Catalina la fugitiva de San Benito (74 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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Ante tan sabio razonamiento Catalina vio que se le abría un universo de posibilidades para aproximarse a su amado y tomó su decisión. Se vistió con sus mejores galas, se pegó en el labio superior un bigotillo y en la barba una perilla que le hacían parecer más maduro, recurso que había aprendido en el teatro cuando en la escena debía representar un galán, y estuvo un largo rato impostando la voz como le había enseñado a hacerlo don Pedro de la Rosa. Entonces, nerviosa como testigo falso, jinete en
Afrodita,
se dirigió a la casa de las siete chimeneas, pues María Cordero la informó de que la dirección que ella buscaba estaba justo a su vera, tocando a la calle Barquillo.

Llegó allí a las cuatro de la tarde, ató la mula a la verja de hierro que circunvalaba el jardín del palacete y se acercó temblando a la cancela. Justamente cuando iba a tocar la aldaba se abrió la puerta y apareció Lorenzo, el encomendado que había ocupado su plaza al costado de Diego, y que al verla, si cabe, quedó más sorprendido que ella misma.

—¡Por todos los diablos! Si no me engañan mis ojos, estoy viendo al mismísimo Alonso Díaz.

—En efecto, no os engañan. ¿Está en la casa don Diego?

—Pero ¿de dónde salís? —inquirió el otro sin responder a la pregunta que le había hecho Catalina.

—He hecho, hasta llegar aquí, un largo camino. Hacedme la merced de avisar a don Diego y decidle que su paje, Alonso, ha venido a devolver una mula que pedí prestada a su señor padre hace ya algún tiempo.

Catalina no pudo por menos de replicar a Lorenzo con acritud, aunque él no tuviera ninguna culpa de lo que ella consideraba una usurpación de sus derechos.

—Pasad, si queréis, que voy al punto a anunciar vuestra visita.

—Estoy bien aquí. No sé si voy a ser bien recibido o me van a llevar preso.

—Pues esperad un momento.

Partió el joven hacia el interior de la mansión, quedándose Catalina bajo el templete de la entrada temiendo que los latidos de su corazón la delataran. Pasados pocos instantes pudo oír las voces de los dos muchachos que regresaban precipitadamente y a continuación vio aparecer ante sus asombrados ojos la adorada imagen, borrosa de puro recordada, de Diego, que se iba aproximando. ¡Cómo había cambiado! ¡Estaba mucho más hombre que cuando partió! Su porte era airoso, su cabello más oscuro y la perilla y el bigote le daban un aire mucho más maduro y varonil. ¡Dios, qué hermoso era!

—¡No es posible que seáis vos! —Su voz acariciadora y algo ronca era la misma de siempre.

Catalina tuvo que hacer un esfuerzo para sobreponerse, pues pensó que antes de que él llegara a su lado se iba a desvanecer. Tras la última zancada, Diego la tomó en sus brazos apretándola firmemente.

—¡Por Jesucristo, cuánto nos habéis hecho sufrir! ¡Alonso, muchacho! ¿De dónde salís y dónde os habéis perdido durante este tiempo?

Catalina, que hubiera deseado que aquel momento se eternizara, sintió que Diego la tomaba por los hombros y la apartaba lentamente aflojando su abrazo y mirándola al rostro con atención.

—Me escapé de Benavente. He estado por ahí, por los cerros de Úbeda
196
. Quería conocer mundo y sabía que si pedía permiso a vuestro señor padre a lo mejor me lo denegaba pretextando que todavía necesitaba de las lecciones de fray Anselmo.

Catalina aludió con segundas a la excusa que adujo Diego para no llevarla a la Corte con él.

Diego hizo como si no captara la indirecta.

—Cuan equivocado estáis. Nunca en mi casa fuisteis tratado como el siervo que está en deuda con su señor. Mi señor padre hubiera atendido a razones; máxime que entonces no se os reclamaba deuda alguna... ni ahora tampoco —añadió.

