Catalina la fugitiva de San Benito (66 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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—¿Los filtros y la magia, también?

—También. Estas cosas se pueden emplear para bien o para mal, y ella me enseñó a hacer siempre el bien.

—¿Por qué guardasteis partes del cerdo que matamos?

—Tengo escondidas en la carreta muchas cosas que me hacen falta para aliviar los pesares de las gentes que a mí acuden, y cuando tengo ocasión de proveerme de algo que en el futuro me pueda rendir servicio lo almaceno.

—Y ¿por qué lo tenéis escondido?

—La Suprema tiene ojos y oídos por todas partes. Se puede hacer mal uso de muchas de las cosas que yo guardo y el Santo Oficio no hace distingos. Si me descubrieran, tal vez tuviere problemas.

—Y si eso puede ocurrir, ¿por qué no lo lanzáis todo al río?

—Ya os lo he dicho, porque nos ayuda a vivir. ¿Queréis ver mis tesoros?

Catalina asintió con un gesto de cabeza. La gitana se levantó de su asiento y tras retirar una tabla del suelo descubrió un doble fondo. En él, alineados y en pequeños grupos había una ingente cantidad de potes, recipientes, alguna redoma, una retorta y un hornillo.

Catalina señaló con el dedo el recipiente que contenía la méntula
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del jabalí.

—Y esa asquerosidad, ¿para qué os sirve?

—Aún sois muy joven, niña. A cierta edad, muchos hombres no pueden yacer con mujer y eso les causa una profunda angustia; entonces, verga de jabalí triturada y mezclada con trementina produce un efecto afrodisíaco. Y no creáis que este remedio lo buscan únicamente los hombres. Mucha mujer llega a mí insatisfecha y me pide algo para que su marido la satisfaga. ¿Me comprendéis?

—No del todo.

—Con el tiempo ya lo entenderéis. —Tarsicia sonrió en tanto colocaba la tabla en su sitio y tapaba el escondrijo.

Ya anochecido entraban en Valladolid. Allí se iban a separar sus caminos.

Catalina se iba a dedicar en cuerpo y alma a encontrar al primo de Casilda y, a ser posible y a través de él, enviar a ésta un recado. Luego, a lomos de
Afrodita
partiría hacia Madrid, en tanto que los gitanos se detendrían en Tordesillas, Segovia y Ávila.

La carreta avanzaba lentamente, por una oscura calleja, cuando la muchacha, alzando la tela encerada que cubría la ventana lateral del carromato, divisó a un hombre que caminaba, cubierto su rostro por una negra capa. Súbitamente, bajo la incierta luz de un farol se retiró el embozo. El pálido rostro cruzado por una fea cicatriz no se le iba a olvidar mientras viviera y, en aquellos momentos, no podía imaginar siquiera la trágica influencia que tendría en su destino.

Cuestión de honra

El portugués estaba en Valladolid. La ciudad dormía acunada por el Pisuerga y el Esgueva, nostálgica de tiempos pasados.

Aunque la Corte se había trasladado a Madrid, conservaba todavía el estilo y rango de antiguos esplendores imperiales que únicamente los años y la pátina dan a las cosas, añorando todavía el lustre que Felipe III, padre del actual monarca, le había dado al hacerla de nuevo capital del reino durante más de un lustro.

El de Fleitas se había desplazado desde Toledo tras atender varios asuntos. En primer lugar, entrevistar a don Nuño Bastos e informarle sobre su cometido en relación a la investigación que debía llevar a cabo con el fin de que, siguiendo las pautas y deseos del doctor Carrasco, jamás lograra don Martín de Rojo ingresar en una de las órdenes de caballería, de forma que nadie salvo él mismo pudiera bucear en su pasado. En segundo lugar, intentar recoger información veraz sobre si el último fruto habido del matrimonio formado por don Martín y doña Beatriz de Fontes fue un varón o una hembra, pues tal como él había podido comprobar corrían diferentes versiones sobre este controvertido asunto, cosa que por lo visto preocupaba en grado sumo e interesaba sobremanera a su generoso protector.

La tercera cosa que había marcado su estancia en la imperial ciudad había sido la posibilidad de comprobar la asombrosa efectividad del ingenioso invento de maese Pérez. Ahora el de Fleitas sabía con certeza que, en cualquier lance en que se hallara gozaría de la ventaja de la sorpresa, materializada en unos segundos de tal importancia en situaciones comprometidas que la diferencia esencial transitaba de la vida a la muerte. ¿Que el momio no fuera digno de un hidalgo bien nacido? Tal vez... pero estos remilgos los había aparcado hacía ya muchos años en lo más recóndito de su poca escrupulosa conciencia; para él la vida era subsistencia y a tal fin todo valía.

Pasó frente al monasterio de las Huelgas Reales y se dirigió a la lonja de los curtidores, detrás de la cual se hallaba el tribunal del Santo Oficio.

