Catalina la fugitiva de San Benito (29 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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Sor Gabriela, cuando todas hubieron salido, se dirigió de nuevo a la sacristía. El padre Rivadeneira, sentado en un imponente sillón de cuero repujado descansaba del trance en el que le había dejado sumido su apocalíptico sermón. Al ver entrar a la monja se puso en pie.

—¿Qué os ha parecido mi prédica, maternidad?

—Como orador sagrado ya os he dicho que sois efectista y culterano, digno émulo de fray Gerundio de Campazas. Pero el texto, padre... creo que lo acomodáis en demasía a vuestros intereses.

—Decid mejor a nuestros intereses, ya que los míos y los vuestros se complementan. Y no olvidéis que yo ya he cumplido la parte de mi trato y meramente me dedico a preparar el camino para que vos podáis cumplir el vuestro.

—De todas formas creo que dais una muy peculiar versión del amor de Dios.

—Creo firmemente en lo que predico. Mi vida fue un tormento de contradicciones y penitencias hasta que, como Saulo, encontré la luz en las palabras de aquel santo varón que en la Corte me condujo hasta la luz de los alumbrados.

—Bien, trataré de entenderos... ya que a mí me guía la luz de la ambición de hacer de San Benito el primer y más preclaro convento de todas las Españas y me apena verlo vivir, o mejor morir, en esta carestía, suplicando siempre ayuda a los protectores y vegetando, más que viviendo, en la miseria, habiendo sido lo que fue y creyendo que lo puede volver a ser bajo la mano firme y segura de una monja joven que lo conduzca por la senda que jamás debió abandonar. Pero eso no ocurrirá en tanto la priora no se haga a un lado.

—Y ¿cómo va el asunto?

—De eso venía a hablaros antes de vuestro sermón, pero no ha habido tiempo.

—Pues decid. Y si os parece ajustemos la puerta y sentémonos calmos, que las paredes oyen.

La monja se sentó en uno de los sillones de la colegiata que estaba en la sacristía a la espera de que el carpintero del convento reparara uno de los brazos que se había desencolado. El fraile, tras cerrar la puerta, lo hizo en el que poco antes había ocupado.

—Soy todo oídos, maternidad.

La madre cruzó los brazos sobre su pecho y metióse las manos dentro de las mangas de su hábito.

—Veréis, mi buen padre, los pasos que anunciasteis se han ido cumpliendo: la madre Teresa está débil, la pócima alivia sus dolores y ella la solicita cada vez con más frecuencia. Pero el tránsito es lento y la demora se me hace insoportable. ¿No podría vuesa merced proporcionarme el remedio del que me habló en cierta ocasión para que, digamos, todo ocurra más deprisa?

El fraile meditaba.

—También mi espera es insufrible y, sin embargo, dulce. El envite es importante, pero el premio final vale la pena. Sed paciente y gozaréis más el momento cuando éste llegue. ¿Cómo tenéis al capítulo?

—Por ahí no habrá problema. Tendré los dos tercios fácilmente. Pero insisto, padre, ¿cómo puedo acelerar el proceso?

—Vos sois la que marca las dosis, pero si no tenéis paciencia para esperar que los mercuriales hagan su efecto y la frecuencia de los dolores los convierta en insufribles, os proporcionaré aquello de lo que os hablé y que, suministrado oportunamente, abreviará su tránsito.

—Y ¿cómo es eso?

—Prepararéis un vaso con su medicina y le añadiréis lo que yo os entregue; el sabor y el aspecto será el de todos los días, pero el efecto será inmediato. Aunque mejor sería que tuvierais paciencia. Todo parecería, digamos, más natural.

—¡Dádmelo ahora, padre!

—Eso es imposible. Debo acudir a León o a Astorga. Esas cosas no se encuentran a mano en cualquier pueblo. Además, esto último no entraba en nuestro trato.

—Yo os haré un adelanto.

El fraile recelaba.

—Y ¿qué adelanto es ése?

—El día que acordemos, a la hora que os convenga, enviaré a Catalina a limpiar la porquería que han dejado las cigüeñas en lo alto del campanario. Allí estará sola; vos veréis cómo efectuáis vuestros avances.

El párpado derecho del fraile temblaba ligeramente, cosa que le ocurría en las ocasiones en las que algo le enervaba.

—¿Y si se niega a subir? Supongamos que sospecha algo o que tiene vértigo.

—Ella no desobedecerá. Yo sé lo que me hago. Anteayer la oyó la madre Úrsula decir en las cocinas a esa simple de Casilda que lo que más desearía en este mundo sería ver el paisaje que rodea al monasterio desde la altura de la espadaña de la torre. No lo dudéis, ella acudirá.

—¡Si conseguís que suba al campanario, en una semana tendréis lo que tanto anheláis!

—Eso espero... Y no quisiera tener motivos para desconfiar de vos.

—Vos cumplid conmigo que yo lo haré con vos. —Dicho lo cual, la prefecta se levantó del sillón y salió de la sacristía acompañada por el vuelo garboso de su hábito.

