Catalina la fugitiva de San Benito (94 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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Rivadeneira se había acuclillado y observaba con detenimiento la mancha bajo el seno de Catalina.

—¡Fraile, cubridla y no la toquéis!

—¡No os metáis en esto! El padre debe cumplir con su obligación.

Catalina había perdido mucha sangre; oyó todo cuanto se decía pero veía la escena como si ella no fuera el personaje central de la misma. A lo lejos se comenzaban a divisar puntos de luz provenientes de antorchas que se acercaban portadas, seguramente, por gentes del rey. Diego también las había divisado.

—Ahora mismo voy a cargar al herido en un caballo y partiré.

—No es herido, señor, es herida y no vais a hacer tal.

—Y ¿quién lo va a impedir?

—No me obliguéis, don Diego. La cosa no va con vos. —La mano del portugués estaba sobre la guarda de su espada.

Entonces Catalina desde el suelo emitió un terrible grito que perforó la noche. Apenas la espada de Diego había recorrido la mitad del trayecto necesario para salir de su vaina cuando ya la punta del acero del de Fleitas se había clavado en su pecho, partiéndole el corazón.

El alférez Campuzano dirigió los pasos de su caballo al Búho Rojo, seguido por un demudado Álvaro que casi no se tenía en la silla; desmontaron en la calle Amor de Dios, frente a la barra de madera que se utilizaba para sujetar las cabalgaduras, y sacudiéndose el alférez el polvo de la galopada entraron en el figón. El ambiente era el de costumbre y Campuzano, siempre seguido de Álvaro, se dirigió a la mesa del rincón donde tenían por hábito ubicarse; el tabernero se acercó solícito y tras poner frente a ellos dos vasos de un vino peleón que siempre solicitaba el alférez se retiró.

—Ya veis cómo ha acabado todo. Y vos sois testigo de que se lo advertí.

—Pero ¿tenéis la certeza de que Cristóbal estaba muerto?

—La estocada fue mortal de necesidad; nada habría ocurrido si hubiera aceptado las excusas del tal Alonso Díaz, del que mis informantes me advirtieron era un terrible espadachín. En este Madrid de mis pecados todas las noticias vuelan; tengo amigos que se instruyen en la academia de don Pedro Pacheco, donde yo había practicado, y me consta que cuando éste escoge a uno de sus alumnos para tirar con él eso quiere decir que su nivel es extraordinario; además era ambidiestro y eso complica mucho las cosas.

—Estoy desolado y en parte me culpo de lo sucedido.

—No tenéis por qué hacerlo. Vos cumplisteis escrupulosamente la parte del plan que os correspondía y no dejasteis, ni un momento, el puesto de vigilancia, supliéndome bajo el farol para que yo pudiera regresar al lugar del duelo y ayudar a Cristóbal sin que el padrino de Alonso Díaz se diera cuenta del cambio. El que se demoró demasiado en dar la señal fue él, y le ha costado la vida; lo mismo que al bellaco que presumía de lanzar el cuchillo y su impericia hizo que la daga de Alonso acabara en su gaznate. Vos, os repito, no tenéis por qué culparos de nada.

—No me consoláis, Campuzano; Cristóbal era mi mejor amigo y la persona que más me ha ayudado a lo largo y ancho de mi vida.

—Pues en vuestra mano está vengar su muerte.

Los ojos de Álvaro de Rojo se iluminaron.

—¿Qué es lo que debo hacer?

El alférez, que conocía bien el carácter timorato e influenciable de Álvaro, se metió entre pecho y espalda un gran trago de vino y tras secarse los mostachos con el dorso de su enguantada mano prosiguió:

—Cristóbal era hijo único del viejo marqués de López Dóriga, que en su tiempo fue intendente mayor del Concejo de Justicia del Reino, donde conserva aún grandes amigos, y aunque sus calaveradas y ligerezas, de las cuales vos y yo somos algo responsables, le desagradaban, es innegable que sentía una pasión desaforada por su hijo.

—¿Y bien?

—Vais a volver a vuestra casa y vais a decir al viejo marqués que le infirió una afrenta imperdonable un tal Alonso Díaz, amigo de don Diego de Cárdenas, que se atrevió en público a poner en tela de juicio la limpieza de su sangre y el lustre de su apellido, y que no tuvo más remedio que batirse. Para no preocuparle, nada le dijo, pero en vez de un duelo lo que le prepararon, por lo visto, fue una celada; hubo una lucha de tres contra él y aunque dio cuenta de uno y dejó herido a otro, fue muerto a traición y con alevosía por el tercero, que se dio a la fuga en el momento que vos arribabais, ya que conociendo vuestra escasa aptitud para las armas os citó para una hora más tarde con el fin de no perjudicaros, creyendo que iba a ser un duelo entre caballeros; cuando llegasteis todo había concluido y solamente os fue dado presenciar el final. Entonces, al ver el estado de Cristóbal, que aún tuvo tiempo para relataros lo sucedido, partisteis para buscar un galeno a fin de socorrerlo e intentar salvar su vida y a la vez dar cuenta a la ronda de la emboscada para, de esta manera, poder remediar el desaguisado.

