Catalina la fugitiva de San Benito (101 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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Catalina se dio cuenta durante la marcha del pozo de ciencia práctica que albergaba la mente de don Suero e imaginó mil veces lo que debió ser el primer viaje al mundo exterior de Diego, le parecía que hacía ya mil años, cuando fue con su ayo hasta San Benito.

Procuraban hacer etapas de no más de diez leguas para no reventar a los caballos, ya que no querían acercarse a ninguna posta para cambiar a los animales. Acampaban en lugares propicios, procurando que hubiera en las cercanías algún arroyo o por lo menos algún regatillo de agua en el que abrevar a las cabalgaduras, beber y lavarse ellos, así como pescar alguna trucha o algún barbo si lo hubiere; cazaban, de igual manera, algún que otro conejo o liebre y en una ocasión don Suero acertó con su ballesta a un ánade que se retrasó respecto de sus compañeros al iniciar la bandada el vuelo. Cuando salía al paso alguna solitaria casa de campo, don Suero o Lorenzo se adelantaban y compraban comida o lo que hubiere menester.

De esta manera, al atardecer del quinto día llegaron a Benavente. La impresión que le produjo a Catalina verse de nuevo ante la mansión de los Cárdenas fue excesiva; a su mente acudieron, desordenados, un cúmulo de recuerdos imborrables que en su memoria habían adquirido categoría de trascendentales, y su corazón sangró porque presidiendo todos ellos estaba la figura de su amado.

A su llegada lo primero que hicieron fue dirigirse a las cocheras y dejar en las caballerizas a los cansados animales para que recibieran los cuidados y desvelos a los que se habían hecho acreedores. Luego, dos lacayos recogieron todo su equipaje y, atravesando el patio posterior del palacio que Catalina recordaba de cuando de madrugada lo cruzó, hacía un siglo, montada en la calzada y sigilosa
Afrodita,
se dirigieron al interior por una de las puertas que utilizaban los criados.

Todos habían oído hablar de los hechos acaecidos y miraban a Alonso con un respeto especial. Conociendo la historia y sabiendo que tras su apariencia se ocultaba una mujer, los ecos de su valor que hasta allí habían llegado todavía los asombraban más, despertando su admiración y un sentimiento de solidaridad y orgullo por saber que ésta, al igual que ellos, pertenecía a la casa de Cárdenas.

Don Suero se adelantó a saludar al marqués y al poco compareció en la biblioteca donde aguardaban Catalina y Lorenzo para anunciarles que don Benito de Cárdenas los esperaba en la galería que daba a la sala de armas. El corazón de la muchacha comenzó a batir como si de nuevo fuera a ser juzgada por el tribunal. Caminaron pasillos y salones y cada rincón, cuadro o escultura trajo a la muchacha algún perdido recuerdo que, hasta aquel día, había vivido, sin saberlo ella, archivado y oculto en el desván de su memoria. Al final de la acristalada galería se hallaba instalado en un sillón frailuno, con las piernas envueltas en una manta y los pies apoyados en un escabel bajo, don Benito de Cárdenas, marqués de Torres Claras.

El impacto que su visión causó en Catalina fue extraordinario. Aquel hombre, que ella recordaba poderoso y lleno de vida, se había convertido tras la irreparable pérdida y la injusta sentencia en un anciano de extraviada mirada, cuya mano, cuando ella dobló la rodilla para besarla, temblaba visiblemente. Luego del homenaje, Lorenzo y ella quedaron de pie a prudente distancia esperando que el marqués les dirigiera la palabra.

Al principio el noble pareció no entender lo que estaba pasando, mas luego convergió su mirada sobre ellos y pareció darse cuenta de su presencia.

—¿Por qué me engañasteis, Alonso? ¿No os ofrecí mi hospitalidad incondicional cuando llegasteis a esta casa?

Catalina, sorprendida, no encontraba las palabras oportunas para responder.

—Estaba asustada y desvalida, señor. Era muy joven, no sabía quién era y, sin embargo, me sabía perseguida.

El viejo marqués cambió erráticamente de tercio:

—¿Amáis mucho a mi hijo?

Catalina comprendió que la mente del anciano se negaba a percibir la realidad y se aferraba al pasado.

—¡Con todo mi corazón, señor!

—Él no está ahora y tardará algunos días en volver... pero sé que me agradecerá que os trate como si estuviera con nosotros. Me enseñaron una carta suya y he hablado con don Suero, y me consta que os corresponde. Sed bienvenida. Id a descansar hasta la cena, que será dentro de una hora, y hacedlo en la alcoba central del primer piso; os están aguardando. —El señor de Cárdenas mezclaba el pasado con el presente y con los hechos acaecidos, y aunaba en una sola persona a Alonso, a Catalina y a Clara Arnedillo.

El marqués regresó de nuevo a su mundo interior e hizo caso omiso de la presencia de Lorenzo, con quien no cruzó ni una palabra.

Cuando salieron de la estancia, Catalina interpeló a don Suero.

—¿Cómo es que no me previnisteis de esta situación?

