Catalina la fugitiva de San Benito (68 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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¡Al fin Madrid!

Llegado que hubo a Valladolid, se dedicó a buscar al primo de Casilda en la dirección que ella le había dado. Tuvo que aguardarlo pues éste, que empezó de mulero y a fuerza de trabajo había ascendido a carretero por cuenta propia, estaba de viaje repartiendo un cargamento de pellizas y otras prendas de abrigo que habían demandado los mayoristas burgaleses de cara al próximo invierno y no regresaría hasta al cabo de, por lo menos, dos días. Entretuvo la espera con los gitanos, acompañándolos en sus cotidianos negocios de afilar las hoces y demás instrumentos de corte y reconociendo la hermosa ciudad. Finalmente, al cabo de cinco días llegó el hombre, y tras presentarse a él y decir de parte de quién venía, le pudo entregar la carta que había escrito para Casilda y explicarle adónde y a quién la debía entregar. Tuvo buen cuidado de no poner en ella cosas que pudieran comprometer a su amiga o dejar rastro de dónde se hallaba o adónde iba a dirigir sus pasos. Rafael Peribáñez, que así se llamaba, tuvo gran contento de tener noticias de su prima y explicó a Alonso que fueron en su niñez más que hermanos, que de un día para otro la habían arrancado de su lado y nadie le dio razón de ella en muchos años. En la actualidad transportaba mercancías por cuenta propia por todos los reinos de su cristiana majestad; las cosas le habían ido muy bien y tenía cinco empleados que con carros y animales de su propiedad cubrían una amplia zona del transporte de la ciudad. Se había casado y tenía tres hijos, dos chicos y una niña que, a los ojos de Catalina, le pareció talmente la reencarnación de Casilda, e imaginó que ésta de cría debía de ser como ella.

La invitaron a comer y ella les obsequió con uno de los jamones del jabalí. Aquellas buenas gentes quisieron homenajear a Casilda en su persona y le prepararon un ágape que mejor parecía el festín de Baltasar; la hicieron comer tanto y tal cantidad de manjares y delicias que por la noche se encontró a morir y Tarsicia le tuvo que preparar un mejunje de yerbas y, al día siguiente, no tuvo otro remedio que guardar cama.

Pasó sus últimas noches con la familia de los Ayamonte, que habían acampado los carromatos en las afueras de la ciudad, y cuando ya se rehizo, y al tener sus amigos que ponerse de nuevo en camino, se despidió de ellos con gran pesar y se dispuso asimismo a partir.

Antes del adiós, Tarsicia le dio la dirección de la amiga que tenía que buscar en la Corte y dos cartas, una para ella y la otra para el comediante Pedro de la Rosa, amén de unas notas en las que se especificaban las cantidades y las especies de cosas que debía mezclar a fin de obtener los resultados que apeteciera, con la especialísima recomendación de que tuviera con ellas mucho cuidado a fin de que no cayeran en manos indeseadas.

Florencio también le quiso hacer su regalo. Consistió éste en una daga muy peculiar que, a causa de su forma y peso, tenía un vuelo mucho más seguro y largo que las convencionales, y le aconsejó que en Madrid la llevara siempre encima y oculta en la caña de su bota. Además, pese a la resistencia de la muchacha, añadió unos cuartos que consideró que ella se había ganado con su trabajo.

Cuando Catalina vio que las carretas partían, una sensación de soledad y desamparo acongojó su espíritu. Quedóse quieta agitando su mano y diciendo adiós a Curro, que desde la abertura trasera del segundo carromato lloraba inconsolable, hasta que su imagen se fue difuminando en la lejanía. Entonces se rehizo y se dispuso a ponerse en camino.

Nada tenía que ver la inexperta muchacha que había partido hacía ya casi tres años de San Benito con la que ahora iba a emprender la ruta hacia la Corte. Conocía la maldad de las gentes, no le asustaban las situaciones en las que se pudiera encontrar pues era harto capaz de defenderse y, lo más importante, conocía el valor del dinero; a los ahorros que Casilda le había entregado sumaba los sueldos de paje que se había ganado en casa de los Cárdenas y lo que Florencio se empeñó en entregarle, ascendiendo todo ello a nueve ducados, ocho reales de plata y treinta y seis maravedís, una pequeña fortuna. Reunió en las alforjas todas sus pertenencias y, ensillando la coloreada mula, partió.

Catalina había olvidado ya lo que era transitar los caminos a lomos de
Afrodita
y las primeras leguas dejaron su anatomía maltrecha y chirriante; no tenía prisa y ajustó su caminar al tranco natural del animal. Su plan era bajar hasta Segovia para después subir Navacerrada y, pasando por Manzanares del Real y Colmenar Viejo, arribar a Madrid. Como tenía buenos dineros fue parando donde más le convino y cuidando que el animal no sufriera cansancio innecesario ni percance alguno. Se detenía en los mesones y figones de mejor aspecto, procurando llevar los dineros suficientes en el bolsillo del jubón y así no mostrar a la hora de pagar las monedas que guardaba en su faltriquera; la experiencia vivida, a su llegada, en las afueras de Benavente estaba fresca en su memoria y no pretendía que se repitiera.

