Catalina la fugitiva de San Benito (71 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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Vivía el hombre en una casa modesta de la calle del Lobo cuyo patio trasero daba a la parte correspondiente a la cazuela del Corral del Príncipe, cosa para él muy práctica ya que aquel año su compañía estaba contratada para media temporada. Catalina dejó a
Afrodita
atada al lado de otras caballerías y dio una moneda a un mozalbete para que cuidara de ella, diciéndole que al regreso le daría otra; luego, tras comprobar que la dirección coincidía con la que la gitana le había escrito en el papel, buscó la aldaba del portón y al no haberla dio con los nudillos en él. Una voz, desde el interior, respondió un: «¡Ya voy!», y al poco la puerta se abría, asomando la cabeza una mujer de unos treinta y pocos años que, colocándose en jarras, le espetó:

—¿Quién sois?

—Mi nombre es Alonso Díaz y traigo un recado para don Pedro de la Rosa.

—Dádmelo. Yo se lo entregaré.

Catalina dudó unos instantes y después, echando mano a la escarcela, sacó la carta y se la entregó a la mujer. Ésta la tomó y sin nada responder ajustó la puerta y partió hacia el interior. Entretuvo la espera observando cómo el zagal que guardaba a su mula le daba una algarroba y súbitamente se dio cuenta de que alguien estaba a sus espaldas; ya se iba a dar la vuelta cuando una voz rotunda y armoniosa, como no había escuchado otra igual, la interpeló amablemente:

—¿Quién es el mensajero que me trae noticias de tan querida amiga?

Catalina acabó de darse la vuelta y se encontró frente a un hombre de estatura más que mediana, que la miraba con ojos amables y curiosos.

—Mi nombre, como ya os habrán dicho, es Alonso Díaz y mi pretensión, tal como reza la carta que os han entregado, es que me concedáis unos minutos de vuestro precioso tiempo.

—Bienvenido a mi casa, que siempre estará abierta para los amigos de Tarsicia. —Y diciendo esto, se hizo a un lado invitándola a entrar.

Catalina pasó al interior y esperó que el hombre la adelantara para conocer el camino y cuando éste así lo hizo, fue tras él.

La condujo el comediante a una galería acristalada desde la que se veía parte del corral, y llegado que hubieron la invitó a sentarse en una especie de diván en tanto él lo hacía en un canapé floreado que estaba frente al primero. A su lado se veían hojas sueltas, escritas con una apretada grafía y manchadas de tachaduras y correcciones.

—Perdonad este desbarajuste, pero estrenamos obra dentro de dos semanas y cualquier momento es bueno para memorizar tanto texto.

—Sois vos quien me ha de perdonar. Os estoy robando vuestro precioso tiempo.

—Antes de que me expliquéis el asunto que os ha traído hasta mí, contadme, si os parece, noticias de Tarsicia y de los suyos, cuándo y dónde la habéis visto y qué es de su vida; hace un montón de tiempo que no sé de ella.

Catalina se dispuso a explicar todas aquellas cosas que no pudieran posteriormente perjudicar a su amiga y, a la vez, le resultaran a ella oportunas para el logro de sus fines.

—Uní mi suerte a la de los Ayamonte más abajo de Benavente; deseaba correr mundo y llegar a Madrid. Mi pasión es la farsa
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y a ellos les convino mi persona y fueron tan buenos que me adoptaron, enseñándome todo lo que sé.

—¿Y cómo esta Tarsicia y su familia?

—Andando los caminos como siempre, pero estupendamente de salud y viviendo la vida que ha escogido.

—Bien decís. Tarsicia, que entonces se llamaba Francisca Arnedilio, hubiera hecho una gran carrera de cómica. Cuando yo empecé, ella podía dar el registro de cualquier papel que requiriera una dama joven, pero le llegó el mal que a todos ataca alguna vez en la vida, dejó la Corte y se metió en un carromato de gitanos siguiendo sus leyes y costumbres; el amor es así. —El hombre se quedó un momento en suspenso e hizo una pausa—. Yo debo a la familia Arnedillo el haber debutado en las tablas, y particularmente a Francisca el haber conocido a mi mujer. Pero eso sería hoy por hoy una larga historia, o sea que prosigamos. Y ¿cómo están su hijo y su hombre?

