Catalina la fugitiva de San Benito (92 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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Una vez instalados en la salita, ambos jóvenes comenzaron a charlar de cuantos sucesos y rumores corrían por la Corte. Diego quiso saber cosas de la vida de Catalina que se refirieran a su familia y a su vida anterior antes de dedicarse al arte del teatro.

—¡Ay, don Diego! Mi vida es intrascendente. Nada me ha sucedido de especial relieve y no tengo aventuras que contar. Mis padres ya eran cómicos y como es lógico las tablas eran sin duda mi destino. Lo único que puedo deciros es que tuve la suerte de que un buen maestro me enseñara las letras y me aficionara a leer, que vos sabéis es una rara condición en las mujeres de esta época.

María Cordero entró portando dos refrescos y les comunicó que la cena estaría a punto dentro de una hora y que la serviría, tal como habían quedado anteriormente, en el velador.

El tiempo transcurrió para ambos como un soplo y a Diego le pareció imposible que, en tan breve espacio, hablaran de tantas y tan diversas cosas y la confianza entre ellos se hiciera tan palpable hasta el punto que al levantarse para pasar al jardín le parecía que conocía a aquella hermosa mujer desde siempre. La mesa estaba instalada al fondo bajo el emparrado de buganvilla y un macizo de galán de noche perfumaba el ambiente. Un candelabro de cuatro brazos colocado sobre un elevado trípode iluminaba la escena; la mesa era para dos comensales y estaba preparada con un gusto austero, tal como había ordenado Catalina a la dueña.

Diego ayudó a la muchacha a sentarse y él hizo lo propio frente a ella. Ninguno de los dos creía lo que estaba viviendo. La cena fue frugal pero exquisita. María había hecho como entrante una sopa de verduras en la que flotaban unas sazonadas albóndigas de carne; después sacó un hojaldre relleno de salmón y finalizó con unas perdices en salsa cazadora; de postre hubo helado de canela y sirope de fresas de Aranjuez, todo ello regado con caldos de la vega del Duero. Al finalizar, entre el vino y la charla ambos se hallaban relajados y algo achispados.

—Clara, ¿queréis creer que siento como si os conociera y tratara desde hace un montón de años?

—A mí, Diego, me ocurre lo mismo.

Al fondo del pequeño jardín había un banco mecedor al costado de una rosaleda. Frente a él y sobre una mesa plegable, la Cordero había instalado sendas infusiones y la damajuana con el licor de cerezas.

—Si no os importa, niña, me voy a retirar; tengo un insoportable dolor de cabeza. No recojáis nada; mañana lo haré yo. Si me excusáis, don Diego.

—No tengáis reparo; yo cuidaré a vuestra ama, y que os aliviéis.

Partió la mujer y Catalina invitó a su enamorado a trasladarse al rincón de los rosales. Una luna rojiza casi llena iluminaba la noche con un preludio de sangre y el jardín exhalaba unos efluvios de rosas que hechizaban el ambiente. Diego se hallaba en el séptimo cielo; al principio se mantuvieron en silencio sin atreverse a romper la magia del momento. Luego Diego habló.

—Clara, no sé cómo comenzar lo que os quiero decir sin que penséis que me he vuelto loco o que soy un irresponsable.

La muchacha ni respiraba.

—Hablad, amigo mío, no tengáis pena ni cuidado. Hoy por lo visto es una noche singular por muchos conceptos.

Diego tomó la botella del licor de cerezas y tras servir un dedal en la copa de Catalina llenó la suya y la vació de un trago.

—Clara, no soy un cortesano ni tengo experiencia en estos lances. Hasta hace tres años no había salido de Benavente y para mí la Corte era un campo desconocido. Lo que os voy a decir quizás os inclinará a tener un frívolo concepto de mi persona, pero ¡os juro por lo que más quiero, que es la vida de mi padre, que es la verdad!

Catalina gozaba de aquel maravilloso instante por el que tanto había porfiado.

—Os escucho, Diego. No os preocupéis, no voy a hacer ningún juicio precipitado sobre vuestras palabras. Hablad sin reparo.

—¡Os amo, Clara! Desde que os vi por vez primera y os envié la nota, no he dejado de pensar en vos; sois mi motivo y mi tormento y si no correspondéis a este sentimiento tan hermoso que ha nacido en mi corazón, creo que me quitaré la vida.

Catalina deseó que aquel minuto se eternizara, que el reloj del tiempo se parara y los astros del firmamento detuvieran el curso de sus órbitas.

—Me halaga lo que decís, pero no sabéis quién soy y apenas habéis cruzado conmigo un montón de palabras. ¿Cómo podéis estar seguro de vuestros sentimientos?

—¿Creéis en el destino, Clara? Yo sí creo, y el mío y el vuestro están juntos en las estrellas del firmamento. —Diego se había acercado a ella y en tanto le pasaba el brazo derecho por detrás rodeando sus hombros, con la mano izquierda le señalaba la bóveda celeste—. Ved, aquella constelación es Pegaso y la de su lado es Andrómeda; desde que el universo existe están ahí, destinadas a permanecer juntas desde la noche de los tiempos hasta el fin de los días. Con nuestros destinos ocurre lo mismo.