—Sé a lo que os referís. Soy consciente de que me llevé una mula, pero dejé bien claro que era mi intención devolverla. Y, en parte, éste ha sido el motivo de mi visita. Ahí, atada a la reja tenéis a
Afrodita;
si he de pagar algo por el uso, decídmelo. Ahora, si queréis que me lleven los corchetes, solamente tenéis que avisarlos.

—Estáis desbarrando, Alonso. Me consta que mi señor padre, cuando sepa que habéis vuelto, tendrá una alegría inmensa. Os consta que os quería bien y no sois justo hablando de esta manera. Pero pasemos al interior. Me gustaría saber algo de vuestras andanzas, vamos, si os place contárnoslas.

Catalina dudó un instante. Había planeado dejar la mula y mostrar su enojo por lo que ella consideraba una falta de palabra por parte de Diego, pero las ansias de estar cerca de él y conocer cosas de su vida pudieron más. Sin casi darse cuenta, se encontró sentada bajo la pérgola del jardín posterior de la mansión, contando la parte de sus aventuras que quería y podía explicar y ocultando otras, en animada charla con los dos jóvenes.

—Comprendo vuestro enojo y lamento vuestra decepción. Erais muy joven y me pareció egoísta, por mi parte, apartaros de vuestros estudios para teneros a mi servicio sin acabar vuestra formación. Pero ya que habéis decidido vivir en la Corte, podemos reanudar lo que dejamos inconcluso y desde luego, si os conviene, ésta es vuestra casa.

¡Cuánto le costaba renunciar a aquel ofrecimiento! Pero las palabras de María Cordero martilleaban persistentes en su mente.

—Os lo agradezco infinito, pero hora es ya de que aprenda a volar solo y sin el amparo y protección de vuestro ilustre apellido. Además, pienso que si me muevo por la Corte y veo a muchas gentes, tal vez algún rayo de luz ilumine mi memoria y me ayude a recordar quién soy y de dónde vengo.

—Bien, si ése es vuestro gusto. Comprendo vuestro laudable propósito, pero sabed que si algo necesitáis podéis contar siempre conmigo. Y decidme, Alonso, ¿dónde moráis?

Catalina se puso en guardia.

—Provisionalmente en casa de un amigo, pero muy pronto cambiaré mi domicilio.

—Entonces ¿dónde os busco si quiero dar con vos?

—Los lunes y miércoles doy clase de esgrima en la academia de don Pedro Pacheco.

—No podéis imaginaros cuánto me place lo que me decís; yo lo hago por las tardes en la de don Luis Narváez. He añorado, desde Benavente, el tirar con vos; todavía no he encontrado en Madrid contrincante alguno que me ponga en aprietos como vos hacíais. Pienso que algún día podríamos tirar espada o florete en vuestra academia o en la mía.

—Será un placer.

Ahora Diego adquiría una postura amigable y confidente.

—Y decidme, Alonso, ¿qué os parecen las damas de la Corte? Ya no sois un mozalbete.

Catalina se encontró inerme ante tan inesperada pregunta.

—No me haréis creer que con las divinas criaturas que se ven en las rúas
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de la capital no le habéis echado el ojo a alguna palomita?

—La verdad es que no he tenido tiempo ni posibilidades. Como comprenderéis, jinete en una mula poco margen tenía para presumir.

—Eso lo vamos a arreglar ahora mismo, seguidme.

Diego se levantó acompañado de Lorenzo y atravesando el jardín hasta el fondo se dirigió a una construcción de forma rectangular y cuyo tejado rojo se alzaba a dos aguas, haciendo mucho más ventilada la instalación.