—Los dejé en Valladolid. Toda la familia está muy bien y sus parientes lo mismo. He aprendido muchas cosas de ellos, sobre todo de ella y de Florencio.

—Y ahora, decidme, ¿qué puedo hacer por vos?

Catalina hizo una pausa y reflexionó unos instantes. Le ocurrió con aquel hombre lo mismo que le había sucedido con María Cordero; su mirada era franca y su talante afectuoso, y como lo creyó oportuno para la consecución de sus planes y Tarsicia avalaba sus calidades, decidió abrir una parcela de su corazón y contarle lo justo para traer el agua a su molino
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.

—Veréis, cuando empecé a actuar con los Ayamonte llegaron a la conclusión de que, al ser tan corto su elenco artístico, a fin de ampliar su repertorio era conveniente que en ocasiones yo hiciera papeles de mujer y en otras de hombre, para lo cual vestí indistintamente indumentaria masculina y femenina. Después, cuando me separé de ellos, creyó Tarsicia oportuno que siguiera mi viaje vestido de varón, pues si los caminos son siempre peligrosos más lo son todavía para una mujer joven y sola; de manera que siguiendo su consejo falseé mi verdadera condición y desde entonces, por la calle, acostumbro a vestir de hombre pese a que ya he llegado a Madrid.

El comediante la observó con ojos críticos detenidamente...

—Me parece una excelente argucia, digna de la agudeza de Francisca. Entonces ¿me decís que sois una muchacha?

—Así es. Lo que más me delata es la voz. ¿No lo habéis notado?

—Debo reconoceros que he caído en el engaño. La carta de Tarsicia me ha mediatizado, pues en ella me presenta a un tal Alonso Díaz, y además, os vestís de una forma muy conveniente. Si en la escena sois capaz de metamorfosearos como en la vida, sin duda resultaréis una buena comedianta.

—Entonces ¿me vais a ayudar? —Los ojos de la muchacha suplicaban.

—Con las credenciales que presentáis, estoy obligado a ello. Vuestra aptitud dirá después si tal es posible. —Pedro de la Rosa, el insigne comediante, sonreía.

—El jueves a esta misma hora os espero. Iremos juntos al corral y allí os haré una prueba. Os la podría hacer aquí, pero las cosas son muy distintas desde un escenario; además, según me decís, son varias vuestras aptitudes y quiero ver en cuál encajáis mejor: os quiero ver declamar una loa
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y danzar una zarabanda
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o una chacona
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y también cantar, claro es.

—¿Queréis que acuda vestido de hombre o de mujer?

—Da lo mismo. Os voy a probar de las dos maneras y, en las dependencias de los sastres, tengo toda clase de disfraces.

—Entonces, no os quiero robar más tiempo y sabed que aunque no sirviera para cómica, podéis contar con mi eterna gratitud. —Catalina se levantó al tiempo que lo hacía el insigne comediante.

—Sed puntual.

—Contad que si llego tarde es que me han muerto.

Pedro de la Rosa acompañó a la exultante criatura hasta la puerta y tras despedirla con un amistoso gesto de mano regresó al interior de la casa sin albergar en su pecho, dada su inmensa experiencia, la menor duda de que en aquella muchacha latía la semilla de una futura farsanta.