—La ignoraba, Catalina. Cuando yo le notifiqué la desgracia se hundió en el dolor, pero su cabeza regía igual que la mía; ha sido después. Me ha dicho el físico que lo trata que al ir pasando los días su mente se ha negado a aceptar la realidad y vive en un mundo falso que él se ha montado y del que se niega a salir; dice que lo conveniente es seguirle la corriente y que al pasar los días, aunque no es seguro, tal vez vuelva a recuperarse, aunque tendrá lagunas y a veces creerá que Diego vive y otras aceptará que ha muerto. La medida de los tiempos en que crea una u otra cosa es lo que dará la pauta de su recuperación.

Catalina estaba desolada.

—¿Por qué, don Suero, causo tanto dolor a aquellos que me han querido?

—La vida es como es, Catalina; está hecha de luces y de sombras. Nada podemos hacer para evitar nuestro destino y ¡a fe mía que el vuestro es harto complicado! Comprendo vuestra angustia, pero consolaos; tras la tempestad viene invariablemente la calma, y el tiempo de vuestro reposo está cercano. Ahora subid a las habitaciones del primer piso que dan a la rosaleda del jardín de invierno, que es donde han llevado vuestras cosas; allí os aguardan para ayudaros a componeros.

Se separaron los tres y Catalina se dirigió, extrañada, adónde el ayo le había indicado. La puerta daba a una habitación desconocida para ella pues, durante los años que permaneció en Benavente, siempre estuvo cerrada. Empujó el vano y entró. La estancia era recogida, pero al punto notó la mano femenina que la había habitado; del fondo salió una vieja que, sollozando, cayó en sus brazos.

—¡Que inmensa desgracia, Alonso! ¡Preferiría mil veces haber muerto yo! ¿Qué hace en el mundo todavía este viejo pellejo en tanto que la fatalidad se lleva a un doncel como Diego a la edad que la vida le debía todo?

Tomasa, la anciana ama de Diego, era la que, desolada, se había abrazado a la muchacha.

Catalina la tomó tiernamente por los hombros y la acompañó hasta sentarse ambas a los pies de la cama.

—Tomasa, ¡cómo me alegra el reencontraros! Yo ya no puedo llorar; en estos meses se me han secado las lágrimas.

—Yo también me alegro de vuestra vuelta. Por aquí todo se comenta y las noticias las trae y lleva el viento; habéis demostrado un valor y una entereza fuera de lo común, que honra a esta casa. Pero ¿queréis que os diga algo? —El ama, tras secarse los ojos con el borde de su delantal encaraba a Catalina.

—¿Qué es ello, ama?

—Siempre supe que algo raro ocurría con Alonso. Y también me di cuenta, como asimismo lo hizo aquel libertino de monsieur de Lagarteare, de que Diego alojaba en su corazón un sentimiento controvertido hacia vos; por eso, creyendo que erais un muchacho y que lo que sentía era inconfesable, marchó a Madrid dejándoos aquí.

En la mente de Catalina se hizo la luz y súbitamente entendió muchas cosas.

—Ama, no podéis imaginaros el bien que me habéis hecho y cuánto os agradezco lo que me habéis dicho. ¿Tal vez Diego os dijo algo?

—Jamás hablamos de este asunto, pero no olvidéis que lo críe a mis pechos, y que para saber lo que sentía su corazón no necesitaba que me dijera nada.

Catalina abrazó fuertemente a la mujer.

—¡Os quiero, ama!

Cuando se separaron, la anciana servidora se hizo explicar todo lo acontecido, pues dijo quererlo saber de primera mano para, de esta manera, cortar la sarta de rumores que corrían por las cocinas. Cuando todo terminó, comenzaron las preguntas de Catalina.

—Y, por cierto, ¿qué fue del francés?

—¿No os lo dijeron?

—¿Qué es lo que me tenían que decir?

—¿Recordáis a Cosme, aquel mozo taciturno que se ocupaba de las bodegas?

—Claro que lo recuerdo, perfectamente.

—Pues bien, una mañana, al ir el sumiller a escoger el vino de la comida del marqués lo halló desnudo y muerto junto al lagar donde macera el mosto.

—¿Qué me estáis diciendo?

—Ello no es todo. Al cabo de dos días el cuerpo del francés apareció colgado de una cuerda en una rama de uno de los alcornoques del arbolado que hay tras el huerto.

—Me dejáis de piedra.

Por la mente de Catalina pasó la imagen de la brutal escena vivida en la bodega del palacio, pero nada dijo al ama y cambió de conversación.

—¿Y cómo está realmente don Benito?

—Tiene altibajos. Hay días que hace poner otro cubierto en la mesa porque dice que espera a Diego que ha salido de cacería, y otros se los pasa en la galería donde os ha recibido, mirando hacia el fondo del caminal de los tilos. Don Suero le explicó, tras la muerte de Diego, que vos fuisteis el amor de su hijo y que os conoció en San Benito cuando erais una chiquilla, que en Madrid os vio sin reconoceros, bajo la apariencia de otra persona llamada Clara... A veces cuando se refiere a vos habla de Alonso, y a veces de Catalina. ¡Ya nunca volverá a ser el que fue!