Entraron en ella y Catalina pudo ver, recogidos en sus cajones y frente a sus pesebres, en los que en aquel instante un palafrenero iba depositando el correspondiente forraje, una serie de animales magníficos, dignos de las cuadras reales. A la entrada y a la derecha figuraban los tiros de carroza: cuatro alazanes y cuatro bayos con las colas y crines recortadas de la misma manera, luego los animales que usaba la servidumbre, y entre ellos vio colocada ya a su mula, que la miraba como preguntándose qué era lo que hacía entre tanto animal distinguido, y enfrente los caballos que usaba Diego para lancear los toros y los propios de monta. Al fondo, en un espacio apartado, Catalina reconoció a
Lucero,
«¿Tendría ya catorce años?», que al verla relinchó alegremente.

—Habéis trasladado a Madrid toda la caballeriza de Benavente.

—Casi toda. Mi ilusión será algún día torear en la Corte y ante Su Majestad. Mi padre me ha enviado mis caballos más algún otro que vos no conocíais.

—Y ¿qué hace allí apartado
Lucero?

—Está malo. No me han sabido decir lo que tiene. He avisado para que acuda don Suero; es la persona del mundo que más sabe de caballos...

Catalina se acercó al animal y juntó su cabeza a la del noble bruto a la vez que le acariciaba el cuello, hasta que éste emitió un resoplido de gratitud.

—Daos cuenta como hasta él se alegra de volver a veros. Los animales son muy sabios;
Lucero
refleja todo el sentir de la casa. Pero vayamos a lo que hemos venido, que es intentar paliar en parte la decepción que os causé. ¡Bernabé! —llamó Diego.

El palafrenero dejó su cometido y se acercó respetuoso a su amo.

—Ensillad a
Boabdil
y ponedle arreos de paseo.

Catalina miraba sin comprender en tanto Lorenzo sonreía abiertamente.

El mozo desapareció, yendo a buscar todo lo necesario para embridar un caballo.

—Venid conmigo, acercaos.

La muchacha, inquieta, siguió al joven, que se detuvo ante el cajón de un hispanoárabe de capa totalmente negra y soberbia estampa.

—Éste, Alonso, es el animal que monto cuando no puedo utilizar a
Lucero;
tiene cinco años y fue el regalo que mi padre me hizo cuando pasé todas las disciplinas de la Casa de los Pajes el primer año de estancia en Madrid. Lo adquirió, tras seleccionarlo don Suero, de la cría caballar del conde de Los Tornos, uno de los mejores lidiadores de la Corte. Es mi regalo para celebrar nuestro encuentro, como muestra del aprecio que os tuvo desde siempre mi casa y para que olvidéis el disgusto que, sin quererlo, os causó mi torpe decisión de dejaros en Benavente. Tomadlo en mi propio nombre y en el de mi señor padre, que sin duda aplaudirá mi decisión.

Catalina se quedó sin habla y sin saber qué hacer.

—Señor, me es imposible aceptar este regalo, que de ninguna manera me corresponde. Lo siento y agradezco infinitamente vuestra intención, pero tras robaros una mula y haber huido de vuestra casa como un ladrón no merezco este trato...

—Dejaos de versallescos ademanes y tened en cuenta que si despreciáis mi obsequio querré entender que no habéis olvidado mi afrenta.

—Está bien —respondió—. En ese caso, sea. Jamás albergará mi pecho el menor rencor hacia la casa que me acogió y a quien debo la vida.

—Vuestra mano, Alonso, cerremos nuestro pacto. —Y al decir esto, Diego de Cárdenas tendió su mano a la muchacha, que su vez tendió la suya—: Y ahora, Alonso, vamos a sellar nuestra paz. Os invito a ver a una de las más embrujadoras y deliciosas mujeres que jamás habréis conocido.

—Y ¿quién es tal maravilla?

—Os voy a ser sincero. Dos damas hay que me han marcado desde mi llegada a la Corte, y esto os lo digo de hombre a hombre: Elena de Mendoza, a cuya mansión he acudido en un par de ocasiones invitado por su señor padre, y Clara Arnedillo, la cómica a la que me he referido antes, que canta y baila en la compañía de Pedro de la Rosa y a la que quiero que acudáis a ver y aplaudir en mi compañía.