Se ubicaba éste en un edificio influido por la sobriedad de líneas del ilustre Juan de Herrera, y visto por vez primera sobrecogía el ánimo. Nada sobraba; no había concesión alguna a lo florido y ninguna forma era redondeada. Se podían haber trazado sus planos con una regla y un cartabón. En su entrada y sobre el frontispicio del portalón exhibía el escudo de la Suprema labrado en piedra y rodeado por las letras que componían su leyenda:

EXURGE DOMINE ET JUDICAM CAUSAM TUAM. PSALM 73

Y a ambos lados de la entrada había sendas garitas de centinela. Don Sebastián se dirigió a la que más próxima de él se hallaba e interpeló al alabardero que en ella hacía guardia.

—Tened la amabilidad de avisar al oficial de puerta.

—¿A quién tengo el honor de anunciar?

—Soy don Sebastián Fleitas de Andrade, familiar de la Santa Inquisición, y a las órdenes directas del provincial del Santo Oficio, su excelencia reverendísima don Bartolomé Carrasco, deseo ver a la persona que esté al cuidado de la recepción de visitantes.

El centinela al escuchar tan pomposo título se puso rígido y tras recomendar a su compañero que atendiera la puerta partió hacia el interior, no sin antes suplicar al portugués que tuviera la bondad de esperar un momento. Fleitas de Andrade paseó unos instantes por la plaza y en el tiempo que dos extraños carromatos pintados de verde enfilaban la bocacalle que desembocaba en la plaza de Curtidores, el alabardero regresaba acompañado por un chambelán y mediante signos indicaba a éste quién era el personaje que deseaba ser recibido. El portugués se aproximó a la pareja y se presentó de nuevo.

—Si tenéis la bondad de acompañarme.

Partieron ambos, el fraile abriendo paso, y se introdujeron en el interior del sobrio edificio. Tras caminar un dédalo de pasillos que atravesaban una infinidad de pequeños aposentos en los que trabajaba una multitud de escribientes consultando archivos y rellenando papeles, llegaron a una cámara amueblada sin ninguna clase de lujos. Entonces el fraile se detuvo sin atravesar la puerta, y acompañando la palabra con el gesto indicó al visitante que entrara en la estancia. Era ésta la propia de alguien dedicado en cuerpo y alma a su trabajo, y poco apta para recibir visitas. Todo el mobiliario era negro; la única nota de color era el morado paño que envolvía la cintura del Crucificado que desde la pared de detrás del despacho presidía la pieza. La mesa y los sillones eran de estilo veneciano y sus torneadas patas quedaban unidas entre sí mediante hierros retorcidos; las paredes desaparecían, prácticamente, tras las montañas de legajos que se amontonaban en los estantes de sus librerías, y sobre la mesa, junto a los utensilios propios de la escritura, se veía únicamente una campanilla de cobre.

—Si tenéis la bondad de esperar un instante, de inmediato os recibirá fray Crisóstomo.

El de Fleitas hizo una cortés reverencia y sin añadir palabra entró en la salita, acomodándose en uno de los dos sillones a la espera de que el tal fray Crisóstomo lo recibiera. Pasaron unos minutos y unos pasos ligeros y saltarines, como los de un ave, anunciaron, al avezado oído del portugués, que alguien de peso muy liviano se acercaba por el pasillo. Efectivamente, al momento entró por la puerta un frailecillo con el hábito blanco y negro de los dominicos y calzando unas sandalias de tiras, que no levantaría una cuarta del suelo. Era, más que enjuto, desmedrado y su calva adornada por una corona de pelo completamente blanco le proporcionaba una apariencia de pájaro exótico. El de Fleitas se puso en pie para recibirlo y el dominico le alargó la cruz que llevaba rematando el cordón de su cíngulo para que la besara.

—¿Don Sebastián Fleitas, sin duda?

—Para serviros.

—Por favor, acomodaos. —Y al decir esto, el fraile rodeó la mesa para ocupar su sillón en tanto su visitante hacía lo propio. Una vez sentado en él, cruzó sus manos sobre el escuálido pecho y habló—: Y ¿a qué debo el placer de tener nuevas de mi querido superior el doctor Carrasco?

—Veréis, paternidad, el doctor os envía saludos y me ruega os entregue esta carta. —Tendiendo la mano, le alargó por encima de la mesa un lacrado sobre.

El fraile lo tomó en la diestra, mientras que con la zurda alcanzaba sus anteojos que estaban sobre la carpeta y se los colocaba, a caballo, sobre su picuda nariz. Luego rasgó el lacre con un abrecartas y aproximándose a la luz del candelabro que lucía en la mesa se dispuso a leer con atención en tanto el portugués esperaba. Cuando terminó, dejó con parsimonia la carta sobre el escritorio y se quitó los quevedos
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, frotándose suavemente con el pulgar y el índice el puente de la nariz.

—Recuerdo perfectamente el caso. Ingresó hará unos dos años y se nos recomendó una discreción absoluta sobre el tema. Como es habitual, el régimen de silencio durante este tiempo ha sido absoluto y, si mal no recuerdo, está instalado en el segundo sótano.

—¿Sabéis si ha alegado algo sobre su encierro?