El viaje misterioso

El padre Rivadeneira regresaba de Ponferrada. Su excursión, realizada con la aquiescencia de la prefecta de novicias, duró cuatro días; había considerado inoportuno que, siendo conocido en las boticas de herbolarios de León y Astorga, se presentara allí con un encargo que por lo insólito sin duda llamaría la atención y cualquier iniciado en el tema recordaría posteriormente.

Había salido de San Benito un lunes de madrugada y lo hizo por la puerta del fondo del huerto montando un tordo grande y robusto que quizá fuera el mejor caballo de las cuadras del convento; no le importaba en demasía que lo vieran partir, pero prefería que su atuendo no llamara la atención pues no vestía ropaje de clérigo, sino que lo hacía con la indumentaria propia de un comerciante pudiente que saliera de sus lugares en busca de negocios con el atuendo apropiado para el camino. A la ida hizo noche en Astorga y aprovechó la ocasión para visitar un campo de pinos
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que regentaba una cimitarra
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antigua amiga que, conociendo sus vicios ocultos, le proporcionó una trucha
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que no habría cumplido los quince años pero estaba ya muy versada en el antiguo oficio; pasó la noche con ella y tras decir a la celestina que había quedado bien servido y que en otra ocasión la repetiría, se puso de nuevo en camino para, pasando por Bembibre, arribar entrada la tarde a Ponferrada. En llegando se preocupó de hallar alojamiento para él y para su cabalgadura, y tras quitarse el polvo del camino y comer alguna cosa se dirigió a un establecimiento que en cierta ocasión le aconsejaron y que se hallaba a la salida de la población en dirección a Villarranea del Bierzo.

Lo atendían dos hermanos, uno de ellos casado, cuya mujer y dos de sus hijos hacían la labor de campo, la más ingrata, consistente en buscar y recoger las yerbas con propiedades medicinales que, debidamente maceradas, mezcladas y conservadas, servían para preparar los remedios y las recetas que las boticas, los físicos y, en menor medida, los barberos les solicitaban. Llegó a la puerta Rivadeneira renegando del barrizal en que se había convertido el camino a causa de las lluvias y sufriendo por sus botas nuevas de ante más que por otra cosa; llamó a la cancela haciendo sonar la campanilla dispuesta para tal uso, esperó un momento y cuando se disponía a repetir la llamada unos breves pasos le indicaron que alguien se acercaba para atenderlo. La mirilla se abrió y los ojos de una mujer lo escudriñaron de arriba abajo:

—¿Quién llama a esta casa?

—¿Es ésta la herboristería de los hermanos Yébenes? —preguntó a su vez Rivadeneira.

La mujer, al observar el aspecto pudiente del recién llegado cambió de tesitura:

—¿Qué desea vuesa merced?

—Ver a uno de los dos hermanos que la regentan. ¿Es eso posible?

—Esperad un instante, voy a ver.

Se cerró la mirilla al punto y los pasos se alejaron. El fraile esperó junto a la cancela sin moverse, a fin de no embarrarse innecesariamente, y de nuevo los pasos regresaron, esta vez acompañados de otros de mayor espesor y fuste. Se produjo un ruido de cerrojos y pasadores y el portón de cuarterones se abrió, apareciendo en el hueco la mujer que anteriormente se había asomado al ventanillo, ahora acompañada de un hombre alto y bien parecido que lo miraba con ojos escrutadores.

—¿Preguntabais por mí, señor?

—¿Sois vos uno de los hermanos Yébenes?

—Para serviros. Fermín Yébenes.

—¿Puedo pasar?

—Desde luego, señor. —Al decir esto, el hombre se hizo a un lado y apartó a la mujer. En cuanto entró en el almacén, una mezcla de mil aromas de distintas yerbas atacaron su pituitaria. El fraile paseó su mirada por el entorno: la nave era espaciosa y limpia, los sacos, cajas, vasijas, arcas, envases y toda clase de recipientes especiales para guardar y conservar cuanto recogían y trataban, se amontonaban ordenadamente en unos largos anaqueles arrumbados a las paredes que mostraban la cantidad y versatilidad del negocio de los hermanos. No recordaba el fraile botica ni farmacia mejor dotada, ni que remotamente se le pudiera comparar.

—Muy bien me habían hablado de vuestro negocio, pero jamás creí que en localidad menos importante que León o mismamente Astorga se pudiera encontrar algo semejante.

—El negocio lo fundaron nuestros abuelos, y los buenos buscadores de los tesoros que guarda la madre naturaleza deben hallarlos donde los hay, no donde el burgo sea más importante y numerosos sus moradores, pues cuanto más ciudad y más hombres yendo y viniendo, menos plantas y menos arbustos crecen; solamente los jaramagos viven entre las ruinas.

—Tenéis razón. Justa observación es ésa. ¿Podéis dedicarme un poco de vuestro tiempo?

—Desde luego. —Y dirigiéndose a la mujer—: Seguid con lo vuestro, Magdalena, yo atenderé al caballero. —Esperó un instante a que ella se alejara y prosiguió—: Si sois tan amable de seguirme.