Catalina no se atrevía a moverse por no romper el encanto. Diego bajó la mano que señalaba las estrellas y tomando a Catalina por la barbilla la obligó a volver su cara hacia él; entonces la besó. Fue un instante infinito, la culminación de algo trascendental. Luego Diego se apartó un poco y la miró intensamente.

—¡Casaos conmigo, Clara! Conozco un fraile que, por la mañana, nos unirá para siempre. —Ahora había retirado el brazo de sus hombros y le tomaba las manos.

Catalina tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano.

—Diego, ¡yo también os amo y no sabéis de qué forma! Mi familia no pertenece a la nobleza y sería un egoísmo por mi parte el indisponeros con vuestro padre, al que tanto amáis, y aprovecharme de la locura de esta noche.

—¡Si me amáis estoy dispuesto a todo!

—Os voy a demostrar cuánto os amo, pero no estoy dispuesta a que sacrifiquéis vuestra vida en aras de un hermoso sueño del que luego podríais arrepentiros. Aunque soy una mujer del teatro, soy digna y hasta la fecha me he mantenido honrada; esta noche, si la queréis, os ofreceré mi virginidad... sin ningún compromiso por vuestra parte. Es el presente más importante que una mujer puede hacer a un hombre. Esta semana, para mí, es de capital importancia; si el jueves que viene seguís pensando lo mismo después de haberme tenido, entonces os responderé.

Diego se había quedado sin habla.

—¡Clara, ni me atrevo a pensar lo que habéis dicho! ¿Tanto me amáis?

—Ahora lo veréis, venid Diego.

La muchacha se levantó, decidida, del banco y tomó a Diego de la mano. Él la seguía como si estuviera bajo el efecto de una pócima. Fueron hasta el saloncillo; ella señaló el reloj de agua que había sobre la repisa de la chimenea.

—Cuando el agua de la clepsidra haya cambiado diez veces de vasija, entrad en mi cámara.

Diego no daba crédito a lo que estaba viviendo. Catalina desapareció tras la puerta de la estancia que se abría a la derecha.

Al cabo del tiempo señalado, él tocó con los nudillos en la hoja de la puerta. No obtuvo respuesta; bajó el picaporte y empujó suavemente. Sobre el lecho, en su maravillosa desnudez, estaba Catalina, sonriente, tímida y expectante. Diego se fue quitando las ropas en tanto se aproximaba al tálamo; cuando ya estuvo acostado a su lado, habló susurrante.

—Me casaré con vos, ¡lo juro!

Ella puso su índice sobre los labios de él.

—¡Chist! No habléis ahora.

Se amaron como dos locos hasta la madrugada, mendigando cada uno las caricias del otro. La noche se rompió en mil pedazos y fueron uno muchas veces.

Luego, al alba, Catalina salió a despedirlo y ya en el quicio de la puerta Diego, tras besarla de nuevo en los labios, dijo:

—Sea como queráis. El jueves, Clara, os volveré a rogar que os caséis conmigo.

—No os podéis imaginar lo lejos que está el jueves. Vivamos recordando esta noche...

Diego montó en
Lucero.

—¡Adiós, amada mía! No creo que llegue vivo al jueves.

—A lo mejor yo tampoco, Diego.

Y en tanto que montado en su caballo fruncía el entrecejo sin comprender lo que la muchacha había querido decirle, alzó su mano para despedirla.

Catalina dio media vuelta y se introdujo en la casa, cerrando tras de sí la puerta. Apoyando su espalda en ella, lloró lágrimas de un gozo inefable y de una angustia sin límites.

El duelo

Pese a las pragmáticas publicadas por el conde duque de Olivares en nombre del rey, la costumbre de batirse en duelo por el más nimio de los motivos no había sido desterrada de la Corte: fuere mirar a una dama o no mirarla, emplear un «vos» en vez de un «vuecencia», hacer un desprecio en público a alguien, maltratar a un criado de otro, cualquier motivo era suficiente para enviar los padrinos al ofensor.

Los lances podían ser a primera sangre o a muerte; los primeros se detenían cuando uno de los dos contendientes era herido y los segundos cuando uno era muerto por el otro. El retado escogía la clase de armas con las que se iban a batir y en ciertos casos de ofensas muy graves también los padrinos se desafiaban. Los lugares destinados a estos menesteres eran varios y todos conocidos por los alcaldes de la Villa y Corte, pero la ronda, si no era avisada expresamente, jamás acudía y dejaba que los poderosos resolvieran a su manera sus diferencias de aquella expedita forma, sin molestas intervenciones oficiales.

Uno de los lugares predilecto para tales menesteres era el claro que se abría junto a la tapia del cementerio que se hallaba a continuación del muro de la ermita del Ángel de la Guardia, en la orilla derecha del Manzanares. La ventaja del lugar consistía, primeramente, en que estaba alejado del centro urbano y después, que dos personas colocadas en los ángulos de la tapia y ocultas por el alcornocal dominaban los caminos por los que podía acudir la ronda, y tenían tiempo suficiente para avisar a los contendientes caso que ésta se presentara.