Para dormir se recogía en su capote cerca de la lumbre y descansaba sin quitarse el coleto de piel de búfalo que le había regalado Diego, por un «si acaso», y desde luego su nueva daga descansaba escondida en la caña de su bota.

La noche del tercer día, vencida por el cansancio se animó a tomar cuarto en una posada, consciente de que el salvoconducto que le habían otorgado los Cárdenas para moverse por Benavente y los villorrios del entorno, y en el que se certificaba que era un paje de su casa, la ponía a cubierto de cualquier inesperado encuentro o insana curiosidad. Al atardecer del cuarto día y tocando a vísperas todas las campanas de la capital, entró jinete en una mula en la tan soñada Corte.

El impacto fue alucinante. Nada se podía comparar a la Corte del rey poeta. Un choque infinitamente más brutal que el percibido cuando llevó a cabo su fuga del convento le sacudió el alma.

Entró en Madrid por el puente de Segovia, pasó por Puerta Cerrada y, preguntando en la calle de Toledo le indicaron que debía dirigirse a la plazuela del Ángel para desde allí pasando por Mentidero salir a la calle de los Francos, donde se hallaban las mancebías de más prosapia de Madrid, presididas por la de la Solera, la más prestigiosa de todas ellas. El tiempo era bueno y los transeúntes iban y venían a sus trajines, ajenos al asombro que todo ello despertaba en su ánimo; hombres y mujeres de toda edad y condición se mezclaban en una barahúnda orquestada que parecía de otro mundo. Jamás había visto tan grande y variopinta multitud: mercaderes, clérigos, estudiantes, hidalgos, lacayos, corchetes, lechuzas de medio ojo
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, soldados, tapadas con dueña y sobre todo mendigos, una cantidad ingente de menesterosos tullidos, algunos de ellos viejos soldados con la tablilla de cuero sujeta al cuello en la que se podía leer la causa de su invalidez y el suceso más o menos glorioso que la había motivado, que invadían la calle tironeando insolentemente de las ropas de las transeúntes exigiendo altaneros
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, más que pidiendo, el óbolo o la limosna; unos lo hacían siguiendo, con la mano extendida, el paso de las carrozas, y hasta en según qué ocasiones atreviéndose a encaramarse en los estribos de las mismas pese a algún que otro latigazo del postillón, y otros, cual si tuvieran puesta la parada lo demandaban desde el suelo, mostrando sus llagas purulentas y sus muñones a modo de trofeos gloriosos.

Súbitamente el apagado son de una campanilla se fue abriendo paso, y a su conjuro las gentes se detenían en el punto exacto donde en aquel momento se hallaban y muchos se arrodillaban en el barro de la calle sin tiempo a colocar en el suelo un pañuelo o siquiera un mal trapo que protegiera sus ropas de manchas y desperfectos. Catalina descabalgó de
Afrodita
y sujetándola por el ronzal, a fin de que el animal asustado no tomara las de Villadiego
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, se arrodilló asimismo a la espera de ver qué era aquello que hacía que la muchedumbre se detuviera. Al observar que todos los hombres se descubrían, ella hizo lo propio destocándose de la gorra milanesa que había llevado durante el camino. El sonido de la campanilla se iba aproximando, y cuando ya dobló la esquina de la calle pudo ver a seis monaguillos que acompañaban a un clérigo que, vistiendo sobre la sotana el sobrepelliz, avanzaba portando el Santísimo, cubierto por un pequeño palio que sostenían cuatro de ellos en tanto que otro balanceaba un incensario de uno a otro costado y el sexto se encargaba de la susodicha campanilla; era evidente que iban o venían de asistir a un moribundo de calidad. Cuando ya todo pasó, la estampa cobró de nuevo vida y todo se puso otra vez en marcha. La muchacha pensó: «Raro pueblo aquel que se dedicaba a pecar sin recato ni medida y que, sin embargo, quedaba paralizado al paso del Santísimo.»

Catalina montó en la mula y, dando talones, arrancó de nuevo. Fue sorteando como pudo aquella marea humana y se encaminó a la dirección que Tarsicia le había escrito en la nota y que decía así: «María Cordero. Calle de las Ánimas del Purgatorio esquina a la de los Francos (al costado de la herrería).»

La casa era un edificio de dos pisos que desentonaba, quizá por lo peculiar de su construcción, en un barrio como aquél, cuyo entorno lo constituían casas bajas o meros almacenes sin altura ninguna y con una parcela de terreno en la parte posterior. En la puerta lucía un farol de pintados vidrios rojos y, anudado al aldabón, un trapo del mismo color que pregonaban la mercancía que allí se trajinaba.

