Catalina la fugitiva de San Benito (95 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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—Como os decía, señor, la carta me la encontré sobre la escribanía del despacho el lunes por la mañana.

Sobre la mesa yacía abierta una misiva y el marqués, tras calarse los anteojos, la volvió a releer por enésima vez. Decía así:

Querido ayo:

Las circunstancias me han deparado la ocasión de poner en práctica las enseñanzas de hidalguía y caballerosidad que durante tantos años me habéis inculcado.

Alonso Díaz tuvo que salir en defensa de una dama gravemente ofendida por un caballero que por su comportamiento no merece el calificativo de tal. El caso es que me pidió si tenía a bien el apadrinarle en tan grave lance; como comprenderéis no pude negarme y, por más que los conocéis, os repetiré los motivos. En primer lugar creo que siempre estuve en deuda con él desde que lo dejé en Benavente tras asegurarle, en mil ocasiones, que vendría con nosotros a Madrid; y en segundo, a él debo mi felicidad pues ha sido quien me ha facilitado el encuentro con la dama de mis sueños y por la que mi corazón late de amor día y noche desde que la conocí. No es tiempo de deciros todavía su nombre, pero en cuanto ello sea posible vos y mi señor padre seréis los primeros en saberlo. Únicamente os diré que el jueves por la noche conocí el auténtico amor y que si muriera, habría valido la pena el tránsito por este mundo.

Os diré que el lugar del lance será la tapia del cementerio que se halla junto a la ermita del Ángel de la Guardia, a la vera del Manzanares, y el encuentro será esta noche. Os tengo que aclarar que el duelo entre ambos contendientes será a muerte; no así el de los padrinos, que si lo hubiere, como es costumbre, sería a primera sangre.

Espero que jamás leáis esta carta, ya que cuando regrese esta madrugada yo mismo me encargaré de destruirla; de no ser así, es que algo malo ha ocurrido. Si tal fuera, os agradezco cuanto hicisteis siempre por mí y os encargo que digáis a mi señor padre que jamás lo tuvo mejor hidalgo alguno... y que lo amo.

Recibid en este instante la expresión de todo mi respeto y afecto,

Diego

El marqués, tras retirarse los quevedos, con un pañuelo de batista se enjugó una lágrima furtiva.

—Y ahora, don Suero, habladme como si todo fuera nuevo y no os saltéis detalle alguno, ya que cualquier pequeño olvido pudiera ser trascendental. Como os he dicho, pienso ir a la Corte e indagar todas aquellas cosas que permanecen oscuras, y no he de parar hasta que se haga justicia y pienso agotar todas aquellas vías de amigos e influencias a las que jamás molesté y que están en deuda conmigo.

—Comenzaré de nuevo por el principio. El jueves de madrugada llegó Diego a casa en un estado de euforia jamás visto por mí anteriormente. Indagué qué era lo que tan feliz le hacía y me respondió que no era tiempo de hablar todavía, pero que pronto me podría revelar su secreto; pensé que era cosa de amoríos de juventud y no le di más importancia, intuyendo que a lo mejor algo tenía que ver la belleza de doña Elena de Mendoza, de la que alguna vez me había hablado.

Transcurrieron el viernes y el sábado y don Diego los pasó en un estado de inquietud y desasosiego fuera de lo común que me obligó a indagar, de nuevo, qué era lo que le pasaba; me respondió que se avecinaban sucesos importantes y que su auténtica mayoría de edad estaba próxima, y que el lunes por la mañana se consideraría un autentico caballero. Por la noche interrogué a Lorenzo por descubrir algún dato que me diera alguna pista, pero el muchacho, os puedo asegurar, nada sabía. Lo siguiente fue la carta que ya habéis leído.

—Explicadme de nuevo todos los pasos que realizasteis el lunes tras enteraros del contenido del escrito.

—Lo primero fue subir a la cámara de Diego por ver si se hallaba descansando; el lecho estaba sin tocar y era evidente que no había dormido allí. Luego me dirigí al encuentro de Lorenzo por ver si éste me podía aclarar algo que yo no supiera o tal vez quisiera ocultar algún lance amoroso de vuestro hijo... Pero el papel me quemaba las manos. Al asegurarme que nada sabía de todo aquello ordené ensillar los caballos y acudir al lugar del encuentro. Me dirigí con Lorenzo a la ermita del Ángel de la Guardia, junto a la ribera del río, y tras la tapia del cementerio pude observar las huellas del lance. Allí más que un duelo se había desarrollado una escaramuza: las pisadas de los cascos de caballos eran muchas y variadas y en tres lugares concretos se veían rastros de sangre.

—¿Entonces?

—Entonces me dirigí, siempre acompañado por Lorenzo, a la alcaldía mayor de la Villa y Corte, y tras pasar por cuarenta negociados y decir quién era me recibió el alguacil encargado de tramitar los sucesos acaecidos durante la noche. Allí me enteré del terrible episodio, con las extrañas connotaciones que en él concurren y de las que ya os he dado cuenta.

—No os importe; repetidme, de nuevo, todo otra vez.