La noche era cerrada y la luna apenas se dejaba entrever entre los huecos ocasionales que unas nubes panzudas cargadas de lluvia y desflecadas en estratos dejaban, de vez en cuando, entre ellas.

Alonso y Diego acudían a la cita jinetes en sus caballos, a paso mesurado. Catalina, viendo al muchacho, no podía sustraerse del recuerdo de la noche del jueves anterior y, aunque comprendía que todo podía terminar en un corto lapso de tiempo, no por ello podía dejar de recordar, con toda intensidad, lo sucedido hacía tres días, cuando por primera y tal vez última vez había conocido el amor que tan vividamente, hacía algunos años, le describiera Casilda; su frase le martilleaba la memoria: «Es como si un arco iris os estallara en el vientre.»

Venían ambos charlando durante el camino del inminente duelo y Diego, aparte de insistirle para que desistiera de tan incierto lance presentando sus disculpas, le iba explicando la calidad e intensidad de sus sentimientos por Clara Arnedillo; para su íntimo gozo, le confesó que llegaría hasta donde hiciera falta con tal de conseguir su amor y, si tal decisión le acarreaba el tener que renunciar a su herencia, dispuesto estaba a arrostrar tal contingencia por el amor de la dama e incluso a enfrentarse a su padre y partir para Nápoles.

Catalina, ante tales palabras, se hallaba exultante y pensaba que ciertamente no era una ocasión apropiada para morir la de aquella noche.

—Mañana, cuando todo esto haya pasado, os vendréis a vivir a palacio. Quiero teneros cerca, Alonso, y agradeceros día a día mi felicidad.

—Suponiendo que haya un mañana para mí. Estoy ciertamente asustado.

—¿Me permitís que dé yo explicaciones por vos e intente impedir que este desastre se consuma? Estoy dispuesto a humillarme ante ese bellaco para evitaros este mal paso.

—Es tarde, Diego, la suerte está echada: lo que tenga que ser, será.

Los caballos habían cruzado ya el río y a lo lejos se adivinaban las sombras de tres personas.

—Mirad, parece ser que se nos han adelantado.

A Catalina le costaba en aquellas circunstancias recordar que debía impostar la voz y emplear la que tenía por costumbre cuando quien hablaba era Alonso. No era una noche apropiada para el lance que iba a protagonizar; la emoción la embargaba y unos pensamientos ajenos al momento, y sin embargo maravillosos, la perturbaban en unos instantes en los que su concentración debía ser máxima: se iba a jugar la vida en un triste lance y en un abrir y cerrar de ojos.

Dejaron sus caballos atados a las ramas de un árbol en la espesura del bosque y se acercaron al claro del alcornocal donde la láctea luz de la luna iluminaba la escena.

Cristóbal López Dóriga y el alférez Matías Campuzano aguardaban embozados en el centro del escenario donde se iba a desarrollar el drama; algo apartada y con la capucha colocada sobre su cara, se adivinaba la presencia de un eclesiástico.

—Bienvenidos, caballeros —comenzó Campuzano—. Si os parece, vamos a proceder para acabar con este lamentable asunto lo más rápidamente posible.

Entonces ambos contendientes desembozaron sus rostros y se desembarazaron de sus capas a la vez que lo hacían los padrinos. Cristóbal se sorprendió al reconocer a su compañero de estudios de la Casa de los Pajes.

—Desconocía, señor, que tuvierais estas amistades —espetó señalando a Alonso.

—No solamente las tengo, sino que me honro en ellas. Pero permitidme, en nombre de nuestro compañerismo de estudios, sugerir que tal vez una explicación evitaría este lance.

—Perdéis vuestro tiempo. La ofensa fue en público y mi honra únicamente podrá lavarla la sangre.

—Entonces, permitid que sea la primera sangre la que la restaure y deje las cosas como estaban.

—Mucha sangre se habrá de verter para que todo quede como estaba. ¡Dijimos en público que este encuentro sería a muerte, y a muerte ha de ser! ¡O sea que no perdamos más tiempo y procedamos! A no ser que vuestro pupilo tenga la cola de paja
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... —añadió con sorna.

—Vuestra boca, como siempre, es una cloaca. Dentro de un instante os enseñaran modales, si así lo queréis —respondió Diego.

—Compongamos, señores, el lugar del encuentro para evitar que la ronda irrumpa en la escena —intervino Campuzano.

—¿Qué sugerís? —indagó Diego.

—Si os cuadra, vos y yo, tras que vuestro apadrinado escoja el arma, partiremos hasta colocarnos en las esquinas de la tapia del cementerio; en ambas hay dos faroles y desde lejos nos divisaremos. Si viniera la ronda, un silbido del que primero la vea será suficiente para que el otro acuda a interrumpir el duelo y nos dé tiempo a montar en nuestros caballos y salir de naja, ¿os parece?

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