que él no tenía mas remedio que cederla, ésta ya estaba en el segundo mes de su embarazo, y se cuenta que le respondió: «Pues si os veis obligado a traspasar la tienda, bueno será que, como buen comerciante, lo hagáis con todos los enseres y la mercancía dentro.»

El problema de don Martín residía en que al haber inscrito a Álvaro como primogénito y bajo juramento en el Archivo General de la Nobleza, había avalado su primogenitura y si por un casual dicho lance fuera descubierto, el oprobio y el deshonor caerían sobre su familia.

El conducto para cualquier trámite era siempre a través de su fiel y viejo amigo, el doctor Gómez de León, quien desde el primer momento había ejercido de correo y trataba todo lo referente a Catalina directamente con su hermana, la priora.

Tres fanegas de trigo, diez celemines de aceite, dos carneros, treinta varas de damasco de Flandes y otras tantas de paño de Béjar no eran, precisamente, cantidades y productos desdeñables para su esquilmada economía. Y ésta era la dote estipulada que correspondía a la toma de velo de una postulanta de San Benito.

Treinta y tres eran las monjas que moraban en el convento, una por cada año de la vida del Señor, y según la regla no podían exceder este número; de forma que a medida que se produjeran fallecimientos, las vacantes serían ocupadas por las novicias del último año y las plazas que éstas dejaran libres corresponderían, a su vez, a las postulantas más antiguas que hubieran cumplido los catorce años. Éste era el caso de Catalina.

En estas cavilaciones andaba cuando doña Beatriz, su esposa, lo buscó en la cocina para entregarle dos cartas que acababa de traer la posta real: la primera llevaba, precisamente, el sello de San Benito y la segunda el lacre con el escudo de la casa de don Jerónimo de Villanueva. Esta última la había aguardado, ansiosamente, durante los postreros meses.

—Os he buscado porque sé de la desazón que os proporcionaba la espera de esta misiva —dijo doña Beatriz al entregársela.

—Gracias, señora. Quiera Dios que estas noticias puedan aliviar las cuitas que abruman a esta casa.

Don Martín dejó en el alféizar de la ventana la taza de caldo que tenía en la mano y a la vez tomó las cartas que le entregaba su esposa. Ésta fuese hacia un cajón y extrayendo de él un pequeño cuchillo se lo entregó a fin de que pudiera rasgar los sellos, retirándose después unos pasos; aunque su curiosidad fuera mucha, el respeto a las costumbres, su buena crianza y el protocolo la obligaban a ello.

El hidalgo rasgó el lacre correspondiente al escudo del de Villanueva y, desplegando el apergaminado papiro, leyó:

Dada en Madrid, a 9 de mayo de 1615

De Don Jerónimo Villanueva, Pronotario de Aragón A Don Martín de Rojo e Hinojosa, Señor de Quintanar del Castillo

Mi dilecto y respetado amigo:

Nada me hubiera producido mayor satisfacción que poder haber atendido vuestra solicitud con mayor diligencia, máxime cuando vuestro valedor es don Eduardo de Alburquerque, marqués del Basto, al que me une una grande y antigua amistad. Pero las obligaciones inherentes a mi cargo, unidas a la urgencia que se deriva de la atención que debo prestar a los negocios que me encomienda su Graciosa Majestad, me han impedido, hasta el día de hoy, dar plazo fijo a la entrevista que solicitasteis y que prometí atender y que, supongo, esperáis con verdaderas ansias. Sabed que si está en mi mano el proporcionaros alguna ayuda que sirva para poner un poco de orden en vuestra hacienda en estos tiempos tan desapacibles que nos ha tocado vivir, no dudéis que la tendréis; y si con ello puedo colaborar a que salgáis con bien de vuestros actuales aprietos, me daré por contento. Nada me place más que poder acceder a las demandas de mis amigos, y el señor duque de Alburquerque lo es, y al serlo vos de él también lo sois mío.

El día que os ha sido asignado para la entrevista es el diecinueve del presente mes de mayo de nuestra Señora. La hora, las cinco de la tarde y el lugar mi palacio, que como sabéis y para que os orientéis fácilmente está ubicado junto al convento de San Plácido, del que soy, por real privilegio, protector principal.

A la espera de vuestra visita y con el deseo de haberos alentado en vuestra necesidad, recibid mi cordial saludo.

Firmado y rubricado

Jerónimo Villanueva

Pronotario de Aragón

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