—Bien, es peculiar. Todos al principio dicen que ha habido una equivocación y que son inocentes de cualquier culpa; luego gritan y escandalizan, y finalmente se conforman y esperan. En honor a la verdad debo decir que el tal Gómez de León no ha causado el menor incidente. Se ha recluido en un silencio digno y no intenta hablar ni con los carceleros.

—¿Cuál es su estado físico?

—La cárcel no ayuda a nadie. Pero recuerdo perfectamente su caso porque, a diferencia de muchos otros, soporta su encierro con una entereza notable y su espíritu por ahora no flaquea.

—Bien, ya habéis leído la carta. Tengo que verlo.

—Y ¿dónde deseáis que ello sea? ¿En su celda o en una de las salas de interrogatorio que esté desocupada?

El de Fleitas meditó un instante.

—Si fuera posible me gustaría observarlo, sin que él me viera, para después entrevistarlo en una de las salas que decís.

—Es posible. Lo podréis escudriñar desde la tronera abierta al efecto y, desde luego, sin que él sepa que es observado.

—Pues, si os parece, no perdamos el tiempo.

—Como gustéis.

Fray Crisóstomo se colocó nuevamente sus antiparras, luego se levantó y acercándose a la librería de su derecha extrajo de un anaquel un legajo. Tras examinarlo, consultó unos datos de uno de los pliegos e hizo sonar la campanilla que había sobre su escritorio. Al cabo de unos segundos compareció el secretario que había conducido al de Fleitas hasta el despacho.

—Acompañaréis al caballero hasta el corredor de vigilancia y le abriréis la trampilla correspondiente a la celda número nueve. Luego, cuando él lo disponga, lo conduciréis a la sala de juicios del sótano y comunicaréis al carcelero de turno que acompañe al ocupante de la celda que os he indicado hasta dicha sala. ¿Me habéis comprendido?

—Perfectamente, paternidad.

—Entonces, proceded. —Y dirigiéndose al de Fleitas añadió—: Excelencia, si sois tan amable, mi ayudante os conducirá.

Recogió el portugués su capa y su espada y, tras despedirse del frailecillo-pájaro, siguió al coadjutor a través de los intrincados corredores del edificio. Éste le condujo, dos pisos más abajo, hasta un aposento en una de cuyas paredes se veía una serie de pequeñas trampillas numeradas y cubiertas todas ellas por unas tapas de hierro. El hombre se acercó a la rotulada con el número nueve y abriendo la ventanilla miró por ella, retirándose después e indicando al portugués que podía asomarse.

El de Fleitas se inclinó sobre el disimulado agujero en forma de embudo invertido y pudo contemplar una imagen poco común, aun para sus ojos acostumbrados a ver miserias humanas. La celda era lóbrega y oscura; la única luz que le llegaba era la que proporcionaba una antorcha colocada en un ambleo de hierro que estaba situado en la pared del corredor por donde circulaban los carceleros para llevar o traer algo a los presos, y un banco de piedra que soportaba una delgadísima colchoneta rellena de paja era todo su mobiliario. El viejo doctor yacía sobre ella con los ojos perdidos en la lejanía; su cuerpo, que siempre había sido delgado ahora era enteco y flotaba en sus deterioradas y raídas ropas, una barba hirsuta y desarreglada le llegaba a la cintura y sus manos aparecían vendadas con dos trapos sucios de un color indefinible. Su cuerpo parecía hallarse a punto de claudicar, pero no así su espíritu; de aquella estampa emanaba dignidad y se podía decir, sin temor a errar, que su aspecto no era el de un hombre vencido. Al portugués le sorprendió aquella imagen, pues no era la común entre los presos de la Suprema: la angustia que les acuciaba al no conocer quién los había denunciado ni por qué, ni lo que allí dentro les ocurriría ni cuándo serían llamados a declarar, unida al hecho de que debían acusarse ellos mismos de los delitos que creyeren haber cometido para no defraudar la curiosidad y el interés que el Santo Oficio había puesto en ellos, todo contribuía al desmoronamiento psicológico del detenido, sin hablar del miedo al sufrimiento físico que la posible aplicación de tormentos, por todos conocidos, implicaba.

El examen duró varios minutos y cuando el familiar satisfizo su interés se volvió hacia su acompañante:

—Conducidme a la sala de interrogatorios y que a continuación traigan al preso.

—Si tenéis la amabilidad de seguirme.

Desanduvo el portugués parte del camino andado y descendiendo una angosta escalera lo guiaron hasta una de las salas del tercer sótano donde se realizaban interrogatorios previos y, si bien su aspecto era solemne y amedrentador, no había en ella instrumentos o mecanismos de tormento.

—Tened la bondad de esperar, que al momento voy a dar la orden de que traigan al prisionero.

El de Fleitas asintió con un breve gesto y, en cuanto abandonó el doméstico la estancia, se sentó en uno de los tres sillones que se encontraban tras la mesa del tribunal alzada en una tarima. No fue larga la espera. Ya unos pasos anunciaban la llegada de más de una persona... la puerta giró sobre sus goznes y abriendo la marcha apareció el servidor, luego el preso, amanilladas con cadenas sus manos y pies, y por último, cerrando el desfile, un alabardero de la guardia.

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