Era su día de suerte, pensó Catalina: «Lo que bien empieza, bien acaba.» Siguiendo las indicaciones de María Cordero, que le había concertado la cita, tras recoger a
Afrodita
y darle al zagal lo prometido se encaminó a la academia de Pedro Pacheco, situada en los aledaños de la plaza Mayor y cerca de la Casa de la Panadería, en cuyo principal se instalaba los días de corrida o festejo el aposento de la casa real. Maniobró, como de costumbre, para dejar su mula a buen recaudo y se encontró, casi sin sentir, en el zaguán de la mansión donde el reputado maestro impartía sus lecciones. A ambos lados, sendos hachones en sus jaulas de hierro preparados para ser encendidos en cuanto oscureciera; al fondo y a la diestra, la garita de un portero que en aquel momento, para su fortuna, se veía desocupada, lo cual le hizo suponer que su buena estrella la seguía protegiendo, y más allá una amplia escalinata de madera que ascendía al primer piso y en cuyo inicio de la balaustrada exhibía una estatua representando a un niño que sostenía un farol, y que Catalina imaginó que al anochecer alumbraba la escalera. No lo pensó dos veces, se sujetó el tahalí para que la contera de la funda de su espada no golpeara los escalones y subió rápidamente hasta encontrarse ante una puerta de cuarterones en la que lucía un cuadrado de metal esmaltado donde se podía leer:

«PEDRO PACHECO. MAESTRO DE ARMAS.»

Tras Catalina subían dos caballeretes, en animada conversación, que sin reparar en su presencia la adelantaron y sin llamar con la balda empujaron la puerta y entraron en la casa. La puerta que presionada por un muelle se volvió a cerrar, ya no fue obstáculo: Catalina a su vez hizo lo propio y se introdujo en un inmenso vestíbulo de paredes forradas de madera y techos artesonados. Allí demoró un instante en tanto su oído percibía a lo lejos el amado son de los aceros entrechocando, y su corazón recuperaba su ritmo. En ello estaba cuando un lacayo se acercó a ella.

—¿Qué deseáis?

—Buscó a don Pedro Pacheco.

—Y ¿quién le busca? —En el tono se percibía un punto de displicencia.

—Decidle que el hidalgo Alonso Díaz.

—Y ¿de dónde procede este hidalgo?

El aire del lacayo era totalmente socarrón al ver la indumentaria de Catalina, algo provinciana para los usos de la Corte, y acostumbrado como estaba a tratar con pisaverdes e hijos de nobles señores. Estaba ya a punto de mosquearse cuando tras ella pudo oír el chirriar de una puerta al abrirse mientras una voz decía:

—El hidalgo Alonso Díaz tiene una cita hoy conmigo. Además, alguien que porta al cinto una espada de tal marca ha de ser un gentilhombre.

Catalina recordó que la afamada marca de «El Perro» lucía en la base de la empuñadura de su espada, y admiró la extraordinaria perspicacia del propietario de la voz. Se dio la vuelta y descubrió a su espalda a un caballero de nobles facciones, perilla y bigote canosos y manos de larguísimos dedos, que cubría su torso con una abierta y empapada camisola con gorgueras, sus piernas con greguescos acuchillados, media negra y bota alta de piel y gamuza.

—Me comunicó María Cordero que deseabais verme. ¿Por qué me buscáis?

—Según me han dicho, sois uno de los mejores maestros de esgrima de Madrid.

—Os han informado mal: el mejor. Pero ¿quién os ha dicho tal cosa?

—Viniendo de provincias lo primero que hay que hacer, si se quiere estar al día en la Corte, es acercarse a los corros que se forman en las gradas de San Felipe.

—No hagáis caso, eso son lenguas de desocupados. Pero, decidme, jovencito, ¿quién sois y de dónde salís?

—He venido desde Valladolid a buscar plaza de encomendado en el Tercio, pertenezco a la casa de los Díaz Enríquez y quisiera practicar en vuestra escuela. Puedo pagar vuestras clases y como me consta que esto es harto difícil, he buscado padrinos que me introduzcan ante vuesa merced.

El maestro la miraba con curiosidad no exenta de duda.

—Vuestra familia me suena, aunque no la conozco. Y no se trata de dinero, que aun siendo importante, no lo es todo.

—¿Entonces?

—El nivel que aquí se imparte es para avezados. Desconozco el vuestro.

—Probadme.

