Catalina la fugitiva de San Benito (26 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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—No ciertamente. Tengo prisa y gran interés en que me mostréis vuestra obra de arte.

—Ha sido un prolijo trabajo, que ha requerido toda mi pericia y esfuerzo.

—No intentéis hacer méritos conmigo, maese Pérez, cerramos el precio y si no recuerdo mal percibisteis un jugoso adelanto a cuenta de los materiales.

—No me quejo ni pretendo sacar ventaja de ello. Meramente me limito a reseñar un hecho, pues como inventor amo mi trabajo y cada obra que sale de mis manos es como un hijo querido que parte de mi lado.

—Pues veamos lo fuerte y hermoso que ha nacido este último.

Partió el cojo hacia el interior de la vivienda arrastrando su pata de madera por el entarimado y el portugués se quedó en la estancia a la espera de conocer el resultado de su encargo.

Conocía a maese Pérez desde hacía muchos años, de cuando éste, a causa de la herida de la pierna, había dejado su plaza de armero especialista en la sección de forja del Tercio Alejandro de Farnesio y se había venido a Madrid con mil cartas de recomendación que de poco le sirvieron. Y dado que su cojera le impedía ganarse la vida como lo hacían la mayoría de los pobres parias que volvían de la guerra, que era alquilando su espada al mejor postor, se había aplicado al menester que mejor conocía, que era su oficio, entregado ahora a encargos muy especiales y a clientes que pudieran pagarlos.

La habitación estaba llena de cachivaches y prácticamente no había un triste escabel donde sentarse, pero ya la cadencia de la pisada anunció a Fleitas que maese Pérez regresaba con su peculiar petición. Hizo éste una entrada triunfal, llevando en sus brazos, cual si transportara un tierno infante, un objeto largo y cubierto con un raído trapo rojo que depositó con amoroso y tierno cuidado sobre una mesa tras vaciarla de trastos con su antebrazo izquierdo; luego, solemnemente, cual saltimbanqui que entretiene a un público pueblerino y dominguero, tomó la punta del lienzo con su diestra y tiró de él... Únicamente faltó, para que la escena resultara perfecta, el redoble de un timbal o el toque de un clarín. Ante los ojos de don Sebastián apareció una larga espada en su funda y envuelta, hasta los gavilanes de su empuñadura, por otro trapo negro que en aquel mismo instante ya retiraba maese Pérez; cuando el arma estuvo descubierta la tomó con tiento el portugués, sopesándola y observándola con deleite.

—¿Qué os parece?

—Así al punto, excelente. Mas mostradme lo que la hace diferente de las demás.

—Permitidme... —Y al instante el cojo la tomó en sus manos con amoroso cuidado y se la colocó en el cinto al modo de un espadachín—. Perdonad este desorden, ya que casi no tenemos espacio... pero intentad colocaros a la distancia normal en la que se baten dos hombres.

El de Fleitas así lo hizo.

—Y ahora, señor, a una voz mía desenvainad vuestro acero. —El familiar era un diestro esgrimidor y retirándose la capa para que no le embargara a la hora de desnudar su tizona, se preparó esperando la voz del otro.

—¡Ahora!

El portugués hizo el gesto y su fierro trazó el normal recorrido para desenfundar, tirando con su diestra hacia atrás de la empuñadura. Aún no había conseguido que la punta abandonara la vaina, cuando ya el acero del cojo estaba en la nuez de su garganta.

—¡Asombroso, maese Pérez! ¡Asombroso! Mostradme cómo funciona vuestro invento.

—Acercaos a la luz y mirad. Vuecencia me encargó que os inventara una espada que, por supuesto no en los duelos de caballeros, pero sí en las pendencias que un hombre de bien en los tiempos que corren se puede encontrar en las calles, cobrara ventaja al desenfundarla. ¿Es así?

—Así es.

—Pues bien, he cortado la vaina de la espada en sentido longitudinal y he unido ambas partes con una bisagra especial y finísima hecha ex profeso, que como veis queda disimulada y que me ha dado muchos quebraderos de cabeza a la hora de colocarla. Entonces, y mediante un resorte que se activa con el pulgar y que se halla oculto en la base de los gavilanes, la funda se abre al ejercer una ligerísima presión sobre él, cual si fuera la vaina de una judía verde, y mientras vuestro enemigo está intentando desnudar su fierro al modo convencional, el vuestro, que ha salido de su vaina lateralmente y sin el menor recorrido, ya está en la garganta de vuestro adversario, tal como habéis visto que ha hecho este pobre y desentrenado tullido ante un espadachín tan preparado y diestro como vos. Luego, juntando ambas partes con una sola mano el muelle se contrae. Escucharéis un clic y podréis envainar; nadie diría que la vaina no es la de una espada al uso.

—¡Maravilloso, maese Pérez! ¡Auténticamente maravilloso! ¿Me permitís?

El portugués tomó la funda del estoque de la mano del cojo y lo abrió y cerró sucesivas veces sin que el mecanismo presentara problema alguno.

—¿Y puede fallar?