Catalina se quedó sin habla.

Luego, tras despedirse con gran sentimiento de
Afrodita
y ya al anochecer, la muchacha regresaba a la casa de María Cordero con la cabeza hecha un verdadero embrollo. En primer lugar había comprobado que su amor por Diego no sólo no había disminuido, sino que, al verlo, había estallado dentro de su pecho como un volcán en erupción; luego había aceptado el regalo del magnífico caballo que en aquellos momentos montaba y a cuyo paso los entendidos volvían la cabeza; tampoco sabía cómo salir de aquel mal paso en el que había caído al comprometerse a ir al teatro a «verse a sí misma» en compañía de Diego; finalmente, un sentimiento hasta entonces desconocido había atenazado sus entrañas al saber que una dama de calidad había entrado a formar parte del paisaje interior de su amado. ¿Quién sería aquella Elena de Mendoza de la que con tanto encomio había hablado él? Una idea había germinado en su cabeza e iba tomando cuerpo: debía aprovechar cualquier ocasión que le deparara el destino para poner en práctica el encantamiento que le había enseñado Tarsicia... y para ello, cuanto más cerca estuviera de Diego, mejor podría poner en marcha su plan.

De cualquier manera, lo que ignoraba en aquellos momentos era que su cupo de buena fortuna en la Corte se había agotado y que unos nubarrones de negra tormenta se cernían sobre ella. La borrasca que se avecinaba tenía un nombre: Sebastián Fleitas de Andrade.

Ironías del destino

Leonor, desde la visita del de Fleitas, vivía inquieta. Mucho había hablado de ello con Marcelo y, pese a que su marido le dijo que conocía al portugués hacía mucho tiempo y que no temiera, su instinto le avisaba de un peligro inconcreto. La vida había sido buena con ella y no deseaba que algo enturbiara la placidez de sus días. Hasta aquel momento todo su mundo se había reducido a cuidar de su hombre, cuando estaba en la casa de la calle del Claustro y no andaba por los caminos, y atender a sus hijos, que para ella lo eran por igual, ya que amaba tanto al propio como el habido de Marcelo en su anterior matrimonio. Los crios tenían uno y cinco años y medio respectivamente, y constituían la alegría de su existencia.

Su casa era un modesto hogar, como tantos otros, de aquella ciudad venida a menos desde que la Corte que fue con Carlos V se trasladara a Madrid. Tres cosas eran las fuerzas motrices que la impulsaban: la primera, su floreciente industria de pellizas forradas de la misma lana de la oveja y que últimamente estaban de moda entre las gentes distinguidas, aunque el forro entonces era sustituido por pieles de más alta calidad, como el zorro, la jineta y el castor; la segunda, que daba trabajo y vida a muchas familias con las herrerías, donde se fraguaba uno de los mejores aceros del mundo y no daban abasto para servir a la fábrica de armas; finalmente, la fabricación de damasquinados.

En cantidad innumerable de ocasiones había rogado a Marcelo que dejara aquel tan sacrificado y peligroso oficio de la posta e intentara entrar en alguna de aquellas cooperativas a fin de que estuviera más tiempo en casa y viera, de esta manera, crecer a sus hijos. Pero, por el momento, sus intentos habían resultado baldíos y su afán no parecía posible.

Leonor tenía pocas amigas y dedicaba sus horas a cuidar de los niños y a cultivar un pequeño huerto que se abría en la parte posterior de su vivienda y que le daba hortalizas, tomates y verdura no para vender, pero sí para ayudar a la economía familiar. Hacía poco había comenzado un pequeño negocio; como en el centro justo de su parcela tenía una morera se había decidido a criar gusanos de seda y con el tiempo soñaba poder comerciar con ellos y vender su seda a los artesanos que trabajaban los damasquinados.

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