—Hubo un duelo parece ser entre Alonso Díaz y Cristóbal López Dóriga, del que Diego ya os habló en varias ocasiones y, ciertamente, no era santo de su devoción, y el cual resultó muerto; otro individuo, por lo visto de condición inferior, murió asimismo de una cuchillada lanzada desde lejos y un tercero, intuyo que el padrino de López Dóriga, partió tras atacar a ambos y avisó a la ronda, aunque esto último son suposiciones mías. Tal como os expliqué, Alonso Díaz cayó herido y vuestro hijo pretendió, enfrentándose a los hombres del rey, llevárselo, imagino que para que fuera atendido por un galeno; en esta reyerta mataron a Diego.

Cuando el alguacil examinó la herida de Alonso resultó no ser tal y allí mismo, y a causa de descubrir su pecho para intentar restañarle la sangre, supieron que era mujer. Luego, ya apresada, se supo que era la aspirante escapada de San Benito y a la que aquí en Benavente dimos cobijo durante dos años o más en calidad de paje, y que nos visitaba en Madrid con asiduidad siempre bajo la apariencia de Alonso y a la que Diego regaló a
Boabdil;
o sea que el extraordinario parecido que vos y yo hallamos en el boceto que trajo aquel portugués, de ingrato recuerdo para mí, no era tal parecido, sino que era la misma persona.

Si vuestro hijo acudió a apadrinar el duelo sabiendo que Alonso era mujer o de buena fe creía que era Alonso Díaz, esto no lo sabremos hasta que podamos hablar con esta criatura. La empresa es harto difícil ya que, habiéndose metido por el medio el Santo Oficio, os consta que en tanto esté bajo su jurisdicción harán lo imposible para que siga incomunicada hasta que acaben sus averiguaciones, y la tienen en el hospital de la Ánimas vigilada y custodiada cual si se tratara del mismo Rodrigo Calderón
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antes de ejecutarlo.

—Me parece todo tan extraordinario que si no fuera porque aquí lo vivimos, no daría crédito al asunto. —Aquí el viejo marqués hizo una pausa—. Hemos de hacer por ver a esa muchacha, porque es la única persona que sabe a ciencia cierta lo que allí ocurrió y, tanto si es una monja como si fuera Alonso Díaz, me consta que no nos engañó a ambos durante tanto tiempo en cuanto a la nobleza de su corazón y que es una cabal persona incapaz de mentir en asunto tan grave; máxime si sabe que mi hijo ha muerto por su causa, ya que está claro que el pleito, ya fuere hombre o mujer, era con ella y Diego fue a ayudarla.

Por lo tanto, don Suero, preparad el coche de viaje que partiremos sin demora hacia Madrid; y no he de parar hasta que halle al culpable, si lo hubiere, de la muerte de mi hijo, y que si él en su juventud e inexperiencia hubiere cometido la insensatez de enfrentarse a la ronda y hubiere en este lance hallado la muerte, quiero saberlo a ciencia cierta pues si no no moriré en paz.

El escudero se levantó lentamente.

—Voy a cumplir vuestras órdenes. Pero ¡por Dios vivo juro que el que ha dado muerte a Diego, sea quien sea, pagará con su vida! Y no sé cómo lo lograré, pero tened por seguro que nada ni nadie me impedirá entrevistarme con Alonso.

Lo seguía llamando así.

Un intendente real había acudido el martes por la mañana a dar el pésame en nombre del gabinete privado del conde duque de Olivares al señor de López Dóriga, lamentando el triste suceso y asegurando que el brazo de la justicia llegaría hasta donde hubiere lugar y no pararía hasta que el único culpable que estaba preso fuera castigado, pues los otros dos estaban muertos: uno allí mismo, de una cuchillada en la garganta, y el otro al intentar hacer frente a la ronda a fin de proteger a su compañero herido, que además resultó
ser
persona de mala índole ya que estaba asimismo requerida por el tribunal del Santo Oficio; si bien su hijo Cristóbal había cometido la falta de acudir a un duelo, cosa prohibida por varias pragmáticas reales, más lo estaba una vil emboscada planificada con nocturnidad y alevosía.

Como las noticias corrían por Madrid, Álvaro se enteró de las últimas novedades y adecuó su relato a las circunstancias.

El miércoles, tras la ceremonia del entierro, en casa de los López Dóriga se desarrollaba la siguiente escena.

Álvaro de Rojo y de Fontes, abrumado por los remordimientos y tembloroso, estaba en pie ante el anciano señor de López Dóriga dando, de nuevo, la versión planeada por el alférez Campuzano. Este, abusando del carácter retraído e inseguro del muchacho, lo había usado para quitarse de en medio y de esta manera no tener problemas con la autoridad de los alcaldes de la Villa y Corte, reformando sin embargo la versión posteriormente al saber que Diego de Cárdenas había muerto al hacer frente a la ronda.

—Y os aseguro, señor, que nada más se pudo hacer; fue una maldita celada que tendieron el tal Alonso Díaz, otro individuo y Diego de Cárdenas, compañero nuestro este último en la Casa de los Pajes. Cristóbal fue a mantener con la espada el buen nombre y el lustre de vuestro apellido, manchado públicamente, en un duelo que él supuso iba a ser entre caballeros, pero los otros se anticiparon y se topó con una emboscada.