—Difícilmente. Es un artilugio muy simple, aunque debe ser cuidado diligentemente. Pero si tenéis la precaución de aceitarlo de vez en cuando, sobre todo si se ha mojado, y antes de colocar la espada en el tahalí lo hacéis funcionar unas cuantas veces, podéis estar seguro de que dejaréis a más de un archimandrita
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a buenas noches
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antes de que desabrigue el sobaco, y en el improbable caso de que fallara siempre podréis desnudar el acero al modo convencional.

—Habéis hecho un magnífico trabajo, maese Pérez, voy a daros una recompensa además de lo acordado...

—No, don Sebastián, mi trabajo está muy bien pagado y, pese a que el dinero me es muy necesario, voy a rogaros que si podéis me hagáis una merced.

—Lo que sea... si está en mi mano.

—Me está matando esta escalera; si mediante vuestras influencias me pudierais proporcionar una covacha que estuviera a pie de calle y, caso de ser posible, cerca de la plaza del Cordón, ya que a su mismo lado, en la calle del Almendro, vive mi única hermana, para que pudiera vivir y trabajar en ella, me haríais el hombre más feliz del mundo.

—Contad con ello. Antes de lo que imagináis os habré trasladado y a donde os envíe no os han de molestar las escaleras.

—No viviré lo suficiente para agradecéroslo.

—En la primera parte de vuestra frase os doy la razón...

Rápido como una sierpe, el portugués desenvainó su trucado estoque clavándolo en el pecho de maese Pérez a la altura del corazón. Cayó éste rodando sobre sí mismo y, en tanto su pata de palo golpeaba la mesa, una expresión de sorpresa inundaba su rostro.

—Lo siento, amigo mío, no puedo arriesgarme a que vendáis mi encargo a otra persona ni que expliquéis a nadie nada de lo que aquí ha ocurrido.

Luego limpió la punta de su ensangrentado acero en la ropa del hombre y lo envainó; después, tomando sus espadas, el portugués salió de la casa. En Madrid había anochecido.

 

Semillas de rencor

Se
colocó la loba de nuevo y tras abotonarse la sotana recompuso el gesto. El doctor Carrasco volvió a dejar el pequeño espejo de plata bruñida en el cajón de su escritorio y acercándose al tapiz que representaba el descendimiento de la cruz, de Pedro Pablo Rubens, tiró de la borla que estaba junto a él y que accionaba la campanilla y esperó. Al punto unos tímidos golpes en la puerta anunciaron la presencia del coadjutor.

—Pase.

Abrióse ésta y apareció la tonsurada cabeza de fray Valentín.

—¿Qué desea su reverencia?

—He de trabajar en asunto que requiere de mi más completa atención. Deseo que anuléis todas las visitas de hoy hasta nueva orden y que nada turbe mi concentración, de no ser un correo del secretario general o algún recado de la Corte. ¿Me habéis comprendido?

—Desde luego, paternidad.

—Pues proceded.

En tanto el clérigo cerraba la puerta, el obispo se acercó al bargueño de caoba regalo del nuncio de su Santidad y, abriendo el cajón superior, extrajo una caja de cedro perfumado y de ella un veguero. Lo olió y tras hacerlo crujir entre sus dedos se aproximó a la chimenea, tomó una brasa con las tenacillas y la acercó a la punta de la breva; dio tres fuertes chupadas y tras mirar el brillo de la lumbre en la punta del cigarro para cerciorarse de que había quedado bien encendido, expulsó el humo y se dirigió al sillón de orejas que estaba ubicado frente al ventanal. Acomodado, caliente y en silencio, como a él le gustaba, dejó vagar su pensamiento.

La noticia última que le había trasmitido don Sebastián Fleitas, a la par que de inquietudes lo había transportado en el tiempo y afloraban a su mente enterrados recuerdos que elevaban la temperatura de su odio hacia los Rojo al rojo vivo.

Su madre, a la que recordaba con la necesidad y con la fijación que siente un chico de doce años, que ésa era la edad que él tenía cuando la perdió, debió de ser, por lo que supo luego, una alegre muchacha hasta que aquel dramático suceso le robó la juventud. Vivían ella y su abuelo viudo en una choza cerca de la pedanía de Sueros, de donde era el muchacho que la cortejaba, y tenía por ese tiempo dieciséis años; el abuelo era rentero de don Bernardo de Rojo, que por aquel entonces había desposado a doña Teresa de Hinojosa. Antes, después y nunca le fueron bien las cosas al hidalgo, ya que dedicaba su tiempo a menesteres poco productivos como cazar venados o fornicar con todas las mozas de sus dominios que caían en sus manos y, aunque periclitada en el tiempo la costumbre, seguía exigiendo a sus deudos el derecho de pernada de sus hijas, viniere o no a cuento el hacerlo.