Esto hará que el marqués, en su ira, busque venganza y que vaya tras los pasos de Alonso Díaz, que quedó herido, y de Diego de Cárdenas. De esta manera podéis hacer el último servicio a vuestro amigo y vengar su muerte.

Álvaro de Rojo quedó un instante pensativo; luego, con los ojos arrasados por las lágrimas, respondió:

—Haré lo que me decís, y si mi testimonio sirve para colgar al que le infirió la ofensa en público y a su amigo, no me importará desvirtuar la verdad, porque el origen de esta desgracia parte del que se metió a defensor de aquella escalfafulleros
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.

Campuzano, que por evitarse cualquier problema era capaz de vender su alma al diablo, replicó:

—Sois un caballero y un verdadero amigo. Contad con mi ayuda. Si el viejo marqués pone en duda vuestra palabra, yo diré que Cristóbal me explicó lo mismo al respecto de la ofensa que le infligieron; no conviene que me nombréis, ya que mi fama podría perjudicar a Cristóbal.

Tras esto último partieron cada uno a lo suyo: Campuzano a matar la noche y Álvaro, imagen de la desolación y el desamparo, a cumplir lo que él creía era su obligación hacia el amigo muerto.

De D. Sebastián Fleitas de Andrade

A Su Ilustrísima D. Bartolomé Carrasco,

Secretario Provincial del Santo Oficio. Astorga

Mi muy dilecto protector y amigo:

Me es muy grato comunicaros que la tarea que me encomendasteis, y en la que he puesto tanto celo y dedicado tanto tiempo, casi ha sido coronada.

Tal como os expuse en mi anterior carta, demandé a persona amiga y afecta al Concejo de Interior la lista de asistentes a la fiesta que con motivo del cumpleaños de su hija dio el señor de Mendoza, a la cual acudieron más de un millar de invitados, y que al asistir a ella el valido del rey era preceptivo el presentarla al concejo a fin de obtener la venia.

Tras repasar los nombres una y mil veces, y clasificarlos por familias y edades, di con la persona que, en palabras de la Andrade, podía ser el «enamorado» de nuestra monja, y que no podía ser otro que el hijo del marqués de Cárdenas que figuraba en la tal relación. No me cabe la menor duda de que, bajo el falso nombre de Alonso Díaz, la aspirante Catalina Gómez se alojó en su casa de Benavente por más de dos años bajo la figura de un paje. Ése y no otro fue el motivo de la extraña reacción de don Suero de Atares al ver el boceto que el padre Rivadeneira hizo de su rostro y en el que reconoció, sin duda, la cara del susodicho.

Todo este embrollo lo deduje el viernes y desde ese día puse disimulada vigilancia cerca del domicilio de los Cárdenas esperando que la pieza se acercara por las inmediaciones, o bien que éste acudiera a alguna cita con su amada y nos condujera a ella; ya sabéis que, en la juventud, tira más el sexo que una yunta de bueyes.

El caso fue que hasta el domingo a la noche nada ocurrió, pero ese día al atardecer se reunieron ambos, y ella bajo el disfraz de Alonso Díaz. Cuando me dijeron hacia dónde encaminaban sus pasos supuse al punto que el lance iba de duelo, ya que el lugar no admitía dudas. En cuanto me fue posible y tras enviar un parte que llegaría a la ronda con el conveniente retraso, allá me dirigí en compañía de Rivadeneira, que puede testificar lo que convenga.

Cuando llegamos, todo había terminado. La luna iluminaba un espectáculo dantesco: Catalina, o Alonso, como queráis llamarla, yacía en el suelo con un cuchillo clavado a la altura del hombro. A su alrededor todo era sangre y desolación: aparecían muertos dos hombres, el primero con una daga clavada en su garganta que puedo asegurar, por el tipo de herida, era la misma que mató a nuestro hombre cerca de la calle de los Francos, y el otro que resultó ser el unigénito del marqués de López Dóriga con una estocada certera en medio del pecho. La interfecta tenía el jubón abierto, lo que reveló su condición femenina, y os puedo asegurar que bajo el seno derecho tenía la señal que con tanto denuedo hemos buscado. Cuando estábamos en ello surgió de la espesura don Diego de Cárdenas intentando llevársela consigo, cosa a la que lógicamente nos tuvimos que oponer; y al hacerlo y desenvainar él su acero, me vi obligado a hacer lo propio y, en un desgraciado lance, darle muerte.