—¡Cuántas penas he traído a esta casa, ama!

—No habéis sido vos. La vida es como es y nada podemos hacer para cambiar los designios del de arriba. —Se habían acercado al ventanal—. ¿Creéis que aquellas hojas que se arremolinan allá abajo pueden hacer otra cosa que girar siguiendo la fuerza del viento que las impulsa?

—Ya os comprendo, ama. Vuestras palabras, aunque no lo creáis, me confortan y apaciguan mi espíritu.

—Pues a mí me parece que lo que desea el señor marqués que hagáis le va a servir a él de consuelo.

—¿Y qué es ello?

—Seguidme.

Al cabo de una hora hacía su entrada Catalina en el gran comedor de palacio. Una peluca adornada cubría su cabeza; iba ataviada con un bello vestido rojo cereza, algo pasado de moda, y ornado su cuello con un hermosísimo collar de rubíes que había pertenecido a la madre de Diego. Al verla entrar, a don Benito de Cárdenas se le iluminó la cara y se puso en pie para, aun cojeando, ofrecerle su brazo y conducirla al lugar, en la gran mesa, en el que, cinco años antes había servido a sor Gabriela.

Cuatro cubiertos se veían preparados. La cabecera la ocupó don Benito, a su derecha se sentó Catalina y a su izquierda don Suero; al costado de la muchacha se hallaba otra plaza para un cuarto comensal, y que no ocupó nadie. Al comenzar la cena el marqués alzó su copa ofreciendo un brindis por el feliz regreso de su hijo a casa; Catalina, al ver que el ayo le seguía el juego, hizo lo propio. Luego todo fue un caos. Don Benito hablaba simultáneamente del presente y del pasado y con frecuencia se dirigía al lugar donde él imaginaba que se ubicaba Diego; asimismo, se dirigía a Catalina como si fuera Alonso. La velada fue atormentada y triste; los sirvientes seguían la corriente cuando se les ordenaba llenar de nuevo las copas o servir más comida en el plato de Diego, «ya que aquel manjar siempre había sido uno de sus predilectos». El remate fue cuando, al finalizar la cena, don Benito se dirigió a ella cual si fuera la marquesa y le comunicó que podía retirarse; Diego, don Suero y él pasarían a la biblioteca a fumar unos cigarros y a tomar una copa de licor pues tenían que hablar de cosas que solamente atañían a los caballeros.

Catalina se retiró con el corazón atormentado por la angustia y casi no pegó ojo en toda la noche. Ya de madrugada, únicamente despedida por don Suero partió camino de Astorga, acompañada por Lorenzo, montando a
Boabdil,
que ya había recuperado su vigor.

Cara a cara

Dos jornadas tardaron en llegar a la sede episcopal. El primer día hicieron noche cerca de La Bañeza y el segundo, a la hora de la comida, estaban ya en los aledaños de la muy noble y antigua ciudad de Astúrica. Durante el camino Catalina fue perfilando sus planes y al llegar al mesón, durante la comida, le comunicó a Lorenzo cuáles eran sus propósitos, pero únicamente al respecto de lo que a él atañía.

—Nadie sabe que he venido ni que lo he hecho acompañada, por tanto nadie se interesará por vos y, por ende, persona alguna os importunará. Mañana por la mañana iré a ver a quien debo ver. La entrevista puede ser larga, pero dentro de unos límites; si al anochecer no he regresado, recogéis los bártulos y los dos caballos y partís para Madrid. Allí le diréis a don Suero que me han retenido, él ya sabe dónde y también lo que debe hacer. ¿Me habéis comprendido?, vos estabais presente la noche que se ajustó el plan en la casa de don Pedro Pacheco.

—Sin duda, Catalina, pero quedaría más conforme si me dierais más explicaciones.

—No os hacen falta. Cuanto menos sepáis menos peligro corréis, y bajo el tormento se dice menos cuanto menos se sabe. Lo que os ruego es que no os demoréis a la vuelta; si no he vuelto al anochecer, ya no me haréis falta como escudero en el regreso, porque no habrá regreso.

—Pero...

—Dejadlo, Lorenzo, es mejor así.

Catalina durmió mal; su vida estaba en el filo de una navaja. Al día siguiente iba a dar el paso más trascendental de su corta y, sin embargo, atormentada existencia. Se levantó al amanecer, pues los nervios no le permitieron descansar en toda la noche, y al sonar las campanas anunciando la primera misa algo en su interior la hizo acudir a la iglesia más cercana a intentar poner un poco de paz en su alma. Las gentes iban entrando y ella se recogió en el último banco; tras rezar unos instantes pasó revista a cuantos momentos y personas habían jalonado sus pasos por este mundo. Su intención era pedir perdón a Dios por sus muchos yerros pero pensó que, pese a sus buenos propósitos, no era capaz de olvidar las ofensas y los agravios recibidos y si por ella fuera, todavía... Sin embargo, a lo que no renunciaba era a lavar el baldón que sobre el nombre de su amado había caído y vengar su alevosa muerte, y hasta que no lo consiguiera, no había de parar.

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