La mente del obispo volaba y las volutas del humo de su cigarro iban cargando el ambiente al tiempo que el odio cargaba más y más su memoria. Todo aquello lo dedujo él posteriormente por los datos que fue poco a poco almacenando su intelecto escuchando retazos de conversaciones, cuando iba al lugar a cumplir algún encargo, a través de las habladurías a las que tan dadas son las comadres en los pueblos y que debían tener su origen en alguna confidencia que debió de hacer su madre a alguna mujer o su abuelo al cura del pueblo. Pero no quería adelantar su pensamiento y procedió con orden. Por lo que dedujo, una tarde que su abuelo estaba en el monte se presentó el hidalgo en el campito que cultivaban. Su madre estaba recogiendo la ropa y preguntóle dónde estaba el abuelo, ya que quería cobrar las rentas; la muchacha respondió que estaba en el monte haciendo carbón y que no regresaría hasta la cena. Entonces el hidalgo descabalgó y, diciendo que solamente iba a tomar lo que era suyo, la arrastró hasta el pequeño pajar, le rasgó las sayas y la violó. Luego de lo hecho y diciendo que regresaría para cobrar sus deudas en maravedís o en especies, volvió a montar en su cabalgadura y riéndose marchóse, dejando a la muchacha rota y deshonrada. Cuando el abuelo bajó del monte supo entre lágrimas e hipos lo acontecido; era ya un hombre viejo, debía muchas rentas y nada podía hacer. Don Bernardo de Rojo era el amo de su hacienda y de sus vidas.

Al poco más de un mes la muchacha cayó en que estaba preñada y así se lo dijo al abuelo; éste, cuidando su honra y para que nadie en Sueros tuviera conocimiento del escarnio, se armó de valor y fuese a ver a don Bernardo a fin de suplicar su ayuda. Lo único que consiguió fue que la chiquilla ingresara de recogida en San Benito. En terminando el tiempo de la gestación, acontecieron dos hechos: nació él y murió el abuelo, del inmenso pesar, ya que su nieta era todo lo que le quedaba en el mundo. Su madre, dado sus pocos años, no sabía qué hacer ni a quién recurrir; lo que sí supo al punto fue que no quería deshacerse de su hijo dándolo en adopción, y por lo tanto se vio obligada a abandonar el convento y a marchar a los predios que tan bien conocía. A la vuelta se encontró que la choza y el campo estaban arrendados a unos nuevos renteros que no le permitieron ni entrar a descansar aquella noche pese a que iba con un niño que tenía apenas seis días; pero eso sí, tuvieron buen cuidado de comunicarle a su amo que una muchacha de unas concretas peculiaridades físicas había regresado con la pretensión de habitar en la casucha. Entonces ella recurrió al hombre que había querido desposarla. Fuese a su encuentro en Sueros; él se apiadó de ambos, pero no tenía otro lugar donde alojarla que una cochiquera que por circunstancias estaba vacía y que distaba cinco leguas del pueblo.

Allí, en aquella escondida zahúrda creció él. Pero los encontraron... Y en este punto comenzaban sus recuerdos personales, cuando teniendo cuatro o cinco años de vez en cuando comparecía un hombre montado en un gran caballo que, tras mandarlo fuera de la chabola se metía dentro con su madre; y él, sin atreverse a entrar, desde debajo del ventanuco o desde detrás de la puerta la oía gemir y llorar. Luego el hombre, con el jubón desabrochado y el traje descompuesto, salía de la casa y montando el garañón partía al galope como un centauro, dejando tras de sí el miedo y la desolación. El único problema es que, pese a que lo intentó miles de veces, jamás consiguió ponerle facciones a aquel rostro. Un buen día, tendría él cinco años cuando ya su madre había perdido la lozanía de los días de juventud a causa de la dureza de la vida que llevaba, el hombre se debió de ir a comer a otro pesebre y ya no regresó. Entonces ella se tuvo que dedicar a denigrantes trabajos, ya que una mujer sola que no podía emplearse de criada, pues debía encargarse de su hijo, tenía en la sociedad de aquellos tiempos muy poco camino honrado que recorrer. Cuando la mujer ya no pudo más se alquiló de piltrofera
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, pues por lo mismo no podía quedarse fija en un mesón de ofensas
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, y recorría los campos teniendo ayuntamiento carnal con renteros, esquiladores de ovejas, buhoneros, carboneros y con cualquiera que dispusiera de un rincón o un escondrijo en chiquero, corral, establo o cuadra para yacer con ella. Y así, de esta manera, se contagió del mal francés que al cabo de pocos años la llevaría a la tumba.

A las puertas de la muerte y antes de enviarlo a buscar al cura le dijo que cuando el óbito sucediera, hiciera lo que ella en su última voluntad le ordenaba, pues si bien deseaba con todo su corazón dejarlo protegido en un mundo donde los pobres no tenían ningún derecho, no quería en forma alguna que se enfrentara a alguien muy poderoso que le podría acarrear su desgracia y hacerle mucho daño; por lo tanto, que cumpliera exactamente sus instrucciones y no pretendiera saber más cosas que las que ella había querido, durante toda su vida, que supiera. A él sólo le cupo darle sepultura bajo una vieja encina, grabar con su navaja una pequeña cruz en la corteza de un abedul, y ni nombre ni fecha pudo poner, pues no sabía escribir.

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