La muchacha desmontó, y tras atar a
Afrodita
en una de las anillas colocadas en la pared a tal menester destinadas y cargar al hombro su alforja, se dirigió al interior. En medio de la puerta leyó una inscripción: «Aquí podréis descansar.» No lo pensó dos veces; levantó la mano, sujetó firmemente la aldaba y golpeó la puerta con decisión. Dentro se oían risas y jolgorio, y Catalina pensó que nadie atendería a su llamada, pero al cabo de un instante pudo escuchar a través del portón unos pasos que se acercaban y una voz que decía:

—¡Dorotea, están llamando! Que alguien vaya a la cancela.

Ésta se abrió y ante Catalina apareció una moza despeinada y alegre, de unos veinte y pocos años, con una bebida en la mano y un gran escote en su blusa que la saludaba mediante una graciosa reverencia al tiempo que decía con voz estropajosa:

—¿Quién por el jardín entró? Ésta es la casa de María Cordero, aquí podréis descansar
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.

Catalina se sorprendió ante tal recibimiento, pero se rehizo al punto y replicó:

—¿Está ella en la casa?

—Como comprenderéis, bello doncel, dependerá de quién seáis vos y qué comisión portéis.

—Decidle que traigo nuevas de su amiga Tarsicia y una carta.

—Tened la bondad de dármela, que yo se la entregaré.

—No haré tal. He de entregársela en mano.

—Entonces, tened la bondad de esperar. Pero ¡pasad!, no os quedéis ahí, que el céfiro
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que baja de la sierra a estas horas es muy traicionero y levanta las miasmas. Sería un desperdicio que un mozo como vos cayese enfermo. Decidme de todos modos cuál es vuestro nombre.

—Nada dirá mi patronímico, pero decid que el que espera se llama Alonso Díaz.

—Bien me parece, gentil caballero. Ahora mismo os anuncio. —La descocada moza, con una festiva reverencia y en tanto se llevaba la copa a los labios, partió hacia el interior de la vivienda, algo vacilante mientras gritaba con sorna—: María, os busca el hidalgo Alonso Díaz. ¡Seguramente será un pariente lejano del mío Cid
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!

Al traspasar la cancela, el nivel del barullo aumentó considerablemente y las voces masculinas y femeninas llegaron nítidas a los oídos de la muchacha; el jolgorio se desarrollaba al fondo del largo pasillo que se abría a partir del recibidor donde la había dejado instalada la alegre moza. Catalina, dejando la alforja en el suelo a su alcance, se sentó en un banco de madera pintado de rojo que se hallaba arrimado a la pared, bajo un candil, y esperó. No había pasado mucho tiempo cuando vio venir por el corredor a una mujerona cuyo rostro despertó inmediatamente en ella un profundo sentimiento de cordialidad. Vestía, tal que si fuera disfrazada de dama de corte, un pomposo guardainfantes
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de color azul cobalto y de carísimo brocado que aumentaba, si eso hubiera sido posible, su rolliza figura; una basquiña
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bordada de alamares intentaba ceñir su descomunal pecho y unas abullonadas mangas hacían que sus cortos y gesticulantes brazos parecieran jamones de lechón; llevaba el pelo recogido en alto y por los lados descendían los largos tirabuzones que salían de su barroca peluca. Al ir los pies calzados por chapines
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de cinco corchos y quedar casi ocultos por la gran falda, parecía que aquella masa se deslizara sobre unas ocultas ruedecillas impulsada solamente por los recios golpes que sobre su pecho daba un inmenso abanico al igual que lo haría sobre la mar una galera al golpe de remo de los galeotes.

En dos bogadas llegó a su lado y sin tránsito ni presentación alguna le espetó:

—¿De verdad me traéis noticias de Tarsicia?

—Tan cierto como que estoy aquí.

—¡Que alegría tan grande! Tened entonces la bondad de seguirme, que en esta maldita casa no se puede ni siquiera hablar.

Se puso en pie Catalina recogiendo su alforja de nuevo, cuando la campanilla de la puerta sonó otra vez. Abrió la puerta María Cordero y en el dintel aparecieron tres caballeros, de elegante porte dos de ellos, y el tercero, digno, pero de más humilde aspecto: jubones de terciopelo, calzas, valonas acuchilladas, botas altas de excelente cuero y manufactura, capas al hombro y chambergos emplumados, los primeros, y el otro más rancio pero no por eso menos digno o desaliñado.

—¡Bien venido, alférez y compañía! —saludó zalamera la dueña del mesón de ofensas
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—. ¡Qué caro sois de ver! Más de medio año hará que no habéis acudido a que os remedie vuestras soledades. ¿A qué se debe esta defección? ¿Habéis estado en el Palatinado
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?

El militar, en tanto se retorcía sonriente el mostacho y apoyaba su mano en la cruz de su espada, respondió:

—Querida María, esclavo oficio es el de las armas. Me debo a quien me paga; digo mal, a quien me debería pagar, pero es tal la costumbre de obedecer que pocas veces nos paramos a pensar si nuestra bolsa está al día.

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