El hombre lo condujo a una estancia amueblada como despacho, sin ningún lujo pero ordenado y aseado como todo lo visto anteriormente; se sentó tras una mesa de pino e indicó al fraile que lo hiciera frente a él. Cuando ya se hubieron instalado, el herbolario indagó:

—Me placería saber con quién trato y a qué debo el honor de esta visita.

—Justo es lo que decís y perdonadme por no haberme presentado antes. Mi nombre es Isidoro Barba y mi profesión es la de alimañero. Tengo a mi cargo la guarda de tres fincas del conde de Zarzalejos y un problema que creo que vos podéis ayudarme a solventar.

—Pues vos me diréis.

—Veréis... el caso es que hace ya tres meses un lobo viene destrozando el ganado de su excelencia y son ya una cincuentena de ovejas las que he perdido. He probado trampas y cepos, pero ha sido inútil; es astuto como raposa y fuerte como un toro, y solamente me queda intentar envenenarlo. ¿Me vais entendiendo?

—Creo que he captado vuestra idea... y ¿en qué veneno habéis pensado?

—Se me ocurre que si mezclo en bolas de carne polvo machacado de nuez vómica o haba de san Ignacio en cantidad suficiente, tal vez pueda acabar con él.

El hombre lo miraba socarronamente.

—Veo que entendéis de venenos; una pequeña cantidad de
stricnos
puede acabar con cualquier alimaña... de cuatro... o de dos patas... lo que creáis conveniente.

El fraile, sin más comentario, extrajo del fondo de su zurrón una bolsa y tras tirar del cordoncillo abocó sobre la mesa un montón de monedas de plata suficiente para comprar un carro de cualquier producto de mercado.

—Me alegra que me hayáis comprendido. ¿Tendré que esperar mucho rato? El tiempo para mí es muy importante y me queda por hacer un largo camino...

—Con los argumentos que mostráis —dijo el hombre señalando la generosa cantidad de monedas que brillaban sobre la mesa—, me pongo a ello al instante.

Entonces el herbolario, sin dilación, tras recoger la faltriquera y ponérsela al cinto, salió de la estancia y regresó al poco. Traía consigo un alambique que colocó sobre un hornillo de aceite al que, con una astilla encendida, prendió fuego; a su costado y bajo su boquilla colocó una redoma, y después en el primer recipiente puso unos polvos que extrajo de dos saquitos. Tras unos instantes y al calentarse, la mezcla comenzó a hervir y al licuarse unas gotas fueron destilando lentamente cayendo en la retorta.

—¿Lo deseáis líquido o sólido?

—Tal vez mejor líquido.

—Claro, al lobo le placerá más, comprendo —respondió Yébenes en tono socarrón.

—Me placen las gentes con sentido común. Haced vuestro trabajo y habréis ganado un buen cliente para toda la vida.

—Mi trabajo es vender mis productos. No me compete a mí el seguir los pasos de lo que con ellos se haga; bastante tengo con lo mío. Si quedáis contento, mejor para todos.

—Particularmente mejor para vos. Lo grave fuera que, por cualquier circunstancia, no quedara yo satisfecho. —Los ojos del fraile habían adquirido un brillo acerado y una torva expresión que no pasó inadvertida al herbolario.

El campanario

Nada podía haber complacido más a Catalina que la orden que había recibido aquella tarde después del refrigerio. A lo largo de los catorce años de su vida jamás había conseguido subir los trescientos dieciséis peldaños que conducían a lo alto del campanario de San Benito. A la puerta siempre cerrada de la iglesia, se sumaban las de la sacristía y la de la de la escalera que ascendía hacia la espadaña desde la base de la torre.

—Las cigüeñas ya han emigrado —le dijo la madre Gabriela—. Subid al campanario y limpiadlo de guano y excrementos, que están salpicadas hasta las campanas.

Catalina dirigióse rápidamente a las cocinas a fin de proveerse de los enseres oportunos para llevar a buen fin el trabajo encomendado: un cubo de cinc, un escobón, una rasqueta, trapos viejos y los polvos que sor Hildefonsa usaba para desincrustar los restos de comida que quedaban adheridos en el fondo de pucheros, cazuelas y marmitas. Tuvo que hacer tres viajes; dejó el cubo para el último ya que era necesario transportarlo lleno de agua. La puerta de la iglesia estaba abierta y también la de la sacristía; no así la que cerraba el acceso a la escalera de la torre. Dejó los trebejos junto a la pared y regresó a la cocina a por el cubo y a decirle a la prefecta que la tercera puerta estaba cerrada...

—Esa llave la guarda el padre. Id a su celda y pedídsela. Decidle sobre todo que es de mi parte, que yo os envío, pues de otro modo no os la entregaría.

Catalina transportó el balde lleno de agua hasta la sacristía, dejando tras ella pequeños charcos producidos por su cimbreante caminar, y luego de dejarlo al lado de los otros utensilios se dirigió, atravesando la nave paralela a la iglesia, a la habitación del fraile. Sus pasos resonaban en el amplio corredor y los apresuró, ya que aquella nave no le agradaba. Al fondo estaba la puerta de la celda del padre Rivadeneira; llegando a ella, Catalina la golpeó firmemente con los nudillos.

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