—¡Hete aquí un caballero seguro de sus capacidades! Daos cuenta Arnulfo que no debéis juzgar a nadie por su aspecto. —Esto último lo dijo mirando al criado que había recibido a Catalina—. Vamos a ver lo que sabéis hacer con una espada en la mano. Seguidme.

El maestro, a grandes zancadas, se dirigió a la sala de armas de donde salían los ruidos que habían despertado viejos recuerdos a la muchacha. Varias eran las parejas de esgrimistas que practicaban; al fondo distinguió Catalina a los dos jóvenes que la habían adelantado en el rellano cuando ella arribaba. Las paredes estaban llenas de panoplias que mostraban todo tipo de armas.

El maestro detuvo la clase.

—Señores, atiéndanme unos instantes si son tan amables. Tengo que probar la aptitud de un nuevo aspirante al ingreso en la academia; despejen la alfombra central y dejen espacio libre. —Entonces se dirigió a Catalina—: Desembarazaos de vuestras cosas y tomad, de aquella panoplia, una espada embotonada. Poneos un peto y una careta y calzaos un guantelete. —En tanto ella obedecía las órdenes, el maestro prosiguió—: A ver, ¡vos, Nicolás, preparaos! Vais a dar la réplica a nuestro joven aspirante y a la vez la medida de su destreza.

Catalina lo observó con el rabillo del ojo. Era el tal Nicolás uno de los dos jóvenes que la habían precedido en la entrada; tendría alrededor de unos veintidós años y la miraba con un punto entre curioso e insolente. Cuando ambos contrincantes estuvieron preparados, el maestro los llamó al centro de la alargada alfombra de combate, en tanto que los demás ocupaban unas pequeñas gradas ubicadas a uno de los costados de la larga galería. Hasta Catalina llegaban los rumores confusos de los que esperaban un desigual asalto, ya que el tal Nicolás era uno de los alumnos más aventajados de la clase.

La voz de Pedro Pacheco resonó en la amplia estancia:

—Caballeros, esto es un asalto de ensayo. Contiendan como tal; no se trata de un duelo ni de un desafío en la calle.

Todos los nervios que habían atenazado a Catalina hasta aquel momento desaparecieron como por ensalmo en el mismo instante que con dos rápidos movimientos probó la flexibilidad y nervio de su estoque, rasgando con él el aire. Se hallaba de nuevo en la galería de Benavente practicando con don Suero y teniendo la certeza de que su esgrima era de un altísimo nivel. Se hizo el silencio; un silencio hosco y expectante. Todo el público estaba a favor de su antagonista.

El espadín de don Pedro saludaba al de ambos alzado y a punto de dar la autorización para que el desafío comenzara. Súbitamente el florete de éste descendió y ambos contrincantes se retiraron unos pasos y se pusieron en guardia. Las puntas embotadas de los estoques se tantearon. Catalina tenía el brazo izquierdo flexionado hacia abajo y apoyaba su mano en la cintura, costumbre adquirida de don Suero ya que de esta manera tenía más a mano la daga que acostumbraba guardar a la espalda, aunque lógicamente en esta ocasión no fuera necesaria. Su rival alzaba, también, el mismo brazo, dejando caer su mano doblada lánguidamente por la muñeca sobre su cabeza, con un leve deje de suficiencia, observando displicente a Catalina con ojos ligeramente entornados. De repente atacó; dio dos rápidos pasos hacia delante y buscó el pecho de la muchacha con el extremo de su embotado estoque. Ésta se retiró ágilmente en tanto desviaba la estocada hacia fuera y con una hábil finta recuperaba el terreno perdido. Luego atacó ella, tanteando al otro para estudiar sus puntos débiles y se dio cuenta de que por bajo y cuando tenía que parar a su izquierda flaqueaba; tomó buena nota de ello y prosiguió el asalto. A medida que pasaba el tiempo los murmullos cesaron y su contrincante, aguijoneado por la punta del acero de la muchacha, que actuaba como un abejorro, sudaba copiosamente.

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