Las luces de las antorchas de la ronda ya se veían en lontananza y tuve que obrar con rapidez. Busqué en la escarcela de la herida, que estaba desmayada, y hallé en ella un billete con una dirección que, por cierto, estaba muy próxima al lugar donde fue muerto nuestro hombre. Cuando llegó el alguacil con los corchetes me presenté diciendo quién era y que era yo la persona que había dado el aviso de aquel duelo al que, por desgracia, habíamos llegado tarde; las pisadas de caballos por el suelo delataban que los contendientes había sido más pero que la estocada que había matado al hombre y la daga que había muerto al otro eran sin duda de la mujer que estaba en el suelo ya que, aunque de lejos, el padre Rivadeneira y yo lo habíamos presenciado todo gracias a la claridad de la luna. En cuanto a la muerte de Diego de Cárdenas, la justifiqué diciendo la verdad, y ésta fue que no tuve más remedio que repeler su ataque porque quiso hurtar el cuerpo de la herida, intentando que ésta escapara así del brazo de la justicia.

En este instante quiero deciros algo que creo interesante. La ronda se llevó a la interfecta al hospital de las Ánimas, que como sabéis está vigilado cual si fuera una prisión, con la amenaza latente por mi parte, para que se la transmitieran a los cirujanos que tuvieran que extraer el puñal de la herida, de que con su vida responderían de que nada le sucediera a la monja, ya que siendo una huida del Santo Oficio y habiendo incurrido en varios delitos que atañían a la Corona, todavía no se sabía a qué jurisdicción correspondería el juzgarla.

Os explico todo esto por si creéis conveniente que el trabajo sucio lo realicen los hombres del rey. De esta manera nos libraremos, sin mancharnos las manos, de tan engorroso asunto, ya que al haber muerto don Diego de Cárdenas es posible que su padre busque venganza y pienso será mejor permanecer alejados de todo el embrollo. Nuestro interés está en la monja y figurará que cuando nos presentamos en el lugar, la ronda había tenido ya que intervenir. Como comprenderéis, su palabra, al ser encausada, carece de valor, y un generoso dinero repartido entre el alguacil y los corchetes nos asegura que en el juicio, si lo hubiere, no tendrán inconveniente en afirmar que se vieron obligados a dar muerte al de Cárdenas al resistirse a la autoridad del rey y desenvainar la espada.

Otrosí, al dejar suelto el caballo que pertenecía a la monja éste nos condujo sin dudar a la cuadra adyacente a una mancebía muy conocida en Madrid, cuya dueña ya está presa por encubridora. El callejón posterior es el lugar donde fue muerto nuestro hombre, os repito, con una herida en la garganta proporcionada por la misma daga que mató al individuo fenecido en el lugar del duelo, y al registrar su aposento tuvimos la evidencia de sus tratos con el maligno: oculta bajo su colchoneta, hallamos una figurilla de las que tan comúnmente se emplean para hacer sortilegios y encantamientos.

Espero por tanto, excelencia, vuestras oportunas decisiones, que podréis tomar teniendo en cuenta los datos que os he proporcionado.

Os tendré al corriente de la salud de la monja, por si decidís acudir a visitarla ya que tantos quebraderos de cabeza os ha proporcionado.

Sebastián Fleitas de Andrade

El dolor de los padres

Don Benito de Cárdenas había envejecido de repente diez años. Aquel hombre recio y lleno de vida se había convertido en un anciano al que nada parecía importar salvo lavar la honra de su casa y descubrir todo lo referente a lo sucedido en aquel triste lance que se había llevado la vida de su único hijo.

Don Suero de Atares había llegado a Benavente presidiendo la comitiva que conducía el cuerpo sin vida de su pupilo. Estaba ésta compuesta por el furgón fúnebre tirado por cuatro caballos y conducido por dos cocheros y dos palafreneros, que se alternaban en la tarea y lo, acompañaban, amén de cinco jinetes de la casa de Cárdenas, el capellán y Lorenzo
el Encomendado.
Habían salido de Madrid cinco días antes y tuvieron que hacer varias paradas para despachar, con las parroquias por las que iban pasando, los correspondientes trámites y gastos de los cánones eclesiásticos referidos a los derechos de entierro que correspondían a cada una de ellas. Don Benito, que había recibido la noticia de lo ocurrido mediante un correo que llegó a los dos días del triste suceso, había salido al encuentro de su hijo bajando hasta Villalpando; allí se refugió en la posada y no salió de su aposento hasta que le notificaron que la comitiva arribaba. Entonces montó en su caballo y fue a su encuentro.

El momento fue terrible. El anciano se abrazó al cajón que transportaba los despojos del joven y a duras penas, entre el capellán y don Suero, consiguieron arrancarlo. Al día siguiente, en el pequeño cementerio de la casa palacio de Benavente eran inhumados y depositados al costado de su madre, la difunta marquesa de Torres Claras, en una sencilla y recogida ceremonia a la que el marqués convocó únicamente a sus más próximos allegados y a sus más fieles vasallos, ya que el marquesado de Dos Torres era de horca y puchero
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, los restos mortales de Diego de Cárdenas, muerto en la flor de la vida.

Luego de la ceremonia, en la biblioteca del palacio el marqués y el ayo se hallaban reunidos: ambos personajes de negro absoluto en lo exterior, con la única salvedad de la roja cruz de Calatrava sobre el pecho del marqués, y en lo interior negros pensamientos, de justicia los de don Benito de Cárdenas y de venganza los de don Suero de Atares.

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