Yo acudí a la hora que el me indicó para asistirle en calidad de padrino, pero cuando llegué era ya tarde y sólo me cupo ver el desastre; partí a caballo porque Cristóbal yacía muerto y a nada conducía que me dejara matar luchando, en inferioridad de condiciones, contra los dos traidores que aún restaban en pie. Vuestro hijo, por lo visto, se había defendido como un león, había herido a uno y dado cuenta del tercero lanzándole a la garganta su vizcayna; era tarde para hacer algo por Cristóbal, y solamente me restaba ir a buscar auxilio y ser el mensajero que, aunque portador de malas nuevas, os transmitiera la verdad.

El de López Dóriga escuchaba la explicación de Álvaro en la glorieta de verano de su palacete con la pierna extendida y apoyado el pie en un taburete a causa de sus gotosos padecimientos. El noble, con pausado gesto, se mesó la barba cana y habló luego:

—Vengo dándole vueltas a esto desde el lunes a la mañana. No se me alcanza que un caballero deje a su compañero abandonado porque está caído, sin tener la certeza de que está muerto, y ni aun así; y vos no podíais tenerla. Me habéis defraudado, Álvaro; de haber aguantado allí, quizás hubierais salvado la vida de mi hijo, quien al llegar la ronda parece ser que aún alentaba.

Soy ya muy anciano y, por qué no decirlo, temía un final de esta guisa. La vida de crápulas que llevabais y las compañías, que de todo se entera quien quiere enterarse, que frecuentabais, auguraban algo parecido. "Aquellos vientos trajeron estos lodos." Siento un dolor lacerante en mi viejo corazón, que no comprendo cómo todavía no se ha rendido. Marcharéis de esta casa; se me hace imposible soportar vuestra presencia. Cuando sea el momento del juicio se os convocará, pero, aun a riesgo de manchar mi apellido, os ruego que no mintáis. Y ahora dejad dicho al mayordomo las señas donde pensáis alojaros, ya sea en Madrid o en la casa de vuestros padres en Quintanar, y ahorradme la carga de vuestra presencia. —Y con el gesto desmayado de su mano, el viejo hidalgo dio por concluida la entrevista.

Y nació otra Catalina

Las brumas de su cerebro no se disipaban y Catalina no sabía si vivía o si soñaba; la realidad y la ensoñación se mezclaban en su mente y su duermevela era sudoroso y agitado. Echada en un jergón, yacía en una celda del hospital de las Ánimas, que más que hospital era una cárcel, y su puerta, además de la guardia del rey, la custodiaban dos familiares del Santo Oficio con orden expresa de que nadie que no fuera el físico que la había intervenido a fin de extraerle la hoja del puñal que había traído alojado en su hombro o las monjas que lo ayudaban la traspasara. De vez en cuando entraba una hermana que le revisaba el vendaje y le cambiaba la torunda del emplasto, dándole a beber un cocimiento amargo que la sumía, todavía más, en su letargo. Su mente transitaba, cual péndulo, de uno a otro recuerdo. Por una parte se negaba a admitir la última secuencia del drama y se bloqueaba ante la imagen del pecho de Diego atravesado por la espada del portugués sin que él hubiera tenido siquiera tiempo de desenvainar la suya y, por otra, gozaba y se recreaba en los recuerdos de los sucesos acaecidos en la casa de la viuda, en la calle de la Flor, la noche del último encuentro. Todos los detalles de aquella jornada desfilaban lentos y diáfanos ante los ojos de su atormentado espíritu.

Había perdido mucha sangre y se encontraba muy debilitada. Súbitamente su oído creyó percibir un ruido de pasos y las voces de varias personas que se aproximaban a su cubículo. Cuando la puerta ya se abría, mantuvo los ojos cerrados simulando que seguía sin conocimiento; Fleitas, Rivadeneira y un galeno irrumpieron en el espacio y se acercaron a su yacija.

—Vivirá. Ha perdido mucha sangre, pero vivirá. —La voz neutra del físico daba su pronóstico.

—Más os vale. La interfecta tiene que vivir; es necesario que pueda tener un juicio y que luego cumpla la sentencia. Lo más fácil es que muera, pero no ahora; al Santo Oficio le gusta que las normas se cumplan. —La voz dominante era la del portugués.

—Abridle la camisa, es preciso que veamos algo. —Ahora era Rivadeneira el que se dirigía al físico.

Catalina sintió que alguien le desabotonaba el vasto camisón de rústica sarga y una mano fría y húmeda le sobaba el seno izquierdo, oprimiéndolo hacia arriba; de nuevo la voz del portugués resonó en el cerrado espacio.

—La señal es evidente; su excelencia reverendísima estará satisfecho. Esta historia está a punto de concluir, pero a los argumentos que ya conocéis no añadiremos éste. La orden de su ilustrísima es taxativa; la prohibición de que alguien la visite sigue en pie. Me notificaréis si alguna persona no autorizada intentara tomar contacto con la recluida, ¿me habéis entendido?

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